Jacob engendró a José, el esposo de María de la que nació Jesús, llamado Cristo (Mt 1,16)
Dios confió al cuidado fiel de San José los misterios de la Redención del género humano, a Su Hijo primogénito y a la santísima Virgen y Madre de Dios (cfr. Oración colecta de la Misa de San José). Todo el plan redentor se funda en el misterio de la Encarnación: “Precisamente José de Nazaret ‘participó’ en este misterio como ninguna otra persona, a excepción de María, la Madre del Verbo Encarnado. Él participó en este misterio junto con ella, comprometido en la realidad del mismo hecho salvífico, siendo depositario del mismo amor, por cuyo poder el Eterno Padre nos ‘predestinó a ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo, conforme al beneplácito de su voluntad’ (Ef 1,5)” (Redemptoris Custos: RC, 1).
En la última carta circular meditábamos sobre la excelencia moral y las grandes virtudes de San José a la luz de su elocuente respuesta a Dios en medio de una gran prueba. La gracia de Dios lo movió a dar una respuesta sabia y perfecta a las palabras del ángel, que le había manifestado el plan oculto de Dios. Aunque San José, quien es considerado “Luz de los Patriarcas”, descuella realmente entre las grandes figuras de la historia de la salvación, sin embargo, la grandeza de su dignidad y de su misión, pasa muchas veces desapercibida, debido a su profunda humildad y silencio, que fueron interiores y sobrenaturales.
En esta carta circular, y apoyados en los escritos de algunos papas recientes, meditaremos sobre la dignidad de San José como esposo de María, según el plan de Dios. Para ello, nos remitiremos particularmente a la exhortación apostólica Redemptoris Custos, de Juan Pablo II, que trata sobre la figura y la misión de San José en la vida de Cristo y de la Iglesia. Un conocimiento más profundo de San José nos ayudará a amarlo y venerarlo más íntimamente y así realizar y conocer mejor nuestra propia identidad y vocación dentro del plan redentor (cfr. RC, 1).
I. La figura de San José en los Evangelios
“Antes de que comience a cumplirse ‘el misterio escondido desde siglos’ (Ef 3,9) los evangelios ponen ante nuestros ojos, la ‘imagen del esposo y de la esposa’. Según la costumbre del pueblo hebreo, el matrimonio se realizaba en dos etapas: primero se celebraba el matrimonio legal (verdadero matrimonio) y, sólo después de un cierto periodo, el esposo introducía en su casa a la esposa. Antes de vivir con María, José era, por tanto, su ‘esposo’, pero ‘María conservaba en su intimidad el deseo de entregarse a Dios de modo exclusivo’” (RC, 18).
Estos sucesos son narrados por san Mateo (1,18) y también por san Lucas (1,26-27). En ambos es un ángel quien transmite el mensaje. Ambos Evangelistas coinciden en tres puntos esenciales: en primer lugar, María ya estaba desposada con José; en segundo lugar, María era virgen; y en tercer lugar, había concebido virginalmente del Espíritu Santo.
Lucas nos presenta la misión del Ángel Gabriel, quien anuncia a María que concebirá al Hijo de Dios por virtud del Espíritu Santo (1,31-35). Mateo menciona este suceso en conexión con la prueba de José: “Su madre, María, estaba desposada con José y, antes de empezar a vivir juntos, se encontró encinta por obra del Espíritu Santo” (Mt 1,18). Precisamente la prueba a la que es sometido San José indica de manera enfática que José no era el padre biológico de Jesús.
Lucas, una vez más, destaca la condición peculiar y virginal del matrimonio de María y José, al transmitir la respuesta de la Santísima Virgen al mensaje de Gabriel, quien le anunciaba que concebiría un hijo. María respondió: ‘no conozco varón’. Si tenemos en cuenta que ya estaba desposada, su respuesta no era otra cosa que poner de manifiesto su decisión de permanecer virgen. Esta fue su firme intención antes y después de desposarse con José y antes de que el ángel Gabriel la visitase.
En ambos evangelios, el ángel que interviene les manda, primero a María, la madre, y luego a José, el ‘padre’, que el nombre que habrán de dar al hijo recién nacido será ‘Jesús’ (Lc 1,31; Mt 1,21). De esta manera, el mensajero de Dios reconoce y confirma respectivamente la dignidad y responsabilidad, tanto de María como también de José en relación con el Hijo que habrá de venir al mundo. El santo Padre lo expresa así: “El mensajero se dirige, por tanto, a José confiándole la tarea de un padre terreno respecto al Hijo de María” (RC, 3).
