¡La pobreza que nos trae alegría!

La fiesta del amor de Dios Padre por la humanidad se acerca, y nuestros corazones sienten cada vez más fuerte el llamado al «Gaudete», «¡Alégrate en el Señor!» Es la fiesta del amor dado por el Padre celestial, lo más grande que nos pudo dar, a Su propio Hijo. Y ese DIVINO HIJO, que se sienta eternamente en el Trono junto al Padre y al Espíritu Santo, se vació de Su gloria y esplendor y se hizo pequeño, tan pequeño como uno puede llegar a ser, «un Niño envuelto en pañales y acostado sobre un pesebre» (Lc 2,12). «Era rico y, sin embargo, se hizo pobre para enriquecernos a través de su pobreza» (2 Cor 8,9). Esta fiesta del amor generoso del Padre, solo puede ser respondida, entregando nuestros corazones al Señor, dándonos a nosotros mismos. Así también, nosotros  queremos hacernos pequeños como niños, pobres, despreocupados, queriendo sólo una cosa: ¡Dios! poseyendo sólo una cosa: ¡Dios! Porque la Navidad es la solemnidad de la primera de las ocho Bienaventuranzas que Nuestro Señor predicó en la cima del monte: «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de Dios» (Mt 5,3).

Pobreza y santo Temor: existiendo sólo para Dios

En esta bienaventuranza, Jesús indica lo primero y más importante para el hombre: vaciarse de sí mismo, hacerse pobre, para Dios, para que Dios pueda convertirse en lo Único y en el Todo para él. “Busca primero el Reino de Dios…” (Mt 6,33). «Vende todo lo que tienes y luego ven…» (Lc 18,22). ¿Pero no es esta pobreza radical sólo para religiosos? ¿Cómo puedo yo, padre de familia, madre de niños pequeños, persona de negocios que vive en el mundo con cuentas por pagar, cuidados y obligaciones, vivir la pobreza? Vivir un voto de pobreza, de renuncia completa a los bienes de este mundo, es sólo para aquellos que están llamados a cumplir  una misión especial por el bien de la Iglesia. Pero la bienaventuranza la pobreza de espíritu, vivida en concordancia con el estado de cada uno en la vida, es el camino hacia la santidad y el favor Divino  para todos los cristianos. ¡Esta pobreza no es un llamado a la miseria y la necesidad, sino un llamado a tener un corazón de niños y a la plenitud de la alegría! ¡Gaudete!

Cuando María recibió por primera vez el mensaje del Ángel Gabriel, supo que no debía hablar de esta gracia a nadie, ni a San José, ni siquiera a su madre o padre. La gente comenzó a hablar, a sospechar algo; aun así, ella permaneció en silencio. Ella sola soportó el peso de este misterio de la intervención radical de Dios en la historia del hombre, buscando fuerza solo en Dios a través de la oración.

Solo DIOS es el apoyo definitivo. MARÍA tiene que dejarlo todo atrás; ella ahora pertenece exclusivamente a Dios y a Su voluntad, que se convierten en su tarea. Así como el Temor del Señor crece poderosamente en ella, también crece una unión  profunda con el Dios Oculto, Quien a pesar de todo Su amor, se esconde también de ella, por así decirlo, exigiéndole pura Fortaleza. Qué difícil es no ser capaz de callar, de aclarar en pocas palabras los susurros que surgen, las breves y discretas miradas. La voluntad de Dios exige lo absoluto. (Madre Gabriele, Vía Crucis, La Carga de Dios)

El temor de María al Señor, su amorosa e inocente reverencia por el Padre, la ayudó a permanecer fiel al silencio que Dios le impuso, a pesar de que bajo la ley podría haber sido condenada. Este santo Temor del Señor es una parte integral de la pobreza.

