San José: hombre de silencio y de virtudes

La concepción de Jesucristo fue así: María, su madre, estaba comprometida con José y, cuando todavía no habían vivido juntos, concibió un hijo por obra del Espíritu Santo (Mt 1, 18).

¿Quién es San José? ¿Quién es este hombre peculiar, que fuera escogido como esposo de la Santísima Virgen María y cabeza de la Sagrada Familia? Daremos una primera respuesta a esta pregunta, reflexionando sobre la prueba que le fue impuesta en los albores del Nuevo Testamento.

¿Por qué Dios lo sometió a una prueba semejante? El padre Daniel-Joseph Lallement dice: La única forma de corresponder apropiadamente a los ministerios que Dios asigna, es cuando éstos son aceptados, por amor, con una perfecta renuncia a la propia persona, a los propósitos personales y en total humildad y obediencia. Esta actitud ha de ser aún más profunda, en cuanto mayor sea el ministerio concedido. Junto a la actitud del Hijo de Dios, quien al entrar en este mundo expresó con toda Su humanidad: Sí, Yo vengo, oh Dios, para hacer Tu voluntad (Hb 10,5-7), y a la actitud de la Santísima Virgen María, quien en respuesta al anuncio del ángel dijo: Yo soy la sierva del Señor, hágase en mí según Tu Palabra (Lc 1,38), no había una actitud más santa como la que Dios deseaba encontrar en José, a fin de poder confiar a su protección el misterio de la Encarnación. (Vie et Sainteté du Juste Joseph, Téqui, Paris, pág. 65).

La prueba de San José

Los Evangelios confirman que José era descendiente de David y esposo de la Virgen María. Sólo después de que María concibiera virginalmente del Espíritu Santo, es que José se da cuenta de que ella estaba esperando un niño. El evangelista Mateo describe su prueba con las siguientes palabras: “José, su esposo, que era un hombre justo y no quería denunciarla, decidió repudiarla en secreto” (Mt 1,19).

De acuerdo con esto, la prueba de José comenzó en el momento en que él se dio cuenta de que María, su esposa, esperaba un niño. Esta situación podría ser interpretada fácilmente de manera equivocada, si no fuese vista a la luz de las extraordinarias virtudes de José. El evangelista no sólo aclara que José era en general un hombre justo, sino que además, reafirma que esta característica de perfecta justicia, fue determinante para la decisión que tomó: José, que era un hombre justo, decidió repudiarla en secreto. San Juan Crisóstomo aclara que con ‘un hombre justo’, Mateo se refiere a aquel que es virtuoso en todo (Tomás de Aquino, Catena Aurea, sobre Mateo 1,19).

Algunos autores tanto antiguos como modernos, que no comprendieron debidamente este hecho, defendían la idea según la cual José habría pensado que María ya no era virgen. Fuera del hecho de que habría sido injusto repudiarla por razón de una mera sospecha de infidelidad, Lallement señala que esta tesis contradice el texto bíblico, pues si José hubiese creído que ella había sido infiel, él, como hombre justo que era, estaba obligado a denunciarla ante la ley (Dt 22,23-24). Si, por el contrario, hubiese creído que había sido víctima de una violación, no habría ninguna razón justa para repudiarla (Dt 22,26; Lallement, ibid, pág. 72).

Los datos que San Lucas nos proporciona acerca de la relación entre José y María, apuntan claramente a que las consideraciones de José transcurrían de hecho en un plano mucho más elevado. Lucas nos da a entender que José conocía y aceptaba la decisión de María de querer permanecer virgen. Para poder contraer matrimonio válidamente, María estaría obligada indudablemente, a manifestar a su esposo su intención de permanecer como una virgen consagrada a Dios. Prueba de que ella hizo esto, es la respuesta que le dio al ángel Gabriel, luego de que éste le anunciara que iba a tener un niño: ¿Cómo será esto, pues no conozco varón? (Lc 1,34). Al hablar en tiempo presente, “no conozco varón”, está dando a su declaración un sentido absoluto. No se comporta como si no conociese a ningún posible esposo, pues ya está comprometida con José. Más bien su declaración evidencia su intención de permanecer siempre virgen.

