La primera Dirección Fundamental en la Obra de los Santos Ángeles es la Adoración. Adoración significa que la criatura se reconoce como tal y se entrega con todo amor a Dios Criador.
1) ¿Qué es la adoración?
La dificultad que a veces las personas tienen con la adoración, es no saber como hacer o qué hacer durante la adoración. De hecho, la adoración, que es un acto de reverencia, puede consistir en un simple estar calladamente delante de Dios y sin actividades.
Hallamos algunos ejemplos de Santos y ángeles en adoración en las páginas de la Sagrada Escritura (…) y conocemos también cuadros y estatuas de los ángeles curvados en adoración, mas estamos incapaces de imaginar exactamente sobre lo que ellos están haciendo. Y muchas veces su adoración consiste en nada sino en la repetición de las palabras “Santo, Santo, Santo”.
Quizá deberíamos preguntarnos primero sobre lo que la adoración no es, antes de poder entender a su propia naturaleza. Tenemos en la Obra de los Santos Ángeles cuatro direcciones fundamentales que son: 1) la adoración, 2) la contemplación, 3) la expiación, 4) la misión. Posiblemente las ultimas tres son más fáciles para entender: Por ejemplo, meditamos sobre la Palabra de Dios, pensamos en los misterios del rosario. Nuestros pensamientos se dirigen a Dios. En las cumbres más altas de la meditación se llega a la contemplación, que es un simple mirar.
Otra dirección es la expiación. Celebramos la Passio Domini para abrir nuestros corazones al misterio del sufrimiento y de la muerte de Nuestro Señor. Quisiéramos participar lo más posible en la Pasión expiatoria de Cristo, para dar así una pequeña contribución de nuestras voluntades tan débiles a la grande obra de la salvación del mundo. Se trata siempre en conformar nuestra voluntad pecaminosa a la santa Voluntad de Nuestro Señor. Por tanto, así como la meditación es la dirección para nuestra mente, así la expiación la es para nuestra voluntad. Pero tanto en un caso como en el otro, queda claro, que la adoración contiene algo más. Con otras palabras, no es simplemente meditar a Dios, no es simplemente querer cumplir su Voluntad.
Otra dirección es la misión. Aquí son importantes nuestras actividades. Nuestras misiones son todo lo que hacemos para servir a Dios en el mundo y en la Iglesia, sea como sacerdote o religioso, sea como laico en la vocación personal, que consiste en cumplir los deberes del estado según la ley de Cristo. Pero para que esas actividades sean fructuosas para el Reino de Dios, necesitan ser informadas, animadas por la vida interior – precisamente por la contemplación y la expiación y la adoración.
Podemos decir que la meditación da la dirección para nuestra cabeza; la expiación para nuestro corazón, y la misión para nuestras manos. ¿Pero, qué queda para la adoración? No siendo una cosa solamente de la cabeza, del corazón o de las actividades exteriores, ¿en qué cosa consiste entonces esta dirección fundamental? La pregunta es importante, porque la adoración es la más fundamental de todas las direcciones.
En la Sagrada Escritura encontramos ejemplos de adoración, que normalmente están relacionados con una inclinación, un abajamiento del cuerpo. El hecho de lanzarse corporalmente a los pies de Aquél que se adora indica que la adoración envuelve más de lo que nuestra mente o nuestras actividades, indica que la adoración toca necesariamente todo el ser del hombre, que el hombre solo puede expresar usando todo su cuerpo como señal exterior. Así la adoración relaciona todo nuestro ser hacia Dios. Las otras tres dimensiones se relacionan con nuestras actividades, con el “hacer”, mientras la adoración se refiere al “ser” mismo. Los otros tres aspectos tienen su importancia en nuestra vida cotidiana; pero faltaría a todos un fundamento esencial si no estuviésemos creciendo también en el misterio de la adoración. Nuestro meditar, o nuestro sufrir y nuestro actuar se quedarían como plantas sin tierra, si nuestro ser ante Dios no está debidamente situado en una actitud humilde de una criatura de Dios.
