La Fuerza de Dios

En las últimas décadas, hemos sido testigos de una lucha cultural cada vez mayor entre el bien y el mal. El terrorismo, la lucha por la libertad religiosa, la lucha contra el aborto, la eutanasia y el suicidio asistido, junto con la gran confusión en torno a la definición del matrimonio, la sexualidad y la vida familiar, éstas son las graves preocupaciones de la Iglesia y la sociedad de hoy. En cada época, Dios ha levantado a personas santas para que sean una luz para el mundo en tiempos de oscuridad, persecución o confusión espiritual. En nuestros tiempos, Dios ha suscitado a santos como el Papa Juan Pablo II el grande y la Madre Teresa de Calcuta y a otros muchos santos y mártires a lo largo de la historia, que han mostrado una gran fortaleza en su lucha contra el mal, a veces incluso hasta el punto de dar sus vidas. Pero los santos no nacen santos. Al igual que nosotros, ellos tuvieron que luchar con los desafíos diarios y soportar el peso de la Cruz con coraje, prudencia y fortaleza. Lo que marca la diferencia es cómo enfrentaron estos desafíos y de dónde sacaron su fuerza.  

En lugar de buscar fortaleza y coraje frente a los desafíos de la vida, en cursos de autoayuda, distracciones mundanas o incluso en el alcohol o las drogas, etc., los santos confiaron y encontraron su ayuda en Dios. “Dichosos los que encuentran en Ti su fuerza… caminan de altura en altura… Porque el Señor es sol y escudo, Él da la gracia y la gloria, el Señor no niega sus bienes a los de conducta intachable. ¡Señor de los ejércitos, dichoso el hombre que confía en Ti!” (Sal 84, 5-12).

En el Antiguo Testamento encontramos muchos ejemplos de aquellos que derrotaron al enemigo en condiciones imposibles, únicamente por la fuerza de Dios. Piensen en David, quien antes de matar al gigante Goliat le dijo: “Vienes a mí con espada, lanza y jabalina; pero yo vengo a ti en el nombre del Señor de los ejércitos, el Dios de los ejércitos de Israel, a quien has desafiado. Este mismo día, el Señor te entregará en mis manos, y yo te golpearé y te cortaré la cabeza… para que toda la tierra sepa que hay un Dios en Israel, y que toda esta asamblea sepa que el Señor no salva por la espada y la lanza; porque la batalla es del Señor y Él te entregará en nuestras manos» (1 Sam 17, 45-47).  

Nuevamente, el Señor envió a casa a todos menos a 300 soldados del ejército de Gedeón, que originalmente contaba con 32,000 hombres para vencer a una innumerable hueste de madianitas. el Señor dijo a Gedeón: “La gente que te acompaña es demasiado numerosa para que yo ponga a Madián en sus manos. No quiero que Israel se gloríe a expensas mías, diciendo: ‘Es mi mano la que me salvó’” (Jue 7,2). Judith, que cortó la cabeza de Holofernes, dio testimonio de su propia debilidad y de la fuerza de Dios obrando a través de ella diciendo: «El Señor lo ha derribado por la mano de una mujer» (Jud 13,15). Estos son sólo algunos ejemplos encontrados en las Escrituras. Sin embargo, en el inicio de los tiempos, mucho antes de cualquiera de estos eventos del Antiguo Testamento, cuando Dios creó a los Ángeles, vemos a San Miguel, un Ángel de uno de los coros más bajos, derrotar al más alto de todos los Ángeles, a Lucifer, el «portador de la luz», y expulsarle del cielo a él y a sus legiones, ¡por la fuerza de Dios!   

Entonces se libró una batalla en el cielo: Miguel y sus ángeles combatieron contra el Dragón, y este contraatacó con sus ángeles, pero fueron vencidos y expulsados del cielo. Y así fue precipitado el enorme Dragón, la antigua Serpiente, llamada Diablo o Satanás, y el padre de la mentira del mundo entero, fue arrojado sobre la tierra con todos sus ángeles. Y escuché una voz potente que resonó en el cielo: “Ya llegó la salvación, el poder y el Reino de nuestro Dios y la soberanía de su Mesías, porque ha sido precipitado el acusador de nuestros hermanos… Ellos mismos lo han vencido, gracias a la sangre del Cordero y al testimonio que dieron de él, porque despreciaron su vida hasta la muerte.” (Ap 12,7-11).

