Si Cristo sufrió y murió por nuestros pecados, realizando una perfecta santificación, ¿por qué seguimos hablando de hacer expiación nosotros mismos? La mayoría estaríamos muy felices si no tuviéramos que preocuparnos por reparar nuestros pecados. La noción de que Cristo se ha hecho responsable de pagar por ellos, para que no tengamos que ser responsables, suena muy atractiva. Pero, de hecho, al permitirnos compartir su sufrimiento y su muerte, es como también podremos compartir su gloria. La relación entre la cruz y la gloria se repite en todo el Nuevo Testamento. Cristo mismo dijo a sus apóstoles después de su resurrección: «¿No era necesario que el Cristo sufriera estas cosas para entrar en Su gloria?» (Lucas 24,26).
Y así los apóstoles han dejado en claro la conexión entre la cruz y la gloria:
Pero si somos hijos, también somos herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo, siempre que suframos con él para que también podamos ser glorificados con él (Rom. 8,17).
… es necesario pasar por muchas tribulaciones para entrar en el Reino de Dios (Hechos 14,22).
Porque nuestra tribulación momentánea y leve nos prepara una gloria eterna, que supera toda medida (2 Cor. 4,17).
Pero alégrate en la medida en que compartas los sufrimientos de Cristo, para que también puedas regocijarte y alegrarte cuando se revele Su gloria (1 Pt. 4,13).
… lejos esté en gloriarme de mí, excepto en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo está crucificado para mí, y yo para el mundo (Gálatas 6,14).
La Cruz: la Escalera a la Gloria
Hay una doble conexión entre la cruz y la gloria. Primero, la cruz es el medio para la gloria futura del cielo. Como dijo una vez Santa Rosa de Lima: «Esta es la única verdadera escalera al paraíso, fuera de la Cruz no hay otra por donde subir al cielo». Como dice San Pablo, seremos glorificados con él siempre que suframos con él (cf. Rom 8,17). Esa es la condición necesaria. La Carta a los Hebreos explica por qué debemos esperar la disciplina del Señor:
Y habéis ya olvidado la exhortación que Dios les dirige como a hijos suyos: Hijo mío, no desprecies la corrección del Señor, y cuando te reprenda, no te desalientes. Porque el Señor corrige al que ama y castiga a todo el que recibe por hijo. Si ustedes tienen que sufrir es para su corrección; porque Dios los trata como a hijos, y ¿hay algún hijo que no sea corregido por su padre? Si Dios no los corrigiera, como lo hace con todos, ustedes serían bastardos y no hijos. Después de todo, nuestros padres carnales nos corregían, y no por eso dejábamos de respetarlos. Con mayor razón, entonces, debemos someternos al Padre de nuestro espíritu para poseer la Vida. Porque nuestros padres nos corrigen por un breve tiempo y según su parecer. Dios, en cambio, nos corrige para nuestro bien, a fin de comunicarnos Su santidad. Es verdad que toda corrección, en el momento de recibirla, es motivo de tristeza y no de alegría; pero más tarde, produce frutos de paz y de justicia en los que han sido adiestrados por ella. (Hebreos 12, 5-11).
Si Jesús, siendo el Hijo de Dios, aprendió la obediencia a través del sufrimiento (cf. Hebreos 5, 8), ¿cuánto más podemos esperar para soportar la disciplina amorosa de Dios para ser considerados sus hijos legítimos? Tales son las aflicciones momentáneas que nos preparan para una gloria eterna que supera toda medida (cf. 2 Cor 4, 17-18). Los santos y los escritores espirituales han enseñado constantemente que el sufrimiento cristiano proporciona una preparación necesaria para nuestra unión con Dios.