A los hombres les gusta ponerse ocupados, siempre haciendo cualquier cosa. Pero al final, Dios quiere más nuestro ser que nuestro hacer.
¿Cómo practicar la Adoración?
Observemos dos aspectos: En la adoración a Dios, el alma, consciente del propio pecado, baja los ojos delante de Su gloria. Para adorar, el alma debe entrever la gloria de Dios, quiere decir, su grandeza inaccesible y su santidad incomparable. Cuando Dios se revela como trascendente, simultáneamente se revela también como muy próximo, porque es Amor. El Dios Santo es también inseparable del Dios Amor, que nos hace participar de su vida trinitaria. Porque la santidad de Dios es un misterio que escapa siempre al dominio del hombre, no le queda para el hombre si no el postrarse, tapar el rostro y oír a Dios que lo llama por su nombre. En este proceso Dios Santo no aniquila al pecador, sino lo purifica.
En la adoración el alma debe anhelar a Dios con todas las fuerzas del corazón, pero sin querer apoderarse de él. El alma, solamente posee a Dios, cuando Él viene a su encuentro. Pero el deseo “obliga” a Dios a bajar, y si Dios bajará, hará ascender el alma. Pasamos en la oración, anhelando a Dios, sin captarlo ni anexarlo a sí mismo.
Finalidad de la Adoración
Como los Santos Ángeles, nosotros también queremos adorar y amar a Nuestro Señor. Cada día queremos disponer de tiempo para Él. Cuando vamos para la adoración es Jesús quien nos espera con amor y alegría. Adoración significa llevar una vida profunda de unión con Dios. Queremos ser verdaderos adoradores ‘en espíritu y en verdad’. Jesús está con nosotros en el Sacramento del amor, en la Santa Misa, en la Santa Comunión así como en todos los tabernáculos de la tierra. Está con nosotros como Prisionero del amor para darnos la vida en abundancia y para enseñarnos a adorar al Padre en unión con Él.
Jesús quiere transformar a cada uno de nosotros en un tabernáculo vivo. Continúa Su adoración al Padre en unión con la Iglesia en todos los tabernáculos. No es suficiente adorar solamente por algún tiempo durante el día o hacer solamente algunos actos de adoración… todo nuestro ser debe ser adoración. Todo lo que somos, todo lo que tenemos, todo lo que hacemos, cada acontecimiento debe realizarse en unión con Nuestro Señor, el Adorador divino en la Eucaristía. Así, nos tornamos una hostia viva, en la cual Cristo vive, piensa, ama, trabaja, sufre, Se ofrece y triunfa. Ésta es la finalidad de la adoración: en unión con Jesús, llevar la misma vida de glorificación de Dios y, como Él, amar al Padre y a todos los hombres, ser siempre agradecido, ser un cordero inmolado en expiación por los pecados del mundo, y por la realización de los planes de Dios, para que el Reino divino de la Santísima Trinidad sea erigido en nosotros, en cada alma, en la Iglesia y en la humanidad de todos los tiempos. La adoración no es solamente como una vestimenta exterior de la piedad que vestimos mientras estamos delante del sagrario y que después sacamos cuando vamos para casa o para los trabajos del día al día.
La verdadera adoración se realiza ‘en espíritu y en verdad’ Ella es una fuerza divina que abarca todo nuestro ser, toda la vida y que nos configura cada vez más, poco a poco, con la vida de Jesús. La adoración eleva, a través de la gracia de Espíritu Santo, nuestro modo de pensar, nuestro corazón, nuestra voluntad y sentimientos, todas las palabras, obras y ademanes. La adoración es la vida de Jesús en nosotros y nuestra vida en Él. Es una confidencia con Jesús Eucarístico, nuestro Amigo y Desposo en todas las circunstancias de la vida.