Porque la pobreza de espíritu se basa en el reconocimiento de nuestra condición de criaturas. Se basa en la aceptación de que no nos pertenecemos, sino que vivimos en dependencia de un Creador amoroso que nos hizo para Él. Si creemos firmemente que DIOS ‘ES’, que Él, que no necesita de las creaturas, nos creó únicamente para compartir Su amor, Su alegría, Su felicidad con nosotros, entonces nuestra única respuesta puede ser una sumisión amorosa y filial a todo eso que Él quiere para nosotros, en un amoroso Temor del Señor. Esta fe y reverencia amorosa nos hará humildes, pobres de espíritu. Porque la verdadera fe en Dios es entrar en una relación con Él, reconociendo nuestros límites, debilidad y necesidad, y depositando nuestra confianza en Él. “Los pobres en espíritu son aquellos que mantienen sus ojos en Dios y sus corazones abiertos a sus obras divinas. …Están cerca de Dios, listos para escuchar su voz y cantar sus alabanzas” (Juan Pablo II, Homilía, 18 de febrero de 1981). “Debemos tener el corazón de los pequeños, de los ‘pobres en espíritu’ para reconocer que no somos autosuficientes, que no podemos construir nuestras vidas por nuestra cuenta, sino que necesitamos a Dios, que necesitamos encontrarlo a Él, escucharlo, hablarle” (Benedicto XVI, Audiencia, 7 de diciembre de 2011).

Pobreza y disposición para servir

La pobreza de espíritu es el «ECCE» de María, quien desde el momento de su concepción nunca apartó su rostro del Señor. Ella es la toda pura, quien dijo «sí» a todo lo que Dios estaba haciendo en ella y a través de ella. Ella estaba vacía, una hoja en blanco, para recibir todo de Dios, para ser llenada con Dios. Mientras viajaba laboriosamente de Nazaret a Belén, cargando con el Niño, no murmuraba contra Dios ni contra aquellos que pedían este sacrificio. Ella fijó sus ojos en el Señor, en su misteriosa voluntad.

El camino es arduo y largo. Muchas carretas y grupos de personas están en marcha. A menudo empujan a la sagrada pareja fuera del camino. San José hace desvíos, duermen a la intemperie. María sufre de frío, José le da todo aquello de lo que puede prescindir. La expiación por todo desenfreno, todo desorden, por toda impureza, tiene que enderezar el camino para la venida del Redentor, tiene que llenar cada hoyo, grieta y hendidura. (Madre Gabriele, La carga de Dios)

María viajó aceptando la Cruz, con el corazón puesto en su preparación para este gran evento, la llegada del Redentor, sin mirar ni a la izquierda ni a la derecha, en silencio, amando interiormente. ¡Por su ECCE, ella se convirtió en la puerta a través de la cual el HIJO podía entrar al mundo y traer las aguas de la gracia y la salvación para todos! Ella es nuestro modelo, nuestra luz y guía en el camino de la santa pobreza del espíritu.

Inmediatamente después de la Anunciación, María es llamada a ayudar a su prima Isabel, que está embarazada en su vejez. A José no le es permitido  acompañarla; ella debe ir con extraños. Pero María no está a merced de los extraños; los ángeles la acompañan. Ninguna mirada, ningún obstáculo se le atraviesa durante este viaje para ver a su prima Isabel. María, como si fuera a una cita médica, lleva al Hijo de Dios, a visitar al siervo de Dios, a su precursor. Y Juan, aún no nacido, se levanta y profesa su «¡Adsum, Domine!» María lleva al Señor; Isabel al siervo. Sin embargo, María ha venido a servir como una criada (Madre Gabriele, La carga de Dios).

Al igual que María, el ángel también es un guía para nosotros en el camino de la santa pobreza. Él «contempla continuamente el rostro de nuestro Padre celestial» (cf. Mt 14, 10) en la gloria de la visión beatífica; a partir de ahí, él lee la voluntad de Dios para servirle:

«¿No son todos ellos, espíritus al servicio de Dios, enviados en ayuda de los que van a heredar la salvación?» (Heb 1,14). Por lo tanto, el Ángel se abaja hasta nuestras profundidades, para colocarse junto al hombre, para luego elevarlo y llevarlo a Dios. Él sirve en lo oculto, sin buscar  agradecimiento, no busca nada para sí mismo sino la alegría de servir a su Señor. Él sirve con amor. Ningún abismo del alma es demasiado profundo para él, incluso cuando pecamos, el Ángel no nos abandona, sino que implora por nosotros, nos advierte y nos amonesta. Cuando nos cerramos al Ángel por el debilitamiento de nuestra conciencia, él aún nos espera, intercediendo continuamente por nosotros ante el trono del Padre.