El sufrimiento es el medio para expiar nuestros pecados. Es bueno notar que la Iglesia en los últimos tiempos ha hablado de «expiación» más que de «propiciación». La propiciación significa evitar la ira de una deidad ofendida, como si Dios estuviera furioso por nuestros pecados y nuestros sacrificios calmen su ira. La expiación, por otro lado, significa anular los efectos del pecado. El Catecismo de la Iglesia Católica señala cuando se habla del castigo eterno, y el castigo temporal debido al pecado: «Estos dos castigos no deben concebirse como una especie de venganza infligida por Dios desde afuera, sino como una consecuencia de la naturaleza misma del pecado » (CIC 1472). «La naturaleza misma del pecado» de la que se habla aquí, se explica como «un apego poco saludable a las criaturas, que debe purificarse en la tierra o después de la muerte en el estado del Purgatorio» (CIC 1472). Es cierto que la Sagrada Escritura usa las imágenes de «propiciación»; especialmente en el Antiguo Testamento. Pero el lenguaje del Nuevo Testamento, al hablar sobre los efectos del sacrificio de Cristo, indica que Cristo vino para «quitar los pecados del mundo», para liberarnos del pecado, «para expiar». Esto quiere decir que su trabajo no era el de la «propiciación» ante un Dios enojado, sino el de anular el pecado y sus efectos.
Un efecto «poco saludable» de ciertos tipos de pecado, es el desorden que introduce en la relación entre el cuerpo y el alma. Se supone que el cuerpo está sujeto al alma espiritual. Pero debido a los efectos del pecado original, tendemos a mimar el cuerpo. El resultado es que el cuerpo se convierte en un tirano. Cuanto más cedemos al cuerpo, más demandas nos exige, convirtiendo el alma en esclava de sus caprichos y deseos. San Pablo tuvo una gran reverencia por el cuerpo. Él les dijo a los corintios: «¿No saben que sus cuerpos son templo del Espíritu Santo que habita en ustedes? Ustedes no se pertenecen, han sido comprados ¡y a qué precio!. Así que glorifiquen a Dios en sus cuerpos» (1 Cor 6, 19- 20). Pero en la misma carta también dijo: «No corro sin rumbo, no peleo como uno que golpea el aire; al contrario, castigo mi cuerpo y lo someto, no sea que después de haber predicado a los demás, yo mismo quede descalificado» (1 Cor 9, 26-27). El respeto apropiado por el cuerpo no excluye de ninguna manera disciplinarlo con penitencias voluntarias.
Como escribió San Pedro: «Puesto que Cristo sufrió en Su carne, armaos también vosotros con la misma actitud: el que ha padecido en la carne ha roto con el pecado. Porque el que sufre en la carne está libre de pecado para vivir el resto de su vida mortal, no según las pasiones humanas, sino según la voluntad de Dios» (1 Pd 4, 1-2). Las pasiones tienen como objeto los bienes físicos; la voluntad tiene como objeto los bienes espirituales. La única forma en que podemos seguir la voluntad de Dios para con nosotros, que es un bien espiritual, es sometiendo las pasiones, lo que implica una «violencia» contra las inclinaciones de nuestra naturaleza caída.
Otra consecuencia malsana de otros pecados, es la de aferrarse a las cosas de este mundo como si nuestra felicidad dependiera de ellas. Las criaturas a las que estamos apegados van desde apegos pecaminosos y perversos, hasta apegos espirituales y sobrenaturales. San Juan de la Cruz tiene un tratamiento prolongado de estos al final de su trabajo, la Subida del Monte Carmelo. El principio básico que establece es que «todos los apegos de una persona a las creaturas son oscuridad pura a la vista de Dios. Vestidos con este afecto, las personas son incapaces de la iluminación y la plenitud dominante de la luz pura y simple de Dios; primero deben rechazarlos. «No puede haber concordancia entre la luz y la oscuridad». Obtener el desapego necesario a las criaturas implica una cantidad de sufrimiento proporcional al grado en que realmente estamos apegados a ellas. San Pablo estableció la evaluación adecuada sobre las cosas del mundo cuando dijo, «Pero todo lo que hasta ahora consideraba una ganancia, lo he estimado como pérdida por amor a Cristo. Más aún, todas las cosas me parecen una desventaja comparadas con la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por amor del cual lo he perdido todo, y lo tengo por basura, con tal de ganar a Cristo, y estar unido a Él, no con mi propia justicia, la que procede de la ley, sino con aquella que nace de la fe en Cristo, la que viene de Dios y se funda en la fe» (Filipenses 3, 7-9).