Para hacer una buena hora de adoración queremos seguir cinco puntos principales:
I- Glorificación de Dios (alabanza);
II- Acción de gracias;
III- Amor;
IV- Expiación;
V- Preces o pedidos.
Así vamos a aprender un modo de adoración más perfecto. Unidos a Jesús y Maria Santísima queremos hacer de nuestra vida una adoración perpetua. Jesús tiene una ansia enorme de que estemos con Él y quiere estar con nosotros adondequiera donde nos encontramos. Por tanto, vamos a Jesús, ¡Él nos ofrece su amor!
I. Glorificación de Dios
En la Santa Eucaristía Jesús está glorificando al Padre. Instituyó este sacramento justamente para unirnos con Él en su glorificación del Padre. Es imposible glorificar al Padre cuando no honramos y amamos Jesús Eucarístico que continuamente está adorando, alabando y glorificando a Dios en la Santa Eucaristía. Cuando el mundo no busca adorar y honrar a Dios es porque también no reconoce y no adora a Jesús Eucarístico, “Aquél que no honra al Hijo, no honra al Padre” (Jn 5,23). Por eso, quien adore a Jesús también adora en Él y con Él el Padre.
Adoremos a Jesús, como Dios-Hombre, como el Verbo Encarnado, como Mediador y Salvador, como Amigo y Esposo, como nuestra Vida. Adoremos a Jesús, su cuerpo, su sangre, su alma, su divino corazón. Entremos en confidencia con Jesús y Él nos introducirá en la grande corriente ininterrumpida de adoración que Su Corazón Eucarístico ofrece al Padre.
Desde hace dos mil años que Jesús Eucarístico no cesa de confesar: Padre, yo Te glorifico (cf. Jn 17, 4). La Santa Misa es la mayor glorificación, la mayor alabanza que Jesús ofrece a Su Padre. Unámonos con Él, con Maria, con los Santos Ángeles y todo el Santos para adorar el Padre, también en nombre de todos los que no tiene fe, no tienen reverencia, todos los que están contra Dios.
II. Acción de gracias
Eucaristía significa ‘acción de gracias a Dios. Cuando Jesús instituyó la Eucaristía, agradeció a Su Padre. Acción de gracias y alabanza son las columnas esenciales de la religión. Éste es el espíritu del Evangelio y de la Eucaristía: ¡Padre, yo te agradezco! (cf. Jn 6,11; cf. Mt 26,27). Con Jesús rindamos gracias a Dios que es Creador, Salvador y Santificador. Agradezcamos porque Dios es luz, amor, vida y dicha eterna, y que Se compadece totalmente de los hombres.
La Santísima Eucaristía es la gran escuela de la acción de gracias al Donador de todo lo que es bueno. En este mundo egoísta y desagradecido aprendamos de Jesús Eucarístico el reconocimiento de todo lo que recibimos de Dios y la perfecta gratitud.
– Agradezcamos a Jesús en la Eucaristía, y a través de Él, al Padre;
– agradezcamos porque tenemos un Dios que es Padre, Hijo y Espíritu Santo;
– agradezcamos por la creación; e – agradezcamos por la encarnación de Cristo;
– agradezcamos por la Buena Nueva, por la vida de Jesús entre nosotros; que Él es nuestra luz, camino y verdad, el ejemplo y la fuerza para nuestra vida;
– agradezcamos por la obra de la salvación, por el sufrimiento y muerte de Jesús por nosotros;
– agradezcamos por María que fue dada a nosotros como Madre por Jesús;
– agradezcamos por la Iglesia, nuestra maestra, educadora y santificadora; el Cuerpo Místico en el cual todos nosotros somos unidos en Cristo;
– agradezcamos por los sacramentos, por las gracias recibidas durante toda nuestra vida.