En todos estos casos, vemos cómo los siervos del Señor, que estaban comprometidos en servir a DIOS y no a sí mismos, recibieron la fuerza de la victoria del Señor.

Como católicos, nosotros también debemos vestirnos de valentía, es decir, con la fuerza que proviene de Dios, para participar en la guerra espiritual de nuestros días. «Porque nuestra lucha no es contra enemigos de carne y sangre, sino contra los Principados, contra las Potestades, contra los poderes oscuros del mundo actual, contra los espíritus del mal en las regiones celestiales» (Ef 6,12). En otras palabras, dice San Pablo, estamos luchando no sólo contra los hombres, sino también contra los poderes angélicos caídos. Por esta razón, es imperativo en nuestros tiempos, tomar la mano de los santos ángeles y trabajar con ellos en la batalla por el Reino de Dios.   

El llamado de DIOS a luchar al lado de los santos Ángeles contra el maligno y sus cómplices, es para nosotros un llamado de atención y una advertencia. El maligno no duerme. Por lo tanto, nosotros tampoco podemos dormir ni malgastar el tiempo. Todo aquel que haya escuchado el llamado de atención del Ángel en su corazón necesita agarrarse de la mano de su compañero celestial, y su Ángel lo colocará en el lugar adecuado y en la tarea correcta. Cada uno desde su propio lugar, viviendo primero los deberes de su estado en la vida y unido con los santos Ángeles, puede participar en esta gran obra para el Reino de Dios.

Por lo tanto, el campo de batalla ya está establecido, uno se encuentra firme aquí y otro allá. Aunque puedan estar lejos, están unidos espiritualmente a través del Señor en el Sagrario. El Tabernáculo siempre debe ser nuestro centro. A partir de aquí, los Ángeles avanzan con sus protegidos al trabajo diario y ocupaciones. A este centro, María trae a las almas que buscan ayuda. Aquí la intercesión, las oraciones y peticiones se transforman en la ayuda real de DIOS. Pues DIOS es siempre el centro: ÉL, Su Cruz, Su Sangre, Su amor.

Durante años, hemos sentido la mano de nuestro buen ángel con la nuestra. ¿No lo sientes? Entonces debes volverte más simple, debes aprender a escuchar aún más intensamente, a obedecer y guardar silencio interior y exterior. Entonces el Ángel invisible se convertirá para ti en una realidad. A través de la oración y la lectura espiritual, queremos encontrar al Ángel de Dios y con él tomar el camino correcto, aunque sea empinado, y dar lo mejor hasta lo último,  para la gloria de Dios y la salvación de las almas. Nuestra Señora dijo a los niños en Fátima: «¡Muchos van al infierno porque no hay nadie que rece o se sacrifique por ellos!» Queremos responder al llamado de Nuestra Señora, aprovechando la luz y la ayuda de los santos Ángeles.

El poder de Dios es inagotable: su brazo todopoderoso siempre está sobre nosotros. Es la fuerza radiante de la influencia de Dios, la que está sobre  la creación entera, así como en cada una de las criaturas, especialmente sobre el género humano. El poder de Dios también reside en Su Palabra y obra a través de nuestras palabras. Es la luz y la fuerza que se nos da para nuestra misión, nuestra tarea. Y finalmente, la fuerza de Dios permanece firme detrás de cada sacrificio.

¿Tenemos miedo de nuestra debilidad? Entonces debemos recordar la experiencia de San Pablo. Para mantenerlo humilde frente a las revelaciones que tuvo el privilegio de recibir, escribe «se me dio una espina en la carne, un ángel de Satanás para atormentarme, para evitar que me exaltara demasiado» (2 Cor 12,7). Tal vez fue una tentación persistente de la carne o una agotadora dolencia física. En cualquier caso, cuando él le rogó al Señor tres veces que le quitara esta debilidad, el Señor respondió: 

«Te basta mi gracia; porque mi poder se perfecciona en la debilidad. Más bien, me gloriaré de todo corazón en mi debilidad, para que resida en mí el poder de Cristo. Por eso, me complazco en mis debilidades, en afrentas, en necesidades, en persecuciones y en las angustias soportadas por amor de Cristo; porque cuando soy débil, entonces soy fuerte”. (2 Cor 12, 9-10).