El hecho de que José aceptase contraer este matrimonio virginal, nos dice mucho acerca de su profunda vida interior. Si él mismo no hubiese sido totalmente casto, no habría podido superar la cultura judía, la cual veía, en una descendencia numerosa la bendición de Dios y en la esterilidad, el estigma de una maldición divina. Desde un enorme amor virginal fue capaz de renunciar al natural amor conyugal que funda y nutre a una familia (Redemptoris Custos = RC, 26).

Así pues, no es que José hubiese puesto en duda la integridad de la Santísima Virgen. Era, más bien, el misterio en sí que se abría ante su mirada y que constituía la razón de su prueba. San Jerónimo señala al respecto que José, convencido de su pureza y sin asombrarse sobre lo sucedido, cubrió con su silencio aquel misterio que él no alcanzaba a explicar, lo que puede ser considerado un testimonio a favor de María (Tomás de Aquino, Catena Aurea, sobre Mateo 1,19).

¿A qué misterio se refiere? Remigio manifiesta: “Él concedió que estuviese encinta, aquella de quien sabía que era casta. Y puesto que él había leído: “De la raíz de Jesé crecerá un retoño” (él sabía que María era de la tribu de Jesé) y “mirad, la virgen concebirá”, no dudó de que esta profecía habría de cumplirse en ella (ibid.). Siendo, además, el primer varón que estaba comprometido con una virgen consagrada a Dios, es comprensible que José, dadas las coincidencias respecto a las circunstancias, pensase en la profecía del nacimiento virginal.

¿Por qué esto lo afectó tanto, que hasta decidió repudiar a María? En respuesta a esta pregunta Orígenes dice: Y puesto que él no tenía ninguna sospecha contra ella, ¿cómo, entonces, él, que era un hombre justo, decidió repudiar en secreto a la que era inmaculada? Pensó en repudiarla, pues vio en ella un gran misterio, frente al cual se consideraba indigno” (ibid.). Se dice en una glosa: “Era justo por razón de su fe, siendo que creía que el Cristo nacería de una virgen. Por eso exigía humillarse ante una gracia tan grande” (ibid.).

Sobre la base de esta interpretación, Santo Tomás dice que José había leído las profecías de Isaías (7,14 y 11,1), y puesto que sabía que María descendía de la familia de David (Jesé), estaba más inclinado a creer que dicha profecía se cumpliría en ella que a creer que ella cometiese adulterio. Y como se sentía indigno de vivir con tal santidad, quiso repudiarla en secreto, a semejanza de Pedro, que dijo: “Señor, apártate de mí, pues soy un hombre pecador” (Lc 5,8 y Sobre Mateo I, n. 117).

Lallement, resumiendo, dice: “Consciente de ser el esposo comprometido de María, José, con una actitud sobrenatural, discurrió sobre la cuestión que se le presentaba: él no veía que tuviese algún deber más estando junto a María, pues en ella se estaba manifestando un misterio que lo superaba. Él tampoco creía que tenía el derecho de revelar este misterio. Por eso consideró dejar libre a María, de la manera más prudente: “José, que era justo, decidió separarse de ella en secreto” (ibid., pág. 64).

El misterio del Emmanuel

Así pues, el motivo para la decisión de José fue la humildad y la preocupación de conservar intacto el divino misterio. Respecto a su propio papel en el misterio del niño llamado el Emmanuel, José, el justo, tomó una decisión digna de su humildad: “Cuando seas invitado a una boda, no te sientes en el primer puesto… ve y siéntate en el último lugar” (Lc 14,8a.10a), pues no tenía ninguna señal confiable de Dios, de que habría de ser incorporado al plan divino. Las profecías se referían únicamente a la madre virginal del Emmanuel.

