Entendiendo la Liturgia ~ Parte I

En nuestra última Carta Circular, meditamos en la Carta Encíclica del Papa Benedicto XVI, Deus Caritas Est, y la respuesta humana al amor de Dios. El amor sólo puede ser recompensado con el amor y, una respuesta perfecta al amor de Dios, no puede ser nada menos que un total don de sí mismos. Nosotros somos incapaces de ofrecer un regalo así como respuesta adecuada al amor de Dios. Sólo en unión con la ofrenda de Cristo en la Cruz, nuestro don se vuelve aceptable para Dios. Esta ofrenda de Cristo en el Calvario se hace presente y accesible para nosotros en cada Eucaristía: “Compartiendo el sacrificio de la Cruz, el cristiano participa del amor entregado por Cristo, es preparado y comprometido a vivir de esta manera, la misma caridad en todos sus pensamientos y acciones” (Papa Juan Pablo II, Veritatis Splendor, 107). Dado que a través de la Eucaristía nos ponemos en contacto con el amor divino que se entrega a sí mismo, con Su sacrificio en la cruz, cuando hacemos este sacrificio propio, se convierte para cada cristiano en la fuente principal del auténtico amor cristiano, la fuente de fortaleza para vivir y amar como lo hizo Cristo.

Activa participación interior en la Eucaristía

La Eucaristía no es simplemente una hora de adoración los domingos; debería y debe convertirse en la «forma de vida cristiana» (cf. Benedicto XVI, Sacramentum Caritatis — en adelante, SacC — 33). Como nuestro «pan de cada día», la Eucaristía está destinada a dar forma a nuestras vidas, a ser vivida diariamente, a conformarnos y unirnos a Cristo. “La Eucaristía, al implicar la realidad humana concreta del creyente, hace posible, día a día, la transfiguración progresiva del hombre, llamado a ser mediante la gracia, imagen del Hijo de Dios (cf. Rm 8,29 s.). Todo lo que hay de auténticamente humano —pensamientos y afectos, palabras y obras— encuentra en el sacramento de la Eucaristía la forma adecuada para ser vivido en plenitud” (SacC, 71).

Mientras que la caridad es la forma de toda virtud (y, por lo tanto, también de la religión y la adoración), la caridad (gracia) se perdió por el pecado original. El hombre no puede recuperar la caridad por sí mismo. Necesita un redentor. Dios eligió, no sólo restaurar al hombre por la gracia, simplemente perdonándolo generosamente, sino también a través del Sacrificio redentor de la PALABRA ENCARNADA. Debemos aceptar este sacrificio de Cristo hecho por nosotros y reclamarlo como nuestro. Lo hacemos de manera especial al participar en este Sacrificio, que se renueva sacramentalmente para nosotros diariamente en el altar. El sacrificio de la Eucaristía es el sacrificio de Cristo confiado por Él a la Iglesia. Bajo la guía del Espíritu Santo, la Iglesia Santa vigila y regula la expresión y celebración de estos sagrados misterios.

Pero para que nuestra participación en la santa Misa sea «fructífera» y sea una experiencia transformadora de la gracia, debemos «conformarnos personalmente con el misterio que se celebra, ofreciendo la vida a Dios en unidad con el Sacrificio de Cristo para la salvación del mundo entero” (SacC, 64). Pero esta «actuosa participatio», participación activa en el verdadero sentido interior, no puede tener lugar a menos que «comprendamos más profundamente los misterios que se celebran», de modo que nuestras disposiciones interiores se hagan para corresponder a nuestras palabras y gestos (cf. ibid.). A través de una comprensión más profunda de lo que realmente ocurre en la Misa y del significado detrás de nuestras palabras y gestos, evitaremos simplemente una participación fría e indiferente, hecha mecánicamente; más bien, nos dispondrá a involucrarnos interior y conscientemente en el Santo Sacrificio, para que podamos lograr la unión con Cristo y llevar este fruto de la Misa, a ¡Cristo mismo!, en nuestra vida cotidiana.