Por lo tanto, no debemos temer a nuestras propias limitaciones. Cuando Dios le da a alguien una tarea, una misión, también le da la fuerza necesaria para lograrlo. San Miguel cumplió su tarea, en el juicio de los Ángeles, por la fuerza de Dios. Por el humilde reconocimiento de su propia nada, armado con el escudo de la fe “¡DIOS ES!» y ceñido con la espada del amor ardiente y celoso «¿Quién es como Dios?», en una vehemente batalla arrojó al abismo, al espíritu más orgulloso, más fuerte, al primer espíritu creado, al portador de la luz, junto con sus secuaces.

Esto nos indica el camino a seguir. Cuanto más consciente sea el hombre en profundizar con humildad, en el conocimiento de sí mismo, en este llamado de Dios a luchar por Él, tanto más vivirá el hombre por la fuerza de Dios, por Su gracia y bajo la influencia de su Ángel Guardián. Reconoce que los pensamientos y planes de Dios tienen dimensiones diferentes a las nuestras y con mucho agrado nos alcanza el escudo y la espada de los Ángeles, para que se le permita permanecer en sus filas como uno de los legionarios de Dios. Es a través de la unión continua con Él, en la oración, que el hombre comienza a comprender este llamado de Dios y a seguir la dirección del Ángel. La oración no debe permanecer en la superficie, por el contrario, esta debe volverse mucho más profunda. Diariamente debemos entrar en ese contacto íntimo y personal con Dios, reconocer su presencia y su amor, y responder a ello con nuestro propio amor. Sólo entonces podremos trabajar con los Ángeles en la batalla por las almas.

Esta comunión entre el Ángel y el hombre en el trabajo por el Reino de Dios, se experimenta en primer lugar aunque no exclusivamente, en la Sagrada Liturgia. El Papa Benedicto XVI, cuando aún era Cardenal, una vez predicó en la Abadía Frauenwörth en el Lago Chiemsee, “En nuestra Liturgia terrenal, los hombres no estamos solos frente a cada uno. Estamos unidos con los Ángeles de Dios ante Su rostro. Nos permeamos el uno al otro, entramos en sus coros, y ellos en los nuestros. Esto hace que la Liturgia sea grandiosa: nos abrimos a lo que es admirable, ante los Ángeles y con ellos nos disponemos ante el rostro de Dios… ” (18 de julio de 1993).

La comunión entre el ángel y el hombre, se basa en la eficacia de los sacramentos del bautismo y la confirmación. Al igual que la consagración a la Santísima Madre, también la Consagración a todos los Santos Ángeles es un pacto fundado en la consagración a Cristo, en los sacramentos del bautismo y la confirmación. En consecuencia, renuevan de cierta manera la promesa bautismal. En la promesa bautismal, renunciamos a los ángeles caídos y decimos «sí» a Cristo. Este «sí» a Cristo y la unión con Él en el Bautismo, afecta no sólo la unión con los otros miembros humanos de la Iglesia, sino también con todos los santos Ángeles. San Juan Crisóstomo escribe en su homilía sobre Mateo II, 1:

Porque tal es la ciudad de Dios, que en sí contiene la Iglesia [ekklesia] del primogénito, las almas de los justos [hombres], la asamblea general [ekklesia] de los Ángeles, la sangre de la Redención, por la cual junta en uno todas las cosas: el cielo recibe en sí los cuerpos terrenos y la tierra los dones celestiales, y se da a los ángeles y a los santos, esa paz tan anhelada por todos, tanto por los ángeles como por los santos. Pues en la Iglesia, Cristo no sólo es la Cabeza de los hombres, sino también la Cabeza de los santos Ángeles, como dice San Pablo: «Él es la cabeza de todo principado y potestad» (Col 2,10) y de todos los otros coros de ángeles (cf. Santo Tomás de Aquino, Summa theol. III 8, 4 sc).  

Además, en el Catecismo leemos: “Desde esta tierra, la vida cristiana participa, por la fe, en la sociedad bienaventurada de los Ángeles y de los hombres, unidos en Dios” (CIC 336).