Pecado y egoísmo

El pecado es el que distorsiona nuestra relación filial con el Padre y nos hace encerrarnos en nosotros mismos, en nuestra autosuficiencia, orgullo y codicia. En la autosuficiencia – «serás como Dios», que es la provocación del tentador – tomamos nuestras vidas en nuestras propias manos, tenemos nuestros propios planes, confiamos en nuestras propias fuerzas. Así, el hombre desecha a Dios y se coloca a sí mismo en el trono de su propio corazón. Cuando estamos vacíos de Dios, buscamos llenar este santuario con todo tipo de deseos y apegos. Nuestros pensamientos y objetivos están ordenados solo para este mundo. Esto también afecta la relación con el prójimo. Nuestro vecino ya no es nuestro hermano, sino un rival por los bienes y ambiciones de esta vida. Perdemos esa inocencia y simplicidad, la alegría despreocupada en Dios y en nuestro prójimo. María y José también encontraron este pecado cuando llegaron a Belén.

Las puertas están cerradas. Aquí habita la avaricia, allí habita la envidia, en todas partes habita el egoísmo. Una mujer a punto de dar a luz es considerada impura por los judíos. El lugar y los habitantes tendrían que someterse a la purificación. Esto es demasiado problema, nadie está dispuesto a hacerlo. Lo comentan directamente en la cara de María; ¿Es ella acaso una extranjera que no sabe esto? ¿Por qué ella no preparó ninguna provisión? Le dicen que sería mejor salir de los muros de la ciudad y no molestar a nadie. La casa de David ya no goza de ninguna estima en estos días. El oro y las posiciones de honor son altamente apreciados. De esta forma José y María se van. (Madre Gabriele, La carga de Dios). La pareja más sagrada debe encontrar un establo pobre para dar a luz al Rey de reyes.

A medida que nos acercamos a este gran misterio del pobre y simple Niño en el pesebre de Belén, también queremos crecer en el carácter interior de Jesús y María, de José y los santos Ángeles. Qué gran pobreza material reside en el humilde establo, sin embargo es precisamente aquí en donde reina la paz, el silencio y la alegría. El corazón de la Madre dice ‘sí’ al frío, a ser rechazada en la posada, a la humillación de dar a luz como una paria. Pero Ella ve más allá de las incomodidades y de las inclemencias de la naturaleza, sólo mira la voluntad del Padre, la guía del Ángel. Ella es el reflejo puro y sencillo de la esencia simple de Dios. Ella está lista para renunciar, para sacrificarse, y es en ello en donde encuentra la paz y el descanso en Dios. Ella solo quiere estar en donde Dios quiere que esté, hacer lo que Él quiera, sufrir lo que Él le permita sufrir. En silencio, ella lo soporta todo, lo acepta todo, lo da todo por amor. Y de esta manera, ella está llena de TODO, solo Dios, ¡qué alegría!

Santo desapego y sencilla confianza: Sabiduría sobrenatural

Y este es el primer paso hacia la pobreza de espíritu: el desapego. Desapego de las cosas de este mundo, de la ambición excesiva, del gasto desmedido, de todos los «extras» que podamos desear, incluso de todas nuestras incertidumbres y preocupaciones. “¿Cómo puedes recibir a Dios en tu ser  si ya lo has llenado de deseos, apegos y preocupaciones? Debes renunciar a todo y considerarlo nada si quieres poseer y ver a Dios. Sobre todo, debes renunciar a ti mismo” (Madre Gabriele, Lecturas del año). Esta renuncia de uno mismo, significa abandonar nuestra propia voluntad «de hierro», nuestros propios planes y ambiciones, incluso de nuestra propia opinión por el bien de los demás, por el bien de la paz. Creemos que tenemos que luchar por nuestros derechos, por nuestra opinión, pero Dios solo quiere nuestra rendición. Él quiere que dejemos nuestras preocupaciones en sus manos, que le confiemos a Él nuestras vidas, nuestros hijos, nuestras necesidades y preocupaciones, incluso nuestras pequeñas alegrías y comodidades. Él quiere que estemos libres de ansiedad, que dejemos que Él nos cuide. ¿Puede un padre olvidar a su hijo? Cuando nos soltemos y confiemos en Dios, descubriremos que estamos muy cerca de Jesús, que Él habita en nuestros corazones y nos llena de Su plenitud. ¡Y así estaremos llenos de gratitud y amor!