Además, en la Liturgia estamos más íntimamente unidos con los Santos Ángeles y unidos a su continua alabanza a Dios en el cielo (cf. Vaticano II, Sacrosanctum Concilium, 8). Pueden ayudarnos a elevar nuestro espíritu, separarnos del mundo e inflamarnos con el amor a Dios. Pero no pueden hacer esto a menos que tengamos una comprensión básica de los misterios que abordamos y celebramos en cada Misa, a menos que entremos conscientemente en estos misterios y nos ofrezcamos en el Sacrificio de Cristo. Por lo tanto, en las próximas Cartas Circulares, deseamos proporcionar una catequesis fundamental sobre la Liturgia, el comienzo de una «Catequesis Mistagógica» que tiene la intención de «ayudar a los fieles a adentrarse más profundamente en los misterios que se celebran» (SacC, 64) El Papa Benedicto XVI, sugiere en su Exhortación Apostólica sobre la Eucaristía, una visión básica  de una catequesis mistagógica sobre la Eucaristía, un enfoque que él mismo ya había adoptado como cardenal en su libro, El Espíritu de la liturgia.

Confiando en gran medida en esta fuente, y de acuerdo con el esquema que se encuentra en Sacramentum Caritatis (64), queremos explorar en estas próximas Cartas Circulares, la Liturgia: primero, a la luz de la historia de la salvación, en particular, en relación con el historia del Antiguo Testamento; luego, el significado de los signos, símbolos y gestos encontrados en los ritos sagrados; y finalmente, el significado de la Liturgia y los ritos para nuestra vida personal, para cada dimensión de la vida humana en general.

Adoración de todo el hombre

La liturgia es, en primer lugar, sólo una parte de la adoración y sólo puede entenderse en relación con la adoración en un sentido más amplio. La Liturgia incluye la Adoración, el «Servicio a Dios», el «servicio público» ofrecido a Dios de acuerdo con una forma particular, pero también incluye la vida completa del hombre en todas sus dimensiones. En la historia del Éxodo, Dios exige al Faraón: «Deja ir a mi pueblo, para que me sirva en el desierto» (Ex. 7,16). Mientras que la Tierra Prometida fue seguramente uno de los objetivos de la fuga de Israel, la primera intención de Dios, al sacar a su pueblo de Egipto, fue que Israel pudiera aprender el verdadero servicio (adoración) de Dios. Aunque aparentemente era una excusa táctica ante el Faraón, para huir de la esclavitud de Egipto, este «servicio a Dios», la libertad de adorar de acuerdo con las propias directrices de Dios, fue la razón principal del éxodo. “Israel sale de Egipto, no para ser un pueblo como todos los demás; sale para dar culto a Dios” (El Espíritu de la Liturgia, p. 16).

El servicio a Dios implica tres dimensiones: Adoración (culto), Ética y Ley.

En el desierto, Dios estableció el pacto con su pueblo, que contenía no sólo instrucciones minuciosas sobre cómo ofrecer sacrificios y adoración, sino también, la Ley y los Diez Mandamientos, como un código moral. Estos tres, argumenta el cardenal Ratzinger, culto, ética y ley, no pueden separarse el uno del otro. “La ley sin un fundamento en la moral se convierte en injusticia. Cuando la moral y la ley no se originan en una perspectiva de Dios, degradan al hombre, porque le roban su más alta medida y su más alta capacidad, lo privan de cualquier visión de lo infinito y lo eterno” (ibid. Pp.18-19). La ley y la ética, por lo tanto, no pueden subsistir sin un fundamento de fe en Dios. Esta visión de Dios que proviene de la fe es confirmada y fortalecida por la adoración, el culto o la liturgia en el sentido apropiado. Un estado secular sin la influencia de la fe y la adoración auténtica solo puede declinar en términos de justicia y moralidad.