III. El amor
Dios es amor. Quien no ama, no conoce a Dios. “Porque el amor viene de Dios y todo lo que ama es nacido de Dios” (1 Jn 4,7). El Padre ama al Hijo y el Hijo ama al Padre. Con el mismo espíritu de amor que une el Padre con el Hijo queremos amar al Hijo, y en Él, el Padre. Quien ame a Jesús en la Eucaristía es amado del Padre y Ellos vendrán a nosotros y harán Su morada (cf. Jn 14,23). Solamente por el misterio del amor en la Eucaristía podremos reconocer y saborear que Dios es amor. ¡Pero, cómo podremos amar cuándo nuestro corazón es tan pequeño?! Jesús nos da su amor, el Espíritu Santo. Así, amamos con aquel amor que Él merece.
Unámonos con el amor del corazón inmaculado de Maria, con el amor de toda la Iglesia, del Santo Padre, de los obispos y sacerdotes, de todos los que se consagraron a Dios. Unámonos con el amor de todos los que tienen fe, y de todos los Santos Ángeles. Amemos también en nombre de todos los pecadores para que sean atraídos por el Amor divino. El amor Eucarístico puede transformar el mundo entero y, por eso, puede también transformar a nosotros. Jesús sacia nuestra sed de amor. “¡Vine a lanzar fuego sobre la tierra, y cómo anhelaría qué ya estuviese encendido! (Lc 12,49) “Como el Padre Me ama, así también Yo os amo. Perseverad en mi Amor” (Jn 15,9).
IV. La expiación
“Soy el Buen Pastor. Conozco mis ovejas y ellas me conocen a Mí… Doy mi vida por Mis ovejas” (Jn 10, 14ss). “El Padre me ama porque doy mi vida para retomarla… Tal es el orden que recibí de mi Padre” (Jn 10,17). Con estas palabras Jesús nos explica el sentido de la expiación. Solamente quien ama verdaderamente se sacrifica y da la vida por la persona querida. “Nadie tiene mayor amor que aquél que da su vida por sus amigos. Sois Mis amigos si hacéis lo que os mando” (Jn 15,13-14).
La fuente de la expiación es el amor, que también es la meta: a través del sacrificio rescatar los hombres, reconducirlos a la casa del Padre de la cual se alejaron por el pecado. Solamente el amor es capaz de unir a los hombres. El amor propio, que es contrario al amor verdadero, se queda sin frutos porque evita el sacrificio. La entrega del propio ‘yo’, el sacrificio de la vida por amor a Dios contiene un valor expiatorio poderoso en vista de la justicia eterna del Padre y son, al mismo tiempo, portadores y donadores de la vida eterna: “En verdad, en verdad os digo: si el grano de trigo, caído en la tierra, no morirá, se queda solo; si muere, producirá mucho fruto” (Jn 12, 24).
¿Pero, quién sea qué expía los innumerables crímenes del mundo y de todos los hombres?… ¡He aquí el Cordero de Dios qué quita los pecados del mundo! El sacrificio de Jesús en la cruz es ofrecido en cada Santa Misa para reparar tantos agravios contra Dios. Hoy día Dios es negado, odiado, burlado; la Iglesia es perseguida, la Eucaristía profanada, Nuestra Señora es insultada, los fieles martirizados. Quién, por fin, ¡ofrece al Padre reparación por tantos agravios es Jesús en la Eucaristía! Él se ofrece al Padre en cada Santa Misa y en todos los tabernáculos como víctima de expiación. Unámonos al Cordero inmolado y con Maria reparadora.
Jesús dijo en la cruz: “¡Tengo sed!” (Jn 19,28). Saciemos la sed de Jesús que consiste en glorificar el Padre y salvar a las almas. Está esperando que seamos a Él y su santo Madre en el camino de la expiación. Por el sacrificio de Jesús nuestros sacrificios reciben valor y son elevados participando así de Su poder salvífico. Cumplamos ésa nuestra misión de amor con alegría y generosidad. Coloquemos las necesidades, las enfermedades, los sufrimientos de toda la humanidad en el corazón de Jesús y de Maria para que, por medio de Sus méritos, Dios Padre tenga misericordia del mundo y derrame Su perdón, Su amor, Su gracia, vida y dicha sobre todos nosotros.