Otra consecuencia malsana de los pecados, es un cierto desorden dentro del alma misma. El sufrimiento es uno de los medios más potentes para ordenar el alma. El sufrimiento ofrece la oportunidad de humillar nuestro orgullo. Dios mismo prometió que castigaría a su pueblo, a aquellos que no escucharan su voz: « Y si aun con estas cosas no me oyereis, yo volveré a castigaros siete veces más por vuestros pecados.» (Lev 26, 18). Cuando somos privados de esas cualidades, las cuales nosotros inútilmente hemos incumplido, experimentamos un sufrimiento saludable provocado por el amor de Dios, que lo hace posible para salvarnos de nuestra propia necedad.
La Gloria de la Cruz
Pero hay otra conexión entre la cruz y la gloria, que es un poco más misteriosa. Nuestro Señor, en el momento en que Judas dejó la Última Cena para traicionarlo, declaró: «…Ahora el Hijo del Hombre ha sido glorificado, y Dios glorificado en Él. Si Dios ha sido glorificado en Él, Dios también le glorificará en Sí mismo, y lo glorificará muy pronto». (Jn 13 31-32).
Santo Tomás explica en su Comentario del Evangelio de San Juan: «Ahora el Hijo del Hombre es glorificado…», es decir, comienza su pasión en la que será glorificado. Porque Cristo es glorificado por el sufrimiento en la cruz, porque por él triunfó sobre sus enemigos, a saber, la muerte y el diablo; «para que mediante Su muerte, destruyese a aquel que tiene el imperio de la muerte, esto es, al diablo» (Heb 2,14). Además, porque a través de ella la tierra se unió al cielo; «y por medio de Él, reconciliar consigo todas las cosas, tanto las de la tierra como las del cielo, haciendo la paz mediante la sangre de Su cruz» (Col 1,20). También porque a través de Él obtuvo cada reino de acuerdo con ciertas traducciones, «Anuncia a las naciones: ‘El Señor Reina, Él ha dado estabilidad al orbe… rige a los pueblos con justicia’” (Sal 95, 10).
Aquí Santo Tomás indica que la cruz no sólo es el medio para la gloria futura en el cielo, sino que también es en sí misma una glorificación aquí y ahora. El mundo tiene sus propios estándares de lo que es la grandeza y la gloria. Las riquezas, la fama, el poder, el placer, son las cosas comunes que se usan para medir la gloria y la grandeza en la vida de una persona. Pero Cristo, que dijo: «Bienaventurados los pobres… Bienaventurados los que lloran… Bienaventurados los hombres que son odiados por causa mía» (cf. Lc 6, 20-22), ha establecido nuevos estándares para la grandeza y la gloria. Él ha dado la cruz como el estándar con el cual debemos medir. Esto es así pues es la manifestación de la mayor de las virtudes: el amor (cf. 1 Co. 13,13). «Nadie tiene amor más grande que el dar la vida por los amigos.» (Jn 15,13). Y en la cruz Jesús no solo entregó su vida, sino que lo hizo en medio del mayor sufrimiento. En lugar de la gloria de las riquezas, se vació y fue despojado voluntariamente de todo por amor a nosotros. En lugar de la gloria de la fama, sufrió la mayor humillación por amor a nosotros. En lugar de la gloria del poder, se volvió completamente impotente, clavado inamovible en la cruz, por amor a nosotros. En lugar de la gloria del placer, sufrió el dolor más intenso posible del cuerpo y el alma, por amor a nosotros. Tal es el glorioso amor del Redentor.