En este desapego, encontraremos la libertad del ser y de todas las fuerzas de la naturaleza. Por supuesto, aún sentiremos el conflicto y las tensiones dentro de nosotros mismos (somos de carne y hueso, luchando con los efectos del pecado original, no somos ángeles), pero en la oración y por la gracia de Dios podemos aprender a renunciar a nosotros mismos. Nos volveremos más generosos, listos para dar. El venerable arzobispo Fulton Sheen era un hombre muy rico por sus apariciones en radio y televisión. Sin embargo, no estaba apegado a su riqueza como puede verse por su generosidad. Dio $10 millones a las misiones con sus propias ganancias, y se decía que cada vez que un mendigo se acercaba a él en la calle, abría su billetera y vaciaba libremente todo su contenido, incluso si era un billete de $100. Esta pobreza de espíritu se reflejó en su alegría y humor siempre sencillos, y en su amorosa compasión por los demás, especialmente por los pobres. Fue un hombre que vivió su amor por Jesús con toda simplicidad y caridad hacia su prójimo. De una manera muy escondida, humilde y simple, él alcanzó una gran unión con Dios y está en su camino a la beatificación.

Sin embargo, desapegarse de uno mismo y de las posesiones no es fácil a menos que encontremos nuestra ancla en algo más grande. El corazón humano tiene un anhelo natural por lo eterno, pero cuanto más se sumerge en las cosas de este mundo, más se da cuenta que ¡aún no es suficiente! Como escribe San Agustín, «¡Oh Señor, mi corazón está inquieto, hasta que descanse en Ti!» El corazón del hombre puede encontrar satisfacción sólo en Dios: ¡SOLI DEO! Si buscamos llenarlo con otras cosas, solo servirá para evitar que encontremos a Dios en nuestro interior. ¡Por lo tanto, queremos vaciarnos de nosotros mismos, volver a lo único necesario! ¡Mirando a Jesús, aprenderemos a liberarnos de tantos cuidados que nos atan a la tierra!

Incluso fuera de nuestro tiempo de oración, si nos volvemos a Dios y nos confiamos a Él, a Jesús, a nuestra Santísima Madre, muchas veces durante el día, en cada prueba, en cada momento de tranquilidad, encontraremos descanso en Él; aquí encontraremos paz de corazón, tranquilidad y sabiduría eterna. Esta sabiduría está por encima de las cosas de este mundo, toda su mezquindad y estrechez, todo celo y ambición, todo deseo de poseer. Esta sabiduría sólo busca a Dios y su voluntad. Además, cuando obtenemos esta sabiduría, ella fluirá hacia los demás, consolándolos, aconsejándolos, elevándolos, mostrando el camino a Dios, en toda simplicidad, mostrando el camino en silencio y sin pretensiones con nuestro ejemplo. Incluso cuando luchamos con las pruebas y la Cruz, este desapego que se encuentra en la oración, nos permitirá continuar con paz y tranquilidad de corazón, sabiendo que Dios se preocupa por nosotros. Como escribe el Papa Benedicto XVI, «La oración nos abre a recibir el don de Dios, Su sabiduría, que es Jesús mismo, para cumplir la voluntad del Padre en nuestras vidas y así encontrar descanso en las dificultades de nuestro camino» (Audiencia, 7 de diciembre de 2011).

Pobreza y servicio

Otra forma de crecer en la pobreza de espíritu es ser sensible a las necesidades de quienes nos rodean, preocuparnos por los pobres y los necesitados. En una palabra, como el Ángel, queremos ofrecer nuestro servicio por amor a Dios. ¿Hay algún ministerio parroquial en el cual deseo participar, un comedor de beneficencia o un viaje misionero o rezar por los no nacidos ante una clínica abortista? ¿Tengo niños pequeños en casa y no tengo tiempo? ¿Qué tal llevar a toda la familia (e invitar a algunos amigos) a visitar un hogar de ancianos durante las vacaciones de Navidad? ¡Oh, cómo los ancianos aman a los niños y jóvenes! ¡Qué alegría podemos dar y cuánta más alegría recibiremos! Al mismo tiempo, les daremos a nuestros hijos una maravillosa lección para la vida: la caridad activa. La pobreza de espíritu es sensible a las necesidades de quienes nos rodean. Aprendiendo a ayudar en todas partes donde vemos una necesidad con toda simplicidad y disponibilidad, seguiremos el ejemplo del Ángel en su «servicio de Ángel Guardián».