El paralelo entre ambos Evangelios, se extiende también a las cualidades morales de María y José. Así como María, llena de humilde obediencia, responde inmediatamente a las palabras del ángel Gabriel diciendo: ‘yo soy la sierva del Señor; hágase en mí según tu palabra’ (Lc 1,38), de igual manera, y lleno de dispuesta obediencia y dócil fe, responde José a las palabras que el ángel le había dirigido en sueños: ‘al despertar José del sueño…., tomó consigo a su mujer’ (Mt 1,24), “demostrando de tal modo una disponibilidad de voluntad, semejante a la de María, en orden a lo que Dios le pedía por medio de su mensajero” (RC, 3). Así pues, los evangelistas muestran que san José era un digno compañero para María en este misterio de la Redención.
I. El custodio de los misterios de Dios
Al recibir José a María en su casa, no sólo tomaba consigo a su esposa, sino también todo el misterio de su maternidad divina y a su divino Hijo (cfr. RC, 3). De esta manera José se ponía totalmente al servicio del plan del Padre y de la misión de Su Hijo encarnado. El papa Juan Pablo II destaca además el efecto que tuvo la aceptación de José, pues “respondió afirmativamente a la Palabra de Dios, cuando le fue transmitida en aquel momento decisivo… Se puede decir que lo que hizo José le unió en modo particularísimo a la fe de María. Aceptó como verdad proveniente de Dios lo que ella ya había aceptado en la anunciación” (RC, 4).
Por su perfecta obediencia en la fe “se convirtió en el depositario singular del misterio ‘escondido desde los siglos en Dios’ (Ef 3,9)” (RC, 5). Además, «José es junto con María, el primer depositario de este misterio divino. Con María -y también en relación con María- él participaba en esta fase culminante de la autorevelación de Dios en Cristo” (RC, 5). José no sólo participa de la fe de María; aún más, la apoya en esta fe que es el fundamento para la salvación del mundo y el fundamento para la Iglesia.
II. José, esposo y padre
Para poder expresarse acerca de la misión de san José en relación con Jesús, los idiomas modernos recurren a una cierta terminología que si bien expresan determinados aspectos de su misión, no logran expresar apropiadamente la plenitud de su dignidad. En español, por ejemplo, san José es llamado “padre putativo” (a quien le tenían por su padre), en alemán “Nährvater” (padre nutricio de Jesús), en inglés “foster father” (padre adoptivo de Jesús). El significado principal de estos términos es ciertamente correcto; sin embargo, tienen un matiz que induce fácilmente a debilitar la comprensión de la misión de José como padre, y a rebajarlo hasta convertirlo en una figura de “segundo grado” en el Evangelio.
Estas ideas parecen coincidir con las expresiones del papa Juan Pablo II: “Como se deduce de los textos evangélicos, el matrimonio con María es el fundamento jurídico de la paternidad de José. Es para asegurar la protección paterna a Jesús por lo que Dios elige a José como esposo de María” (RC, 7). Y el papa Juan Pablo, continuando con el desarrollo de su conclusión, agrega: “Se sigue de esto que la paternidad de José -una relación que lo sitúa lo más cerca posible de Jesús, término de toda elección y predestinación (cfr. Rom 8, 28s.)- pasa a través del matrimonio con María, es decir, a través de la familia” (RC, 7).
Antes de profundizar en la dignidad y el ser de su paternidad, es pertinente aludir a la particular santidad que el santo Padre le asigna a san José. A través de María, le viene a san José una predestinación y santidad que lo une a Jesús de una manera mucho más íntima que cualquier otra creatura. Sí, él supera en santidad hasta a los ángeles más elevados, los serafines. El santo Padre señala aquí, que la cercanía a Cristo es la medida para la santidad y la unión con Dios.