Como nuestra batalla no es contra la carne y la sangre, sino contra los falsos poderes del infierno, debemos aprender a discernir los espíritus. El Ángel siempre quiere que demos más, no que nos ocultemos detrás de nuestras oraciones establecidas, con poca o ninguna atención, nuestras imágenes espirituales y nuestra cómoda vida espiritual «clase media», que busca evitar cualquier inconveniente o confrontación, cualquier sacrificio o humillación, o demandas de nuestro tiempo o agendas personales. Así como el Ángel de Fátima cuestionó a los pequeños pastorcitos, que simplemente jugaban como lo hace cualquier niño normal, también nos desafía a nosotros a hacer más: “¡Qué estás haciendo? ¡Rezad, rezad mucho! … Haced de todo lo que podáis un sacrificio, y ofrecedlo a Dios como un acto de reparación por los pecados por los cuales Él es ofendido, y en súplica por la conversión de los pecadores. ¡Sobre todo, acepta y soporta con sumisión el sufrimiento que el Señor te enviará! Si vamos a luchar al lado de los santos Ángeles, debemos aprender a abandonar nuestra propia voluntad y abrirnos a la voluntad inexorable de Dios para nosotros. Debemos aprender a darnos a nosotros mismos y a dar más, a aceptar todo lo que Dios nos envía. Debemos aprender a perdonar lo «imperdonable» y a recorrer esa segunda milla. Entonces la fuerza de Dios nos llenará y nos hará avanzar. Entonces, y solo entonces, nuestra vida espiritual comenzará a arder y brillar, a crecer y dar fruto.  

El enemigo, por otro lado, trata de persuadirnos: “Mañana puedo ayudar a esa persona necesitada; hoy tengo suficiente que hacer». “¿Cómo puedo defender la enseñanza de la Iglesia en el trabajo? ¡Todos me despreciarían! «Una pequeña concesión no importa, ¡todos los demás lo están haciendo!» Tales personas nunca recibirán la fuerza de Dios para ser santos. Puede que siempre tengan el nombre de Dios en sus labios, sin embargo su corazón está lejos de Él. Se esconden de Él exhibiendo el Crucifijo y las imágenes sagradas en sus paredes, rezando interminables letanías, leyendo diarios espirituales, uniéndose a grupos y similares medios de protección, para evitar los cristalinos ojos de Dios que ven a través de sus máscaras con infalible justicia. Cierran sus puertas al ser políticamente correctos y buscan mantener distancia, para no ser requeridos por mendigos o asaltados por algún ladrón que pudiera robarles su propia seguridad. Sin embargo, el SEÑOR dice que vendrá como un ladrón, de hecho, el más peligroso de todos los ladrones, ante el cual ningún candado o cerrojo puede mantenerse asegurado. Él ve a través de nuestras fachadas que instalamos con la insignia de oraciones y medallas, con la esperanza de que Dios pase de largo. 

Por lo tanto, hay personas que externamente pueden parecer santas y ejercer una inmensa influencia en su entorno, y sin embargo, el Señor algún día dirá: «¡Amigo, no te conozco!» El espíritu falso, como un ángel de luz, incluso imita a Dios al igual que sus secuaces en la tierra que están interesados en el honor y el poder. Aunque política y burocráticamente correctos, no promueven la causa de Dios ni difunden la luz del Evangelio. Detrás de ellos se encuentra el espíritu maligno, que incluso en su estado caído conserva su poder natural para engañar y coaccionar a la humanidad. Al final, “el Impío se manifestará, a quien el Señor Jesús destruirá con el aliento de su boca y aniquilará con el resplandor de su Venida. La venida del Impío será provocada por la acción de Satanás y estará acompañada de toda clase de demostraciones de poder, de signos y falsos milagros, y de toda clase de engaños perversos, destinados a los que se pierden por no haber amado la verdad que los podía salvar. Por eso, Dios les envía un poder engañoso que les hace creer en la mentira, a fin de que sean condenados todos los que se negaron a creer en la verdad y se complacieron en el mal” (2 Tes 2, 8-12). 

La suya es una religión de concesiones. Incluso cuando ven la verdad, la llaman mentira para no tener que conformar sus vidas con ella. En el análisis final, se postran ante él, el enemigo de San Miguel, Lucifer. Dios permitió que Satanás conservara su fuerza natural y ahora usa esta fuerza para engañar al hombre y así atacar a Dios en la creación y, sobre todo, a Dios en el hombre.

Por lo tanto, la fuerza se confronta con la fuerza, la fuerza de Dios contra la fuerza del infierno. Bienaventurado el que siente hoy la mano de Dios descansando sobre él y no se deja engañar cuando se levante hermano contra hermano, nación contra nación, y cuando por el poder engañoso del infierno, sus emisarios se disfracen de “ángeles de luz” y «santos» (cf. 2 Cor 11,14). Esto se manifiesta, por ejemplo, en los asesinatos por «misericordia» del suicidio asistido, o en la «justicia» de permitir que también los homosexuales adopten y críen niños. Los sacerdotes son acusados de «discurso de odio» cuando dicen la verdad, y los empresarios y médicos son multados por «discriminación» cuando siguen sus conciencias con respecto a servicios de salud o ejercen prácticas éticas. El demonio busca oscurecer la verdad, alimentar el orgullo de los hombres y engañarlos para que sigan el camino equivocado de una falsa conclusión, de desobediencia y desafío, de hipocresía y herejía. 

