I. LA JUSTICIA DE DIOS
Cuando hablamos de la justicia de Dios, es importante aclarar en qué sentido usamos el término. La justicia, en general, es la virtud moral que consiste en la voluntad constante y firme de dar a cada persona lo que le corresponde. En otras palabras, la justicia reconoce y honra los «derechos» de cada persona.
Justicia conmutativa
Hay varias especies de justicia que se distinguen según la relación entre personas o grupos. Por ejemplo, lo que se llama justicia conmutativa es el tipo de justicia que regula las relaciones entre los miembros de una comunidad, las personas que son más o menos iguales. Por ejemplo, usted hace este servicio por mí, y yo le pago un salario justo, o le vendo esto, y usted me da un precio justo, etc. Hay una cierta igualdad en ese toma y dame. Implica un intercambio de bienes o servicios entre personas, que no tienen otras obligaciones particulares entre sí que ese intercambio. De esto debería quedar claro que con respecto a nuestra relación con Dios no hay «justicia conmutativa». Es decir, no hay nada que podamos hacer para «pagar» a Dios por lo que ha hecho por nosotros. Como dice el salmista: «¿Con qué pagaré al Señor todo el bien que me hizo?» (Salmo 116, 12). Además, no hay nada que podamos hacer que dé como resultado imponerle a Dios una obligación en justicia para que él nos pague, «… ¿le dio primero para que tenga derecho a la recompensa?” (Rom 11,34). Esto se debe al hecho de que existe una desigualdad absoluta entre Dios y las creaturas. Dado el hecho de que Dios es la fuente de todo, y el que mantiene todas las cosas continuamente en existencia, es absurdo pensar que podría tener una deuda de justicia con cualquiera de sus criaturas.
Todo lo que Dios nos da es un acto de gracia, es decir, un regalo inmerecido y gratuito. «porque todas las cosas provienen de Él y son por Él y para Él” (Rom 11,35). Por esta razón, nunca podemos imaginar que Dios nos deba algo en justicia en el sentido estricto de la justicia conmutativa.
Justicia distributiva
Hay otra especie de justicia que se llama «justicia distributiva». Esta es la especie de justicia que en los asuntos humanos, regula la relación entre la comunidad en su conjunto y los miembros individuales de la comunidad. Aquí no se trata de una relación entre iguales en la que haya un intercambio de bienes o servicios comparables. Por el contrario, cada miembro de la comunidad recibe de la comunidad misma, en proporción a su posición en la comunidad y el servicio para ella. Es importante tener en cuenta que la justicia distributiva se preocupa no solo de dar a cada persona la recompensa que merece por sus buenas obras, sino que también trata de dar a cada persona el castigo que merece por sus crímenes contra la comunidad.
La distribución justa de los regalos en la creación
Cuando consideramos la justicia distributiva en referencia a nuestra relación con Dios, vemos que hay un sentido en el que se aplica. Por su libre albedrío, Dios ha establecido que cada criatura tenga un cierto lugar, función y finalidad. Según su sabiduría y bondad, les da a sus criaturas todo lo que necesitan para el cumplimiento de sus tareas y para lograr la finalidad para la que fueron creadas. Este es un principio de los tratos de Dios con nosotros: él otorga a cada criatura, regalos en proporción a la tarea que cada uno recibe. Tal como Jesús dijo: «A quien mucho se le da, mucho se le pedirá»; así mismo se da el caso de que de quien se espera mucho, se le da mucho. Entonces, Dios distribuye los dones de acuerdo con la vocación de cada persona. Este es un sentido en el que la justicia distributiva determina la relación de Dios con nosotros.
Debe quedar claro que nadie tiene ningún reclamo sobre Dios. La voluntad de Dios de crear no está motivada por la justicia, sino por pura misericordia y amor. Toda la creación es un regalo gratuito de Dios. La justicia le da a cada persona lo que le corresponde. Pero cuando se trata de regalos, no hay un «vencimiento» estricto, porque por su propia naturaleza, un regalo va más allá de lo que se debe. No es como si algo mereciera ser creado, o que Dios estuviera de alguna manera obligado a darle a cualquier criatura alguna cualidad particular. Como San Pablo escribe: «¿Pero quién eres tú para responderle a Dios? ¿Lo que está moldeado le dirá al moldeador: ‘¿Por qué me has hecho así?’ ¿No tiene el alfarero derecho sobre la arcilla para hacer del mismo bulto un recipiente para belleza y otro para uso doméstico? (Romanos 9, 20-21). El profeta Isaías usa la misma analogía para advertir: “!Ay del que desafía al que lo modela, siendo sólo un tiesto entre los tiestos de la tierra! ¿Acaso la arcilla dice al alfarero: «¿Qué haces?» o «Tu obra no tiene asas?» (Is 45, 9).