Dignidad y esencia de la paternidad de José
A esta elección divina, san José responde con una entrega incondicional. El papa Pablo VI describe su respuesta de la siguiente manera: “Su paternidad se expresa concretamente en que ‘hizo de su vida un sacrificio, un servicio a la Encarnación y la misión redentora vinculada a ésta; en que empleó la autoridad que legalmente le competía en relación con la Sagrada Familia al entregarse él mismo, su vida y su trabajo totalmente a ella; en que transformó su vocación humana al amor familiar en una ofrenda sobrenatural de sí mismo, de su corazón y de todas sus capacidades, en el amor que puso al servicio del Mesías que había brotado de su casa’” (RC, 8; cita de Pablo VI, alocución del 19 de marzo de 1966). “Mediante el ejercicio de su paternidad”, a través de casi treinta años, san José coopera “en el gran misterio de la redención y es verdaderamente ‘ministro de la salvación’ (S. Juan Crisóstomo)” (RC, 8).
San José cumplió su misión como padre de familia al participar del mismo amor que el Padre celestial tenía hacia Jesús (cfr. RC, 8). “Por don especial del cielo”, José sintió hacia Jesús “todo aquel amor natural, toda aquella afectuosa solicitud que el corazón de un padre pueda conocer” (Pío XII, Radiomensaje del 19 de febrero de 1958; citado en RC, 8). También Jesús cumplió con su misión y obligación filiales en la Sagrada Familia en relación con María y José: “De donde se seguía que el Verbo de Dios se sometiera a José, le obedeciera y le diera aquel honor y aquella reverencia que los hijos deben a su propio padre” (León XIII, Carta Encíclica Quamquam pluries del 15 de agosto de 1889; citada en RC, 8).
Los papas se refieren aquí a una auténtica obligación de honra de Jesús hacia José. Los fieles pueden comprender más fácilmente semejante afirmación en relación con María; sin embargo, surge la pregunta de si el vínculo matrimonial que unía a José y María constituye una explicación suficiente para semejante deber para con José. Continuemos, pues, con nuestras reflexiones.
José, el esposo de María
La solución a esta pregunta radica en la naturaleza del matrimonio como una alianza o contrato sagrado. El papa Juan Pablo II confirma enfáticamente que el matrimonio de María y José era un matrimonio verdadero: “Y también para la Iglesia, si es importante profesar la concepción virginal de Jesús, no lo es menos defender el matrimonio de María con José, porque jurídicamente depende de este matrimonio la paternidad de José” (RC, 7). “En la liturgia se celebra a María como ‘unida a José, el hombre justo, por un estrechísimo y virginal vínculo de amor’” (RC, 20, Collectio Missarum de Beata Maria Virgine, I, “Sancta Maria de Nazaret”, Praefatio).
Existe hoy en día la tendencia a considerar los aspectos legales como algo externo e insignificante. Si se aplicase semejante concepción al matrimonio, ello constituiría un gravísimo error respecto de la más íntima de todas las relaciones humanas, que según su ser se fundamenta mediante un vínculo, un contrato sagrado. Citando a san Agustín, el Santo Padre enumera las tres características esenciales de la alianza matrimonial: ‘indivisible unión espiritual’, ‘unión de los corazones’, ‘consentimiento’ (Contra Faustum, 23), “elementos que en aquel matrimonio se han manifestado de modo ejemplar” (RC, 7).
Así, su matrimonio constituye el fundamento querido por Dios para la eterna alianza en Cristo. La peculiar dignidad de san José, su paternidad y sus derechos frente a Jesús se desprenden todos de este matrimonio virginal con María. León XIII expresó de una manera sublime esta verdad: “Es cierto que la dignidad de Madre de Dios es tan elevada que nada puede existir más sublime; pero, porque entre la beatísima Virgen y José se estrechó un lazo conyugal, no hay duda de que a aquella altísima dignidad, por la que la Madre de Dios supera con mucho a todas las creaturas, él se acercó más que ningún otro. Ya que el matrimonio es el máximo consorcio y amistad -al que de por sí va unida la comunión de bienes- se sigue que, si Dios ha dado a José como esposo a la Virgen, se lo ha dado no sólo como compañero de vida, testigo de la virginidad y tutor de la honestidad, sino también para que participase, por medio del pacto conyugal, en la excelsa grandeza de ella” (Carta Encíclica, Quamquam pluries del 15 de agosto de 1889; citado en RC, 20).
María fue un regalo de Dios para José con miras a su santificación. Por la comunión de bienes propia del matrimonio, le fueron concedidas a José las más elevadas gracias de la santidad, pues su limpio corazón estaba totalmente abierto a participar de manera plena de las gracias de la Virgen María y a sacar provecho de ellas. En su matrimonio, José y María tenían -como leemos acerca de las primeras comunidades cristianas, y con mayor razón- un solo corazón y una sola alma (Hech 4,32). Por eso también el corazón de José, mediante esta unión espiritual, se hizo digno de ser ‘padre’ de Jesús. Su comunión en la gracia estaba relacionada con todas las gracias de María, pues éstas le fueron dadas precisamente con miras a la maternidad divina, maternidad que Dios le había concedido a ella precisamente en el contexto de su matrimonio con José.
