Retiro de Pentecostés 2020: 9a meditación: Esperando al Espíritu Santo

Prepararnos en el Cenáculo

DIOS quiere, que nuestra alma se vuelva como un libro con muchas páginas en blanco, páginas que solo Él quiere escribir y dibujar; y que nuestra alma sea un tabernáculo, puro y vacío de todo lo que pertenece al mundo, para acogerlo solamente a Él y para llevarlo solo a Él en la constante presencia de Dios en amor. 

 

María es como el libro del amor de Dios hacia sus criaturas, el llamado del amor de Dios y la respuesta de la creación, y, finalmente, al ángel mismo también es el libro de la vida («¡Ven!»).

«Vende todo lo que tienes […] y luego ven y sígueme.» El Señor le dijo esto alguna vez a un joven rico —que luego se fue triste porque no quería saber nada de entregar algo de su riqueza—, pero esta palabra se aplica a todos los tiempos y lugares, también a nosotros ahora.
Vender significa entregar, pero no simplemente obsequiar como regalo, sino más bien recibiendo algo a cambio. ¿Qué deberíamos vender? Todo lo que tiene valor.
¿Qué tiene valor? Valor tienen nuestros ojos, nuestros oídos, nuestra boca, el corazón, nuestras capacidades, nuestra posición, todo lo bueno que hemos hecho
hasta el momento ante Dios. ¿A quién deberíamos venderle esto? ¡Un comprador ya está esperando! ¡Es Dios! ¿Para qué quiere Dios todo esto? Para dárselo a sus más
queridos, a los pobres.

 «Vende todo lo que tienes y da las ganancias a los pobres». Eso significa, de acuerdo con la voluntad de Dios, que toda nuestra vida debería pertenecer a estos pobres, todo, todo lo nuestro. ¿Y a qué precio deberíamos vender todo esto? Por el único denario: ¡Dios es tu recompensa! Y hoy debemos poner todo en manos de Dios en particular, para quedar completamente vacíos, muy pobres y pequeños, y prácticamente no desear nada más en estos días: no querer aferrarnos a nada, como si fuera preciso vender todo lo que tenemos y ya no tuviéramos más derecho sobre nada de aquí en adelante, pues ahora es otro el dueño, ya no nosotros.

Dios nos quiere tener así, vacíos, sin mirar ni al pasado ni al futuro. Todo está en manos de Él y al cuidado de sus ángeles. Literalmente, debemos salir de la casa que construimos para nuestras vidas e ir hacia el desierto del vacío que nos rodea; no solo debemos silenciarnos, sino vaciarnos, hacernos tan vacíos como un desierto, sin fuentes de agua y sin árboles frutales, sin campos de trigo y sin la influencia humana, y entonces, postrarnos ante Él, la Palabra viviente, el Pan de vida, y rendirnos en silencio a Él.

 

 

Las Escrituras dicen que «Dios creó el cielo y la tierra en el principio, pero la tierra todavía estaba desierta y vacía». Dios quiere que estemos tan vacíos que su voluntad y su palabra nos puedan tocar como un rayo, como la luz: «¡Ven!» ¿No dijo el Señor esta palabra a los ciegos y cojos, «¡Ven, levántate!»? Oh, estaban vacíos ante Dios, y ahora, la palabra «¡Ven!» los golpea, y se ponen de pie por el poder de esta palabra, viendo, exultando, caminando.

 

 

 Dios quiere renovar este milagro en nosotros de la manera más amorosa. Realmente somos ciegos, cojos, sordos y necios frente a Él. Debemos postrarnos ante el Señor, y entonces Él dirá «¡Ven!», y querremos levantarnos animados, viendo. Una palabra se encuentra ahora en el libro de nuestra alma: «¡Ven!» Dios la ha escrito, Él está detrás de esa palabra. Y debido a que Dios está detrás, esta palabra obtiene un poder milagroso. En este obediente “ir” queremos superarlo todo. La imitación de Cristo
debería ser nuestro todo y nuestro único quehacer, porque es el cumplimiento más leal y amoroso de la voluntad Dios.

 

No debemos seguir nuestra visión ni nuestra voluntad, sino única y exclusivamente la voluntad de Dios.
Y si alguna vez no reconociéramos esta voluntad, solo tendremos que rezar y rezar de nuevo, y amarlo, y amarlo siempre; así, cada decisión será siempre buena, porque la palabra de Dios es verdadera en todo momento: para los que aman a Dios, todo resultará bien. Entonces, esto es lo que el libro nos dice: debemos hacernos vacíos para Dios,
como un libro en blanco, para que Él pueda escribir allí; debemos ser un tabernáculo vacío para Dios, que solo lo albergue a Él; debemos leer en el libro Jesucristo, en el libro María y hacernos amigos del ángel de la presentación de cuentas; debemos prestar atención a todo por nada, como renunciar a todo y ponerlo todo en manos del
Señor para poder tomarlo solo como su palabra vacía, su palabra y su amor. 

El tiempo no solo les da forma a los seres humanos: así como la Antigüedad formó personas robustas, la Edad Media formó personas más dinámicas y nuestro tiempo
está formando personas más sensibles y con nervios débiles, así también el tiempo ha dado forma a la comunidad, especialmente a la santa Iglesia, y le comunica al hombre su manera de ser. Pero la exigencia de los ángeles es, principalmente, que el hombre en la Iglesia se distinga de otros hombres al estar caracterizado por la Palabra de Dios; la persona en la Iglesia debe brillar por el amor a Dios, por el santo temor de Dios, por la fidelidad y 
por la obediencia a la Iglesia, por la disposición al sacrificio alegre y por la santidad interior. Así es como la comunidad de una orden forma a las personas conforme al rostro de su fundador, pues también la regla de la orden tiene siempre este rostro, y la persona asume este deber de dejarse formar por fidelidad a la regla. Pero no solo debemos ser un espejo de las buenas cualidades de un tiempo, un espejo claro de todos los valores de la santa Iglesia o un espejo de nuestra comunidad. También hay que brillar primero en dirección a Dios, estar allí para Dios, liberarnos a nosotros mismos para Dios, ser como una superficie desnuda, como una patena, un candelabro puro, libre de la pesadez del polvo de la tierra, libre de toda mancha de pecado.

Entonces diremos: Ven ESPIRITU SANTO y renueva la faz de la tierra.