¿Cuál no sería el dolor de José de tener que abandonar su profunda relación con María, a quien amaba por encima de todo en el mundo? Con todo, no podía reclamar para sí el derecho de tener una misión al lado de la virgen madre del Emmanuel. “Dada su disposición a renunciar a sí mismo -pues lo aún no acontecido de la situación, parecía no permitir la continuación de su matrimonio-, José no dudó de María; más bien manifestó que de ninguna manera podría reclamar que seguiría teniendo un derecho sobre María como su esposa. Él manifestó una total renuncia a sí mismo, él, que estaba tan profundamente unido a su esposa en su anhelo mesiánico. Por una parte, se sentía pleno de alegría de que la divina promesa se cumpliese en aquella que él amaba, y por otra, se sentía lleno de profundo dolor, a causa del sacrificio que voluntariamente ofrecía: separarse de aquella, a quien amaba ahora aún más. En aquellos momentos el ángel lo confirmó en su vínculo con María, y por amor y absoluta obediencia, tomó inmediatamente a su esposa para sí” (Lallement, ibid., pág. 67).

¿Es posible demostrar este punto de vista? Si leemos con atención el respectivo pasaje en Mateo, las demás opciones quedan claramente excluidas. Luego de que José decide repudiar en secreto a María, un ángel enviado por Dios lo instruye diciendo: “José, hijo de David, no temas recibir en tu casa a María, tu esposa, pues lo concebido en ella es obra del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús, porque salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt 1,20-21). Como se desprende del texto, el ángel da a entender que el motivo de la decisión de José es el temor. Si José hubiese considerado en el fondo de su corazón una infidelidad o una violación, su decisión habría podido achacarse más bien a la ira, quizá también al dolor, pero jamás al temor.

¿Cuál era, entonces, el objeto de su temor? El ángel le dice que no tiene por qué sentir temor de recibir a su mujer. Según esto, su temor estaba principalmente relacionado con María y el niño. San Juan Crisóstomo propone los siguientes pensamientos: “El ángel dice: No temas recibir a María, es decir, de conservarla junto a ti, pues en sus pensamientos la consideraba ya repudiada”. Y Remigio escribe: “No temas en recibirla, es decir, de mantener el matrimonio con María y de cultivar un trato permanente con ella” (Catena Aurea, sobre Matero 1, 21).

José no recibe del ángel tanto una revelación como una confirmación de lo que había sido profetizado hacía ya mucho tiempo. “El Señor mismo os dará por eso la señal: Miren, la virgen está embarazada y dará a luz un hijo, y lo llamará con el nombre de Emanuel” (Is 7,14; Mt 1,23), que quiere decir «Dios con nosotros», a fin de darle una idea de su propia misión.

Que el ángel se dirija a José diciéndole “hijo de David”, implica que sus pensamientos apuntaban al cumplimiento del plan mesiánico, pero no es a José a quien inicialmente le es manifestado su papel en relación con el Mesías. Dios le hace saber, ante todo, que su relación con María ha de permanecer incólume: ella ha de ser su mujer. El hecho de que ella haya concebido del Espíritu Santo, no anula dicha unión, sino que la confirma. De esta manera, el ángel de Dios muestra a José su papel al lado del niño que vendrá al mundo: “Le pondrás por nombre Jesús, pues Él salvará al mundo de sus pecados” (Mt 1,21). En aquella época, dar su nombre a un niño era una señal de la autoridad paterna (Lallement, ibid., pág. 67-68; cfr. Lc 1,62-64).

Así pues, “José no habría de pensar que ya no era necesario en ese matrimonio, pues veía cómo la concepción se había llevado a cabo sin su participación. Por eso el ángel le explica que, si bien él no era necesario en la concepción, su ministerio protector sí que lo era. La virgen dará a luz un hijo, y entonces él será necesario tanto para la madre como para el hijo de ella. Para la madre, a fin de preservarla de la ignominia; para el hijo, a fin de circuncidarlo y educarlo. Se alude a la circuncisión, cuando se dice: ‘Y le pondrás por nombre Jesús’, pues era costumbre dar el nombre con ocasión de la circuncisión” (Catena Aurea, sobre Mt 1,19).

En resumen, podría decirse que la decisión que había tomado José de repudiar a María, estaba fundada en su conclusión de que ella era la madre virginal del Mesías. Respecto a su propia persona, temía que su presencia pudiese impedir el plan divino. A estas alturas, el ángel intervino y le anunció su misión como esposo de María y cabeza de la Sagrada Familia. Esta es, en esencia, la solución que el papa Juan Pablo II nos propone, al confirmar que José “estaba decidido a retirarse, para no entorpecer el plan de Dios que habría de cumplirse en María. Con todo, la recibe en su casa, de acuerdo con la expresa instrucción del ángel y respeta su exclusiva pertenencia a Dios” (RC, 20).