En virtud del vínculo matrimonial que une a María con José, el hijo de María también es hijo de José: “A raíz de aquel matrimonio fiel ambos merecieron ser llamados padres de Cristo; no sólo aquella madre, sino también aquel padre, del mismo modo que era esposo de su madre, ambos por medio de la mente, no de la carne” (San Agustín, De nuptiis et concupiscentia, I. 11,12: PL 44,421; citado en RC, 7).
El papa Juan Pablo II explica: “La Familia de Nazaret, inserta directamente en el misterio de la encarnación, constituye un misterio especial. Y -al igual que en la encarnación- a este misterio pertenece también una verdadera paternidad: la forma humana de la familia del Hijo de Dios, verdadera familia humana formada por el misterio divino. En esta familia José es el padre: no es la suya una paternidad derivada de la generación; y, sin embargo, no es ‘aparente’ o solamente ‘sustitutiva’, sino que posee plenamente la autenticidad de la paternidad humana y de la misión paterna en la familia. En ello está contenida una consecuencia de la unión hipostática: la humanidad asumida en la unidad de la Persona Divina del Verbo-Hijo, Jesucristo. Junto con la asunción de la humanidad, en Cristo está también ‘asumido’ todo lo que es humano, en particular, la familia, como primera dimensión de su existencia en la tierra. En este contexto está también ‘asumida’ la paternidad humana de José” (RC, 21).
De ahí que las palabras de María a Jesús, cuando lo hallaron en el templo, están plenamente justificadas: “Hijo… tu padre y yo, angustiados, te andábamos buscando” (Lc 2,48).
No hay palabras que puedan reproducir ni aproximarse a la profunda intimidad y unión de los corazones que reinaban en la Sagrada Familia. ¡Qué ternura no habría en la voz y en la mirada de Jesús cuando Él le decía “madre” a María y “padre” a José! ¡Qué inmensa no sería la belleza del alma y del rostro de este hombre, en el que el Hijo contemplaba la imagen humana de Su eterno Padre! ¡Qué dicha no sentirían José y María, cuando miraban a Jesús y le decían ‘hijo’ al Hijo de Dios!
La influencia de José sobre Jesús
En su paternidad, José ejerció una gran influencia en el crecimiento y madurez espiritual de Jesús. ¿Acaso no leemos que “Jesús progresaba en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres” (Lc 2,52)? La unión de corazones dentro de la Sagrada Familia, marcó profundamente a Jesús en el desarrollo de su carácter humano. Hace parte del misterio de la encarnación el que éste se haya desarrollado en una época determinada, en una situación geográfica determinada y en una cultura, un idioma y una familia específicos. Él, que fue considerado una vez como el “hijo del carpintero”, fue muy influenciado por José. Por ello Jesús no es sólo la imagen de Su eterno Padre, sino también, por así decir, la imagen de su padre, san José, al hacer propios su trabajo manual y sus cualidades humanas. Es en esta línea que el santo Padre reflexiona, cuando dice: “Puesto que el amor ‘paterno’ de José no podía dejar de influir en el amor ‘filial’ de Jesús y, viceversa, el amor ‘filial’ de Jesús no podía dejar de influir en el amor ‘paterno’ de José, ¿cómo adentrarnos en la profundidad de esta relación singularísima?” (RC, 27), una relación que ciertamente reflejaba, en el orden divino, la relación de Jesús con Su Padre celestial.
La influencia de José sobre María
Teniendo en cuenta la mutua influencia que había entre José y Jesús en su amorosa relación, es evidente la conclusión de que lo mismo podría decirse de José y María. Así pues, no era sólo José quien se enriquecía y beneficiaba gracias a su matrimonio con la santísima Virgen, también María salía favorecida por esta relación. No podía ser de otra manera, pues su matrimonio incorporó de una manera completamente extraordinaria la “indivisible unión espiritual”, la “unión de los corazones”, y el “consentimiento” (RC, 7; Summa Theol., q. 29, a. 2 in conclus.). En su alianza matrimonial ellos eran “un solo corazón y una sola alma”, se alegraban de una perfectísima “comunión de bienes”, con la cual se enriquecían mutuamente tanto en los aspectos humanos como de la gracia. Así pues, no sólo José recibía de María, sino también la santísima Virgen era profundamente enriquecida y marcada por los dones que recibía de san José, su esposo. El amor de María santísima, sus virtudes, su corazón inmaculado fueron exaltados y embellecidos aún más por la santa hombría y el amor de José.