Sin embargo, el culto también debe extenderse más allá de la liturgia, ya que San Ireneo dice: «La gloria de Dios es el hombre vivo, pero la vida del hombre es la visión de Dios» (Adv. Haer. 4, 20, 7). El cardenal Ratzinger comenta: «En última instancia, es la vida misma del hombre, el hombre que vive con rectitud, lo que constituye una verdadera adoración a Dios, pero la vida solo se convierte en vida real cuando recibe su forma a partir del mirar hacia Dios» (Espíritu de la liturgia, p. 18). El hombre sólo puede vivir con rectitud y glorificar a Dios si vive la caridad que le debe a Dios como su Señor y Creador. También le debe caridad a su prójimo, como creaturas compañeras del mismo Dios. Esta actitud de amor y adoración hacia Dios inspirará la adoración sagrada (liturgia) «en Espíritu y en Verdad». Los dos se constituyen en requisito previo para cada código moral y sistema legal justo, ya que la bondad de cada acción y ley humana, deben medirse por su efectividad para promover el bien común y suscitar el avance del hombre hacia su destino final, la bienaventuranza en Dios.

La adoración, es el tipo correcto de culto, de relación con Dios, esencial para la adecuada existencia de la humanidad en el mundo. Es así, puesto que su alcance va más allá de la vida cotidiana. La adoración nos da una participación en la forma de existencia del cielo, en el mundo de Dios, y permite que la luz caiga de ese mundo divino al nuestro (ibid., p. 21). Por lo tanto, el culto, la ética y la ley, expresan y manifiestan la verdadera adoración a Dios, la adoración del hombre en su conjunto, en todas las dimensiones de su existencia. Sin los tres previamente citados, la Tierra Prometida sólo traería otra forma de esclavitud.

Liturgia como Revelación

De lo anterior se desprende que «la liturgia implica una relación real con Otro, que se nos revela y le da a nuestra existencia una nueva dirección» (ibid. P. 21). Es esta «relación con Otro», nuestra fe y amor por Dios, lo que orientará la liturgia Eucarística: lex credendi, lex orandi. Moisés tuvo una relación viva con Dios y habló con Él como con un amigo. Dios eligió a Moisés para dirigir a su pueblo y ordenar su adoración de una manera agradable a Él. En Éxodo y Levítico, Dios le dio a Moisés detalles minuciosos para la disposición del tabernáculo y la ofrenda de sacrificios. En el pasaje donde Moisés dispuso el tabernáculo, se registra siete veces que Moisés hizo precisamente «como el Señor le había mandado» (Ex 40, 16-33). Sin embargo, todas estas instrucciones y ceremonias no eran más que un pálido reflejo de lo que sería la adoración por venir.

En el Nuevo Pacto, el sobrenatural Sumo Sacerdote de toda la humanidad es Jesucristo. Y así, la adoración que Él ofrece es la suprema forma de sacrificio a Dios. Este misterio de adoración «en Espíritu y en Verdad» lo perpetúa en su Iglesia, la cual regula según el tiempo y las culturas, la adecuada articulación del sacrificio esencialmente idéntico de Cristo. Esta es la razón por la cual la expresión y el rito de la liturgia, la más alta forma de adoración pública ofrecida por la Iglesia en unión con Cristo, no está sujeta a caprichos y fantasías individuales, sino que debe ser regulada y armonizada para ser una expresión adecuada de la Iglesia, una, santa, católica y apostólica. Como el Papa Benedicto XVI escribe en Sacramentum Caritatis 37: “Dado que la Liturgia Eucarística es esencialmente una Actio Dei, que nos atrae a Cristo a través del Espíritu Santo, no está dentro de nuestra potestad el poder cambiar su estructura básica, ni puede ser rehén de las últimas tendencias». Sin embargo, para crecer en reverencia por la forma (rito) de la Liturgia Eucarística, sin caer en la trampa del legalismo o «rubricismo», primero debemos entender la verdadera adoración a Dios y el amor con el que la Eucaristía nos eleva hacia Él.