Aunque en sus meditaciones José intuía el misterio de la virgen que concebiría un hijo, estos pensamientos no lo dejaban tranquilo, hasta no dejar en claro su propia relación futura con la Santísima Virgen. Este fue el objeto de su prueba, que supo sólo resolver, al apartarse humildemente de María. Fue por razón de esta humildad que Dios permitió su dolorosa prueba, antes de confirmarlo en su sagrada misión.

La humildad y la santidad de José

La confirmación de la misión de José contribuyó a aumentar su humildad. A este respecto, la beata Isabel Canori Mora señaló atinadamente: Nada obra una mayor humildad que cuando se reciben grandes gracias de parte de Dios, sin que uno mismo pueda mostrar ningún mérito. Dichas almas están de tal forma aniquiladas a sus propios ojos, que con gusto y en santa obediencia se someten a sus superiores y directores espirituales, así como también San José se sometió, sin cavilar un segundo, al mandato del ángel de recibir a María, aunque poco antes había tomado la decisión contraria.

Una vez que el ángel hubo anunciado la voluntad de Dios, de inmediato José se dispuso voluntariamente a guardar silencio, pues a la voluntad de Dios no hay que agregarle más que una amorosa correspondencia. Al mismo tiempo, debió haber exultado de alegría por la condescendencia y bondad de Dios, que lo había escogido para vincularse tan íntimamente a esta obra de Dios. Mi alma proclama la grandeza del Señor,… pues ha visto la humildad de su siervo.

Hay todavía otro aspecto en el temor y en la humildad de José, que destaca positivamente su actitud ante otras grandes figuras de la historia de la salvación. Las almas que han sido privilegiadas por las gracias de Dios, sufren con frecuencia temores y dudas, porque de alguna manera el plan de Dios supera la razón natural. Esto, por ejemplo, le causó no pocos sufrimientos a Moisés. Él no aguantó dicha tensión en ocasión de su prueba en el desierto, cuando Dios lo envió a hacer brotar agua de una piedra. En aquella ocasión, Moisés vaciló con gran tenacidad y golpeó dos veces la roca con su cayado. Así, su falta de confianza hizo que Dios fuera deshonrado (Num 20,9-12). En semejantes circunstancias, el peligro más palpable es que el alma fije su mirada sobre sí misma y se concentre en la contradicción de su situación, en lugar de entregarse con plena confianza a Dios, bajo cuya sola luz y fuerza se aclaran y cumplen todas las cosas.

De manera semejante le ocurrió a Zacarías, el sacerdote. Fue incapaz de soportar la profecía del ángel, respecto a que había sido llamado a ser el padre de Juan el Bautista, del Precursor del Señor. Él no dio crédito a las palabras de San Gabriel, pues lo que hizo fue mirar su debilidad y su miseria, su avanzada edad y la esterilidad de su mujer, en lugar de mirar a Dios, para quien nada es imposible (cfr. Lc 1,8ss).

San José también sufrió una gran tribulación en la oscuridad de su prueba, solo que con una y decisiva diferencia: José sufrió precisamente porque creía en el misterio sobrenatural de la concepción virginal, pero no podía dilucidar su propia misión sin la luz iluminadora de Dios. De ahí que su respuesta fuese inicialmente una respuesta de santa y silenciosa prudencia y no una respuesta de fe y obediencia. La prudencia le mandaba apartarse de María. Su humilde docilidad lo capacitó para aceptar inmediatamente el mandato del ángel: José, hijo de David, no temas recibir en tu casa a María, tu esposa, pues lo concebido en ella es obra del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús, porque salvará a su pueblo de sus pecados (Mt 1,20-21). Y el evangelista San Mateo continúa: Al despertar José de su sueño, hizo como el ángel del Señor le había mandado, recibiendo en casa a su esposa (Mt 1,24). Cuán enorme debió de ser su alegría, que Dios lo hallara digno de estar tan íntimamente unido, en el amor y el servicio, a Cristo y a Su Madre.