Pero la verdadera fuerza de DIOS siempre se hace evidente por la misma marca distintiva para los Ángeles y los hombres, es decir, por una pronunciada e incuestionable claridad. A la luz de los santos Ángeles, no hay concesiones ni palabras o caminos equívocos; no hay conceptos complicados o difusos de Dios, por el contrario una humilde y estricta obediencia a la ley de Dios. Cuanto más transparente sea una persona ante Dios, más simple se volverá, incondicionalmente fiel a los mandamientos, veraz y, en la misma medida, la fuerza de DIOS aumentará en él. La fuerza del Ángel vendrá mucho más sobre esta persona, ya que en realidad es la fuerza de Dios. María puede obrar más eficazmente en ella. La Medianera de la Gracia, es el recipiente espiritual por el cual DIOS extiende Su fuerza y Su amor. El que bebe el don de la gracia de Dios de este cáliz no tendrá sed, ni se marchitará, ni se perderá por la eternidad. 

Todos hemos sentido más o menos las demandas de los Ángeles sobre nosotros. Quieren conseguir más de nosotros, más de lo que se experimenta siendo un buen cristiano «promedio». Pues con este «cristianismo vendido por yardas» no ganaremos honor ante los Ángeles, ni será de utilidad en la batalla contra los espíritus de las tinieblas. Debemos crecer más allá de nuestra autocomplacencia y tibieza, más allá de la cosmovisión de esta época; no para destacarnos como «especiales», o peculiares o incluso locos, sino de tal forma que seamos notados por vivir la palabra de Cristo auténticamente en el mundo y por haber vencido al mundo a través de la Cruz y el amor de DIOS. Entonces Dios mismo será nuestra fuerza.

Como escribe nuestra Madre Gabriele, «El Señor mismo nos ayuda a cargar la cruz, si solo la amamos, si la aceptamos, si queremos ir con Él a donde Él nos lleve» (Lemas para cada día). La infancia espiritual y la comunión con la Iglesia, nunca pueden ser una santidad artificial o solo una fachada. El signo seguro de su autenticidad se puede encontrar en nuestra voluntad de llevar la cruz, entregarnos, sacrificarnos.

El llamado de atención de los santos Ángeles es claro, y Dios nos ha demostrado que si tomamos la mano de estos Hermanos, entonces su luz nos llevará a Dios como personas completas, luchadores íntegros, instrumentos utilizables en la Mano de DIOS. Cada uno de nosotros, por lo tanto, debe permanecer totalmente consciente en su puesto, no encorvado, ni a medias, ni descontento. En todos los ámbitos de la vida, podemos convertirnos en santos. La preparación interior siempre debe preceder a la preparación exterior, comenzando desde el corazón. En la vida diaria con sus dificultades, en la interacción con nuestro prójimo, debemos probarnos a nosotros mismos. A partir de ahí debemos – esbozarlo todo con nosotros – «crecer en Dios».  

A través de la preparación interior, debemos orientarnos más y más a Dios desde adentro. Esta preparación interior consiste en crecer en simplicidad, en vivir una infancia espiritual ante DIOS; consiste en demostrar nuestra fidelidad ante las adversidades e insultos, en la oscuridad y las desolaciones. Consiste además en liberarse de la voluntad propia y el amor propio, de la autoestima y la susceptibilidad, y por lo tanto consiste en una obediencia amorosa, libre y pronta.

Finalmente, consiste en una disciplina consciente de la voluntad, para llevar la medida y el orden a la propia vida espiritual. De este modo, nuestra alma se volverá clara y fuerte, entonces podremos resistir la prueba, en silencio, en expiación, en humildad.

Los ángeles quieren llevarnos a vaciar nuestra alma de todo apego innecesario y llenarla con el amor ferviente por Dios y una atenta preparación: esta es nuestra preparación interior.

Sólo cuando estemos interiormente despejados, podremos ser una luz para los demás.
Sólo cuando seamos interiormente fuertes, podremos liderar a otros.
Sólo cuando seamos interiormente pequeños y humildes, seremos libres y alegres.
Sólo cuando podemos servir, podemos atrevernos, ante DIOS, a dar órdenes. (OA)