La Esencia de la Adoración, del Antiguo Testamento al Nuevo

En la historia de las religiones, el sacrificio siempre ha sido un elemento esencial de la adoración. También en el Antiguo Testamento, la adoración a Dios siempre implicaba una forma de sacrificio. Dios creó el mundo y en él colocó al hombre, para que pudiera establecer un pacto de amor con Dios. El hombre sale de Dios y es llamado a regresar a Dios por un acto de amor libre, por el cual responde al amor del Creador. Esta libre respuesta de amor de la criatura hacia el Creador, es la virtud teológica de la caridad, que nos motiva a entregar todo nuestro ser a Dios, en un santo «sacrificio»; ofreciéndonos con Cristo en el Sacrificio Eucarístico, logramos la «divinización» a través de la unión con Dios (cf. Espíritu de la Liturgia, p. 28).   

Desde la caída del hombre, el sacrificio ha adquirido mayores dimensiones en su significado. El hombre rompió el pacto y se esclavizó al pecado, al poder de las bajas pasiones dentro de sí mismo, de modo que ya no era capaz de entregarse libremente a Dios en un acto de adoración. Se enredó en un nudo del que ya no podía liberarse. Se encontró y aún se encuentra, con la necesidad de un redentor. El sacrificio, es esa expiación por la cual el hombre regresa a Dios, que lo reconcilia consigo mismo, ahora «asume el aspecto de la restauración, la amorosa transformación de la libertad quebrantada, de la expiación dolorosa» (ibid. P. 33).

En el Antiguo Testamento, Dios ordenó un sacrificio substituto que generalmente se hacía en forma de sacrificios de animales. Abraham fue llamado por Dios para sacrificar a su amado hijo, como una forma del futuro Sacrificio del Hijo de Dios. Cuando estaba a punto de matar a su hijo, el Ángel le dijo que se detuviera; Dios aceptó su sacrificio interior; el sacrificio externo ya no era necesario, más aún se convirtió en un anticipo de las cosas por venir (cf. Gn 22). Entonces Abraham tomó un carnero (cordero) atrapado en la zarza y ​​lo ofreció en lugar de su hijo. El Templo, también era el lugar para el sacrificio de expiación en forma de sacrificios de animales. Estos fueron sacrificios de «reemplazo» ofrecidos en lugar del primogénito o por el pecado de Israel.

Sin embargo, está claro en muchos pasajes de los profetas, que Dios no estaba satisfecho con esta forma de sacrificio exterior: no expresaba la verdadera adoración que viene del corazón. “Yo detesto, desprecio vuestras fiestas, no me gusta el olor de vuestras reuniones solemnes. Si me ofrecéis holocaustos… no me complazco en vuestras oblaciones, ni miro a vuestros sacrificios de comunión de novillos cebados”. (Amós 5, 21-22). “¿A qué traerme incienso de Seba y canela fina de país remoto? Ni vuestros holocaustos me son gratos, ni vuestros sacrificios me complacen” (Jer 6,20). Estas ofrendas no eran más que una pálida sombra de lo que vendría. Durante el exilio, cuando el Templo fue destruido y ya no había lugar alguno para ofrecer sacrificios, Israel sintió profundamente su pobreza y se dio cuenta de la naturaleza del verdadero sacrificio: “Pues prefiero la misericordia al sacrificio y el conocimiento de Dios a los holocaustos». (Oseas 6,6). Aun así, el hombre, esclavizado por el pecado, era incapaz de ofrecerse totalmente a Dios.