También hay otra forma de servicio en la que todos pueden echar una mano, una necesidad urgente a la que Nuestra Señora nos llamó en Fátima: oración y penitencia, sacrificio y expiación. El mundo ha perdido de vista a Dios y excava cada vez más en la oscuridad y el egoísmo, la división y la decadencia; incluso en la Iglesia vemos signos de confusión espiritual y desunión. El maligno está activo en todas partes. Aquí el Rosario, la oración de intercesión y el sacrificio, dan grandes frutos. No son los grandes del mundo los que cambian el curso de la historia, sino los pequeños, los ocultos, los anawim «los pobres de Dios», que luchan con las armas de la humildad, la pobreza y la gran confianza en Dios. En su comentario sobre el Salmo 149, el Papa San Juan Pablo el Grande escribe: cuando los «pobres» se ponen de parte de Dios para luchar contra el mal, por sí mismos, no tienen la fuerza suficiente, ni los medios, ni las estrategias necesarias para oponerse a la irrupción del mal. Sin embargo, el salmista no admite dudas: «El Señor ama a su pueblo y adorna con la victoria a los humildes (anawim)» (v. 4). Lo que San Pablo dice a los corintios completa la imagen: ‘Dios escogió lo que es humilde y despreciado en este mundo, incluso lo que es nada, para reducir a la nada lo que es’ (1Cor 1,28)» (Audiencia, 23 de mayo de 2001). Al igual que San Miguel, cuanto más nos vaciemos de nosotros mismos y vivamos sólo para Dios, más eficaces serán nuestras oraciones y sacrificios. Dios mismo será nuestro poder victorioso en las pruebas y batallas de esta vida.

Mirando continuamente a Dios, creceremos magnánimos en nuestra oración intercesora, extendiéndola no únicamente a las necesidades de aquellos a quienes amamos. Intercederemos por el mundo, por la Iglesia, por los sacerdotes en crisis. Mientras tanto, en ningún momento debemos considerarnos mejores que los demás. Somos pecadores ayudando a pecadores, apoyando y ayudando al otro a levantarse, para que juntos podamos conquistar al enemigo y juntos podamos regresar a la casa con Dios. Nuestra Madre Gabriele escribe: “Dios no te ha puesto por encima de tu prójimo, para que, como los fariseos, juzgues sobre él. Él te ha puesto debajo de tu prójimo, si quieres alcanzar la santa pobreza, para que puedas cargarlo y llevarlo con amor y ayudarlo en el camino del amor. ¡Solo el amor conduce al Corazón de DIOS!” (Vía Crucis, la Pobreza).

La única cosa necesaria: el amor

La pobreza de espíritu es un reflejo de la simple esencia de Dios. A través de la pobreza, nos volveremos claros, simples, decididos, buscando sólo una cosa esencial, el amor. Jesús resumió toda la ley y los profetas en dos simples declaraciones: «Amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas». Este es el más grande y el primer mandamiento. Y el segundo es: ‘Amarás a tu prójimo como a ti mismo’” (Mt 22, 37-39). Si somos verdaderamente pobres en espíritu, este será nuestro gran objetivo en la vida y todo lo demás será innecesario. Jesús vivió esta pobreza desde el pesebre hasta su muerte en la cruz en absoluto abandono, privado de todo consuelo humano y divino, por amor. “La santa pobreza no quiere nada más, solo a ÉL; y por esto debes ser firme. Debes perdonar como lo hace ÉL; debes interceder como lo hace ÉL, debes tener sed de la forma en que ÉL la tiene” (Madre Gabriele, Vía Crucis de la Pobreza). ¡Qué pobre se hizo Jesús por nuestro bien, por amor al Padre, para redimirnos! Nosotros también queremos llegar a ser pobres por amor a Él, para liberar, por Él, los corazones de los hombres para Dios.

Mientras en esta Navidad nos arrodillemos ante el pesebre y reflexionemos sobre la pobreza de María y José, y el amor del Divino Niño envuelto en pañales, aprenderemos a evaluar todas las cosas desde esta nueva perspectiva. En lugar de: «Quiero esto», preguntaremos: «¿Qué quieres, Señor?» En lugar de: «Me gustaría tener eso», preguntaremos: «¿Qué quieres de mí, Señor?» En lugar de desear algo, nuestro Ángel nos enseñará la alegría de la renuncia. En lugar de desear posesiones, el Ángel nos enseñará a sacrificarnos por amor. Por lo tanto, en la Noche Santa nos pararemos en las filas de los pobres pastores, sosteniendo un corderito en nuestras manos, temblando de frío y alegría, ya que pronto se nos permitirá arrodillarnos ante el Señor del Universo, rodeados de la gloria de los Ángeles, y seremos llenados con la alegría y el amor de María y José: ¡un NIÑO ha nacido por nosotros!