Es en esta gloria que todos los fieles están llamados a compartir. Los apóstoles conocían bien esta gloria cuando San Pablo escribe a los corintios: «Pues pienso que Dios, a nosotros los apóstoles, nos exhibió como los últimos, como destinados a muerte; pues hemos llegado a ser espectáculo para el mundo, para los ángeles y para los hombres. Nosotros somos insensatos por Cristo, más vosotros, sabios en Cristo; nosotros débiles, más vosotros fuertes; vosotros honorables, más nosotros despreciados. Hasta esta hora padecemos hambre y sed, andamos desnudos, somos abofeteados, y no tenemos domicilio» (1 Cor 4, 9-11).
Los fieles están llamados a esto porque están llamados a la santidad, y no hay santificación sin la crucifixión con Cristo. San Juan de la Cruz estaba tan convencido de esta verdad que utilizó las siguientes fuertes palabras:
Si en algún momento, mi hermano, alguien intenta persuadirte, ya sea prelado o no, de una doctrina que es más amplia y más placentera, no le creas y no aceptes esa doctrina incluso si la confirmara con milagros. Sino más bien haz penitencia y más penitencia y desapego de todas las cosas. Y nunca, si deseas poseer a Cristo, búscalo sin una cruz.
San Juan de la Cruz está diciendo lo mismo que San Pablo les dijo una vez a los Gálatas: «Si nosotros mismos o un ángel del cielo les predicara un evangelio distinto del que les hemos anunciado, sea anatema» (Gal 1, 8). El evangelio que hemos recibido contiene las palabras de Cristo que le dijo a sus apóstoles: «Si alguien quiere venir tras de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga» (Mt 16,24; Mt 10, 38-39; Lc 14, 27).
Al contemplar la pasión de nuestro Señor Jesucristo: “Nosotros, en cambio, con el rostro descubierto, reflejamos, como en un espejo, la gloria del Señor, y somos transfigurados a su propia imagen con un esplendor cada vez más glorioso, por la acción del Señor, que es Espíritu” (2 Cor 3,18). Es la súplica de San Pablo que “El Padre, de quien procede toda paternidad en el cielo y en la tierra, se digne fortificarlos por medio de su Espíritu, conforme a la riqueza de su gloria, para que crezca en ustedes el hombre interior. Que Cristo habite en sus corazones por la fe, y sean arraigados y edificados en el amor. Así podrán comprender, con todos los santos, cuál es la anchura y la longitud, la altura y la profundidad, en una palabra, ustedes podrán conocer el amor de Cristo (por nosotros), que supera todo conocimiento, para ser colmados por la plenitud de Dios”. (Ef. 3, 15-19). Estas dimensiones se han interpretado comúnmente para referirse a las dimensiones de la cruz y las dimensiones del amor de Cristo (cf. CIC 2565).
El conocimiento de estas dimensiones no proviene del aprendizaje de libros, sino del Don del Espíritu Santo: conocimiento, del cual la ciencia de la Cruz es su nivel más alto. Es un regalo que debemos anhelar y esforzarnos por deshacernos en su meditación, en la aceptación de nuestras cruces y la abnegación voluntaria.
El sufrimiento que nace en unión con Cristo, manifiesta Su gloria en nosotros como hemos dicho, la gloria de Su amor divino. Es un amor que tiene sed de nuestra propia santificación y del bien de los demás. Tal amor marca a los miembros de la Iglesia con la señal de aquel cuya alma estaba «triste hasta la muerte» (Mt 26,38) por los pecados de los hombres. Tal marca nos protege como se indicó en el profeta Ezequiel: «El Señor le dijo: “Recorre toda la ciudad de Jerusalén y marca con una «T» la frente de los hombres que gimen y se lamentan por todas las abominaciones que se cometen en medio de ella”. Luego oí que les decía a los otros: “Recorran la ciudad detrás de él, hieran sin una mirada de piedad y sin tener compasión. Maten y exterminen a todos, ancianos, jóvenes, niños y mujeres, pero no se acerquen a ninguno que esté marcado con la «T». Comiencen por mi Santuario. Y comenzaron por los varones ancianos que estaban delante del Templo” (Ez 9, 4-6 ).