San José: modelo de virtudes, patrono y protector de la Iglesia

Reconocemos, pues, en San José, al hombre escogido por Dios, quien con extrema generosidad respondió al excelso misterio del amor divino que le fuera revelado y confiado en María y Jesús, la Palabra de Dios hecha carne. San José consagró su vida entera a servir incansablemente al plan salvífico de Dios. El papa Juan Pablo II destacó la grandeza moral de San José con la siguientes palabras: “El sacrificio total, que José hizo de toda su existencia a las exigencias de la venida del Mesías a su propia casa, encuentra una razón adecuada en su insondable vida interior, de la que le llegan mandatos y consuelos singularísimos, y de donde surge para él la lógica y la fuerza -propia de las almas sencillas y limpias- para las grandes decisiones, como la de poner enseguida a disposición de los designios divinos su libertad, su legítima vocación humana, su fidelidad conyugal, aceptando de la familia su condición propia, su responsabilidad y peso, y renunciando, por un amor virginal incomparable, al natural amor conyugal que la constituye y alimenta (RC, 26; cita tomada de Paulo VI, Discurso del 19 de marzo de 1969, en: Insegnamenti, VII (1969), pág. 1267).

«José estaba en contacto cotidiano con el misterio escondido desde siglos», que «puso su morada» bajo el techo de su casa (RC, 25). Esta gran cercanía a la madre de Dios y a la Palabra hecha carne tuvo, infaliblemente, un efecto santificador sobre San José. El Santo Padre explica: “La comunión de vida entre José y Jesús nos lleva todavía a considerar el misterio de la encarnación precisamente bajo el aspecto de la humanidad de Cristo, instrumento eficaz de la divinidad en orden a la santificación de los hombres: ‘En virtud de la divinidad, las acciones humanas de Cristo fueron salvíficas para nosotros, produciendo en nosotros la gracia tanto por razón del mérito, como por una cierta eficacia’ (Tomás de Aquino, Suma Teológica III, q. 8, a.1, ad 1). Entre estas acciones los Evangelistas destacan las relativas al misterio pascual, pero tampoco olvidan subrayar la importancia del contacto físico con Jesús en orden a la curación (cf., p.e. Mc 1,41) y el influjo ejercido por él sobre Juan Bautista, cuando ambos estaban aún en el seno materno (cf. Lc 1,41-44). El testimonio apostólico no ha olvidado -como hemos visto- la narración del nacimiento de Jesús, la circuncisión, la presentación en el templo, la huida a Egipto y la vida oculta en Nazaret, por el “misterio” de gracia contenido en tales “gestos“, todos ellos salvíficos, al ser partícipes de la misma fuente de amor: la divinidad de Cristo. Si este amor se irradiaba a todos los hombres, a través de la humanidad de Cristo, los beneficiados en primer lugar eran ciertamente para: María, su madre, y su padre putativo, José, a quienes la voluntad divina había colocado en su estrecha intimidad» (RC, 27).

Durante los treinta años de convivencia con María, José fue el único que pudo reconocer y experimentar la presencia y sabiduría de Jesucristo como Dios y hombre. Como esposo de María y también como cabeza de la Sagrada familia, es él un digno y poderoso protector de la Iglesia, de todos los bautizados en estos difíciles tiempos. Pablo VI invitaba a invocarlo, “como protector con un profundo y actualísimo deseo de hacer florecer su terrena existencia (de la Iglesia) con genuinas virtudes evangélicas, como las que resplandecen en San José” (Discurso del 19 de marzo de 1969, en Insegnamenti, VII (1969), pág. 1269; RC, 30).

El papa Juan Pablo II expresa atinadamente: “recordando que Dios ha confiado los primeros misterios de la salvación de los hombres a la fiel custodia de San José, [la Iglesia] le pide que le conceda colaborar fielmente en la obra de la salvación, que le dé un corazón puro, como el de san José, que se entregó por entero a servir al Verbo Encarnado, y que “por el ejemplo y la intercesión de san José, servidor fiel y obediente, vivamos siempre consagrados en justicia y en santidad” (RC, 31).

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