Dios no hace injusticia cuando le da a algunas personas ciertos dones que no les da a otras. Se nos recuerda la parábola del dueño de la viña que le da a los contratados durante la última hora la misma paga que a los contratados a primera hora del día. Cuando los contratados temprano comienzan a quejarse, el maestro de la viña dice: «Amigo, no te hago ninguna injusticia; ¿no conviniste conmigo en un denario? Toma lo que es tuyo, y vete; pero quiero dar a este último lo mismo que a ti. ¿No me es lícito hacer lo que quiero con lo mío? ¿O tienes envidia de que Yo sea bueno?» (Mt 20, 13-15).
Imagínate si te diera un cheque por diez mil dólares como obsequio, tú no has hecho nada para merecerlo. Solo quiero que lo tengas, es tuyo. Al minuto siguiente me doy la vuelta y le doy a alguien más un cheque por un millón de dólares. ¿Tendrías razón de indignarte por el hecho de que le di a la otra persona más de lo que te di a ti?
Si dijeras: «¡Oye, espera un minuto! ¿Qué pasa con esto? ¿Por qué solo me diste diez mil dólares cuando a aquel le das un millón?» ¿No sería eso absurdo? ¿No sería un signo de ingratitud, orgullo y envidia? En lugar de estar verdaderamente agradecido por el regalo recibido, estarías enojado porque no recibiste tanto como el otro. Este sentido confuso de «justicia» es un problema muy común. Causa mucha discordia, celos, y lo peor de todo, alienación de Dios. Cuando la envidia se refiere a los dones espirituales dados a otros, este se considera uno de los pecados contra el Espíritu Santo. Si notamos que tenemos ese problema, es muy importante superarlo a través de una meditación larga y dura, sobre el hecho de que todo es un regalo para que nuestro ojo no se vuelva malo porque Dios es bueno. Debemos aprender a regocijarnos en los dones que Dios nos ha dado, y en los dones que les ha dado a los demás. Una cosa que puede ayudarnos a superar la envidia, es el considerar si nos gustaría ponernos en el lugar de aquellas personas a quienes se les da mucho, pues el día del juicio tendrán que rendir cuentas de cómo usaron todo lo que se les dio.
Justicia distributiva en recompensas y castigos
Además de la distribución justa de los regalos en la creación, la justicia distributiva de Dios también se preocupa por recompensar nuestro buen uso de los regalos que recibimos, y por castigar la negligencia o el mal uso de estos mismos regalos. Se nos recuerda la parábola de los talentos donde el maestro confía los talentos de sus siervos, y luego cada uno tiene que rendir cuentas de lo que se les dio (cf. Mt 25, 15-28). La Sagrada Escritura da un amplio testimonio del hecho de que Dios, en su justicia, esperará que cada persona responda por lo que ha hecho con lo que se le dio:
Yo el Señor, que escudriño la mente, que pruebo el corazón, para dar a cada uno según su conducta, según el fruto de sus obras (Jer 17,10).
El cual pagará a cada uno conforme a sus obras: Él dará la Vida eterna a los que, perseverando en la práctica del bien, buscan la gloria, el honor y la inmortalidad. En cambio, castigará con la ira y la violencia a los rebeldes, a los que no se someten a la verdad y se dejan arrastrar por la injusticia. (Rom 2, 6-8).
Lo que el hombre siembra, es lo que cosecha. Porque el que siembra para satisfacer su carne, de la carne también recogerá corrupción. Pero el que siembra según el Espíritu, del Espíritu recogerá la Vida eterna (Gálatas 6, 7-8).
Porque todos debemos comparecer ante el tribunal de Cristo, para que cada uno reciba de acuerdo con sus obras buenas o malas, lo que mereció durante su vida mortal. (2 Cor 5,10).
Pero aquí debe quedar claro que cuando hablamos tanto de las recompensas como de los castigos que merecen nuestras acciones, no estamos hablando de justicia en el sentido estricto del término. La justicia que nos concierne de parte de Dios, está informada y penetrada por su misericordia, es especialmente manifiesta cuando consideramos recompensas y castigos.