Con la venida de Cristo y el establecimiento del Nuevo Pacto con Su Sangre, esos sacrificios de reemplazo inadecuados del Antiguo Testamento, se volvieron obsoletos. Cristo no vino como un sacrificio de reemplazo para el hombre, Él vino como un hombre para ofrecer sacrificios en nombre de toda la humanidad. Como el Papa Juan Pablo II escribió en su primera Encíclica, «Por su encarnación, [Jesús], el Hijo de Dios, de cierta manera se unió a cada hombre» (Redemptor hominis, 8). El hombre, que ya no era capaz de ofrecerse en adoración a Dios, encuentra en Cristo un Redentor, el Buen Pastor que coloca al hombre sobre Sus hombros y lo trae de regreso al Padre. Cuando Jesús se ofrece en la cruz por toda la humanidad, no «reemplaza» la adoración del hombre, sino que se ofrece indirectamente, llevándonos hacia sí mismo y ofreciéndose junto con nosotros a Dios. «La adoración a través de las formas y las sombras, la adoración con substitutos, termina en el mismo momento en que tiene lugar la verdadera adoración: la ofrenda del Hijo, que se ha convertido en hombre y «Cordero», el «Primogénito», que reúne en sí mismo toda adoración a Dios, lleva desde las formas y las sombras, a la realidad de la unión del hombre con el Dios viviente” (Espíritu de la liturgia, p. 43-44). En este sentido, el Sacrificio de Cristo hecho presente en la Sagrada Misa, es un «nuevo éxodo», en el cual somos liberados del pecado y traídos a la tierra prometida de unión con Dios. A través de Su Encarnación y ofrenda de sí mismo en la Cruz» el sacrificio mediador de Jesús nos hace partícipes y nos guía a esa semejanza con Dios, esa transformación en amor, que es la única adoración verdadera… Aquí, al fin, está la adoración correcta, siempre anhelada aunque sobrepase nuestras capacidades: adoración ‘en Espíritu y en Verdad’” (ibid. p. 47).

La Eucaristía y la Cruz

Esta adoración del Hijo, esta obediencia y ofrenda de sí mismo del Verbo Encarnado en la Cruz, se hace presente de manera no sangrienta en cada santo Sacrificio de la Misa. El Sacrificio del Hijo es perfecto y agradable a Dios; es la adoración «en espíritu y verdad» exigida por Dios. Pero no es suficiente. Cristo es la cabeza y nosotros somos sus miembros, su cuerpo, la iglesia. Para que este sacrificio sea completo, todo el Cristo debe ofrecerse al Padre, la Cabeza y sus miembros. En cada misa estamos llamados a hacer del sacrificio de Cristo, nuestro sacrificio; uniendo nuestras luchas diarias, alegrías y penas, al único Sacrificio de Cristo, colocándolas en la patena en el ofertorio, para que sean purificadas, transformadas y elevadas a Dios, como un puro sacrificio de amor en la Consagración. El Papa Pío XII enseñó: “Para que la oblación, por la cual los fieles ofrecen la Víctima divina en este Sacrificio al Padre celestial, pueda tener su pleno efecto, es necesario que la gente agregue algo más, la ofrenda de sí mismos como una víctima» (Mediador Dei, 98). Esta es la participación activa solicitada por el Vaticano II.

María es nuestra modelo. El Papa Benedicto XVI escribe: María «permaneció al pie de la Cruz, de acuerdo con el plan divino (cf. Jn 19, 25), sufriendo profundamente con su Hijo unigénito, asociándose al sacrificio de Jesús en su corazón de madre y consintiendo amorosamente  la inmolación de la víctima que nació de ella… En consecuencia, cada vez que nos acercamos al Cuerpo y la Sangre de Cristo en la Liturgia Eucarística, también nos volvemos hacia ella, quien, por su total fidelidad, recibió el sacrificio de Cristo por toda la Iglesia» (SacC, 33). Al igual que ella, que «va delante de nosotros en la peregrinación de la fe», nosotros también debemos aceptar la voluntad de Dios en todos nuestros sufrimientos y penas, y unirlos con el Sacrificio de Cristo en la Misa, para que puedan transformarse en adoración pura y amorosa, para que nosotros mismos seamos transformados en una ofrenda para Dios. Así, a través de la liturgia Eucarística, el mundo será transfigurado lentamente, hasta que Dios sea «todo en todos» (1 Corintios 15,28).

Aunque el Espíritu de la Liturgia fue escrito antes de que el cardenal Ratzinger fuera elegido Papa, ya revela su pensamiento como Papa. Sin embargo, para distinguirlo de las obras del Papa Benedicto XVI que tienen el peso de la autoridad magisterial, al hacer referencia a este trabajo, continuaremos refiriéndonos al Papa Benedicto como «Cardenal Ratzinger».