Estos dones de José estaban determinados de esta manera por la providencia de Dios y contribuyeron a la perfección humana y espiritual de la santísima Virgen y Madre de Dios. Ciertamente, la Encarnación sólo podía efectuarse de manera digna y justa en el ámbito de un matrimonio, en el seno de una familia, puesto que esta constituye una parte esencial de la vida humana. “El Salvador ha iniciado la obra de la salvación con esta unión virginal y santa, en la que se manifiesta su omnipotente voluntad de purificar y santificar la familia, santuario de amor y cuna de la vida” (Pablo VI, alocución del 4 de mayo de 1970; citado en RC, 7).
Como pudimos ver, María ya se encontraba desposada con José. Por eso el ángel Gabriel no llevó el mensaje simplemente a una virgen, él vino donde María, siendo ésta la esposa virginal de José. Y puesto que era su mujer, el niño concebido virginalmente en su seno por el Espíritu Santo se convirtió también -en ese mismo momento y en virtud del vínculo matrimonial- en hijo de José.
Si pensamos acerca de esto tomaremos conciencia que también nosotros “nos encontramos” con María y José en los Evangelios y los conocemos como personas que ya están unidas por el vínculo matrimonial y se enriquecen mutuamente. Si bien es cierto que la santificación de José no se podía separar de su participación en la incomparable elección de María, ello no disminuía, de manera alguna, su gran aporte humano y espiritual a María. Aunque Eva había salido de la costilla del costado de Adán, ella, sin embargo, constituía para Adán una ayuda esencial en su misión de padre de la humanidad. De manera semejante y aún más excelsa se encontraban mutuamente unidos María y José; ellos eran, por así decir, un solo corazón al recibir la Palabra de Dios encarnada. “San José ha sido llamado por Dios para servir directamente a la persona y a la misión de Jesús mediante el ejercicio de su paternidad; de este modo él coopera en la plenitud de los tiempos en el gran misterio de la redención y es verdaderamente ‘ministro de salvación’” (cfr. San Juan Crisóstomo, In Matth. Hom. V, 3; citado en RC, 8).
La misión de José en relación con el Cuerpo Místico de Cristo
Su misión como cabeza de la Sagrada Familia, su verdadera paternidad humana en relación con Jesucristo, el Hijo de Dios, se extiende todo el Cuerpo Místico de Cristo. Su unión matrimonial con María en su maternidad divina le hace alcanzar, en el orden de la gracia, una participación análoga en la maternidad que ella ejerce sobre la Iglesia. Puesto que María es nuestra madre espiritual, y puesto que nuestra filiación espiritual constituye una participación en la filiación de Cristo, de ahí se deduce que san José, en un cierto sentido espiritual, es también nuestro padre. Por eso la Iglesia lo venera como su patrono universal e invoca su amor y cuidado paternales.
“Ya hace cien años el Papa Léon XIII exhortaba al mundo católico a orar para obtener la protección de san José, patrono de toda la Iglesia” y “se refería a aquel ‘amor paterno’ que José ‘profesaba al niño Jesús’; a él, ‘próvido custodio de la Sagrada Familia’ recomendaba la ‘heredad que Jesucristo conquistó con su sangre’. Desde entonces la Iglesia -como he recordado al comienzo- implora la protección de san José en virtud de ‘aquel sagrado vínculo que lo une a la Inmaculada Virgen María’, y le encomienda todas sus preocupaciones y los peligros que amenazan a la familia humana.
Aún hoy tenemos muchos motivos para orar con las misma palabras de León XIII: ‘Aleja de nosotros, oh padre amantísimo, este flagelo de errores y vicios… Asístenos propicio desde el cielo en esta lucha contra el poder de las tinieblas…; y como en otro tiempo libraste de la muerte la vida amenazada del niño Jesús, así ahora defiende a la santa Iglesia de Dios de las hostiles insidias y de toda adversidad’” (León XIII, “Oratio ad Sanctum Iosephum”; citada en RC, 31).