Con respecto a las recompensas que recibirán nuestras acciones, Cristo nos asegura que si rezamos, ayunamos y hacemos buenas obras por los motivos correctos, nuestro Padre celestial nos recompensará (cf. Mt 6, 1-18). Mientras que al mismo tiempo nos dice sin rodeos: «Sin Mí no pueden hacer nada» (Jn 15, 5). El punto es que sólo Cristo puede merecer cualquier recompensa. Sólo Cristo, que es el Hijo de Dios está en condiciones de realizar cualquier trabajo que pueda esperar las bendiciones eternas que se ofrecen en el cielo. Dependemos del don gratuito de la gracia, mediante el cual podemos participar en la vida misma de Cristo, para merecer cualquier recompensa celestial. Si estamos fuera de esa vida de gracia y caridad, no importa qué tipo de sacrificio hagamos, no vale nada en términos de recompensa celestial. Si incluso tuviéramos que dar todo lo que tenemos a los pobres y si tuviéramos que entregar nuestro cuerpo para ser quemado, pero si no tuviéramos la vida de Cristo en nosotros, no valdría nada (cf. 1 Cor 13, 3). Entonces, aquí está claro que es más un acto de misericordia de parte de Dios, que un acto de justicia que recompensa nuestras buenas acciones.
Castigo Templado por la Misericordia
Con respecto al castigo que merecen nuestros pecados, la misericordia y la clemencia de Dios modifican su justicia. Nunca podremos satisfacer o reparar nuestras ofensas a Dios por nosotros mismos. La redención y la obra de expiación realizada por Jesucristo es el misterio central de la fe cristiana. Él es el «Cordero de Dios, que quita los pecados del mundo» (Jn 1,29). Como el profeta Isaías enseñó: «Despreciado y desechado por los hombres, varón de dolores y que sabe lo que es padecer, como alguien ante quien se aparta el rostro, le deshonramos y le desestimamos, le tuvimos por nada. Él, en verdad, ha tomado sobre sí nuestras dolencias, ha cargado con nuestros dolores y nosotros le tuvimos por castigado, como herido por Dios y humillado. Fue traspasado por nuestros pecados, quebrantado por nuestras culpas; el castigo, causa de nuestra paz, cayó sobre él, y a través de sus llagas hemos sido curados. Éramos todos como ovejas errantes, seguimos cada cual nuestro propio camino; y El Señor cargó sobre Él la iniquidad de todos nosotros.” (Is 53, 3-6).
Su clemencia está ahí para perdonar el pecado y reducir en gran medida el castigo que se debe a la culpa por el pecado. Como está escrito en el Salmo 102:
El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en misericordia.
no está siempre acusando; ni guarda rencor para siempre.
Él no nos trata conforme a nuestros pecados, ni nos paga según nuestras iniquidades.
Como un padre que se apiada de sus hijos, el Señor se compadece de los que le temen;
Porque Él sabe de lo que estamos hechos, Él recuerda que somos polvo (v. 8-10, 13-14).
Nuestra participación en la obra de expiación de Cristo
Pero más allá del hecho de que Dios perdona nuestros pecados y disminuye el castigo que se debe por ellos; en su justicia, templado por la misericordia, también nos da la capacidad de unirnos a la obra redentora de Cristo, para la expiación por los pecados. El Catecismo de la Iglesia Católica habla de esto.
La cruz es el sacrificio único de Cristo, el «único mediador entre Dios y los hombres». Pero, porque en su Persona divina encarnada, «se ha unido en cierto modo con todo hombre», Él «ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de Dios sólo conocida […] se asocien a este misterio pascual». Él llama a sus discípulos a «tomar su cruz y a seguirle» porque Él «sufrió por nosotros dejándonos ejemplo para que sigamos sus huellas». Él quiere, en efecto, asociar a su sacrificio redentor a aquellos mismos que son sus primeros beneficiarios (cf. Mc 10, 39; Jn 21, 18-19; Col 1, 24). Eso lo realiza en forma excelsa en su Madre, asociada más íntimamente que nadie al misterio de su sufrimiento redentor (CIC 618).
Esto se debe ver no solo como un acto de la justicia de Dios, sino también de su amor misericordioso por nosotros.