V. Las preces
Dios es riqueza infinita. El hombre es imperfecto y miserable; siendo criatura solamente puede encontrar en Dios su riqueza. Dios quiere que el hombre pida y reconozca su total dependencia de Él. Pedir a Dios es una grande dignidad y alegría para el hombre porque así él se inclina delante de Él y se pone disponible para recibir.
Pedir es un privilegio para el hombre, pues posibilita a él abrir el alma para recibir la riqueza de Dios. “Pedí y se os dará. Busquéis y hallaréis. Llamad y os será abierto” (Mt 7,7). Solo no debemos considerar a Dios como nuestro servidor que tiene de cumplir nuestros deseos, y la oración como el pago por aquello que pedimos.
“No sabéis lo que pedís” (Mt 20,22). “Pedís y no recibís porque pedís mal, con el fin de satisfacéis vuestras pasiones” (Tg 4,3). Muchas personas piden y ordenan al mismo tiempo, y cuando Dios no cumple lo que ellas ordenaron se quedan con ira. Nuestro primero pedido debe ser: “Señor, enséñanos a rezar” (Lc 11,1). Y Jesús contesta: Cuando orad, digáis: Padre nuestro que estás en el cielo… (cf. Lc 11,2-4; Mt 6,9-15).
La primera parte del ‘Padre nuestro’ Jesús rezo con nosotros en nombre de todo el Cuerpo Místico. La Cabeza y los miembros forman un único corazón que exprimen sus pedidos. ¿Qué pide Jesús en nombre de toda la humanidad? Jesús coloca el Padre en el centro de la adoración y pide que Él sea conocido, amado, honrado y glorificado por todos, incluso, en sus pensamientos, palabras y obras.
“¡Santificado sea vuestro Nombre!” Dios es Padre, Es el origen y la fuente de la vida. Es el Señor de la vida eterna. Como Hijo, Jesús pide que venga su Reino, la soberanía de Dios en las almas, en los habitantes de la tierra, y a través de Él, el Reino Eucarístico. Pidamos para que a través de la Iglesia venga el Reino de la verdad, de la vida, el Reino de la santidad y de la gracia, el Reino de la justicia y de la paz. El Reino de Dios solamente se podrá realizar cuando los hombres cumplan la voluntad del Padre. Cada uno en particular, pero también todas las familias y naciones, tienen de incorporarse en el Cuerpo Místico de Cristo y vivir de la Santa Eucaristía.
Por eso, recemos: “¡Hágase tu voluntad!” Muchos hoy no quieren cumplir la voluntad del Padre como otrora los ángeles caídos: “¡Non serviam!” (¡No quiero servir!). Cuando rezamos ‘hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo’, entonces Jesús pide que nosotros cumplamos la voluntad del Padre como Él mismo, los Ángeles y los Santos en el cielo.
Los puntos principales de la oración de Jesús se concentran en los intereses de Dios: reconocimiento, glorificación y servicio a la Majestad divina. Dios es la meta sublime de la vida. A Él se dirigen nuestras aspiraciones; es el contenido de nuestra existencia.
En la segunda parte del Padre Nuestro – que solamente nosotros rezamos – están incluidos nuestros intereses. Por la mediación de Cristo pedimos que nos conceda todo lo que necesitamos para nuestra supervivencia corporal y material, pero también el pan y las gracias de la vida eterna, el perdón de los pecados, las victorias sobre las tentaciones y sobre el maligno. No debemos negligenciar estos pedidos. Y porque el hombre es cuerpo y espíritu, necesitamos constantemente del auxilio de Dios para la subsistencia de nuestra existencia terrena, y el perfeccionamiento, la salvación y la santificación de nuestro ser espiritual en Dios.