La gloriosa dimensión de la cruz transforma el sufrimiento de ser oscuro y sin sentido en un medio de salvación. San Pablo llega a decir que se regocija en sus sufrimientos, porque son eficaces para ayudar a otros miembros de la Iglesia. El Papa Juan Pablo II da un hermoso comentario sobre este pasaje de San Pablo en su carta apostólica Salvifici Doloris (Sobre el significado cristiano del sufrimiento):
En la carta a los colosenses leemos las palabras que constituyen la etapa final del viaje espiritual en relación con el sufrimiento: «Ahora me alegro en mis padecimientos por vosotros y completo en mi carne lo que falta en las tribulaciones de Cristo, por su cuerpo que es la Iglesia». Y en otra carta le pregunta a sus lectores: «¿No saben que sus cuerpos son miembros de Cristo?»… La Iglesia se edifica espiritualmente en forma continua, como el Cuerpo de Cristo. En este Cuerpo, Cristo desea estar unido con cada individuo, y de una manera especial está unido con aquellos que sufren. Las palabras citadas de la carta a los Colosenses testimonian el carácter excepcional de esta unión. En efecto, el que sufre en unión con Cristo -como en unión con Cristo soporta sus ‘tribulaciones’ el apóstol Pablo- no sólo saca de Cristo aquella fuerza, de la que se ha hablado precedentemente, sino que ‘completa’ con su sufrimiento lo que falta a los padecimientos de Cristo. Esta perspectiva evangélica destaca especialmente la verdad sobre el carácter creador del sufrimiento. Los sufrimientos de Cristo crearon el bien de la redención del mundo. Este bien en sí mismo es inagotable e infinito. Ningún hombre puede agregarle nada. Pero al mismo tiempo, en el misterio de la Iglesia como cuerpo suyo, Cristo en cierto sentido ha abierto su propio sufrimiento Redentor a todo sufrimiento humano. En la medida en que el hombre se vuelva partícipe de los sufrimientos de Cristo -en cualquier lugar del mundo y en cualquier tiempo de la historia-, en tanto a su manera completa aquel sufrimiento, mediante el cual Cristo ha obrado la redención del mundo.
¿Significa esto que la redención realizada por Cristo no está completa? No. Esto significa únicamente que la redención obrada a través del amor sublime, permanece siempre abierta a todo amor expresado en el sufrimiento humano. En esta dimensión, la dimensión del amor, la redención ya realizada plenamente se realiza, en cierto sentido, constantemente. Cristo logró la redención por completo y hasta el final; pero al mismo tiempo no la ha cerrado. En este sufrimiento redentor, a través del cual se ha obrado la redención del mundo, Cristo se ha abierto desde el comienzo, y constantemente se abre, a cada sufrimiento humano. Sí, parece que forma parte de la esencia misma del sufrimiento redentor de Cristo el hecho de que haya de ser completado sin cesar. (SD 24).
No puede haber mayor dignidad conferida a ninguna criatura, ni mayor gloria en esta vida, que la gloria de ser «compañeros de trabajo con Dios» (cf. 1Cor 3, 9). Y no hay mayor obra que la obra de la redención amorosa de Cristo en la Cruz. De esto queda claro que los sufrimientos de nuestra vida pueden transformarse en nuestra gloria, si los unimos a los sufrimientos de Cristo, para la salvación de nosotros mismos y de los demás. «Los que somos fuertes debemos soportar las fallas de los débiles, y no agradarnos a nosotros mismos; que cada uno trate de agradar a su prójimo para el bien y la edificación común. Porque tampoco Cristo buscó su propia complacencia, como dice la Escritura: ‘Los ultrajes de los que te agraviaron cayeron sobre mí’ (Rom 15, 1-3).
Grados y medios de expiación
Podemos concluir nuestra consideración mencionando algunas de las formas en que podemos tomar nuestra cruz todos los días. Cristo ha sufrido el «gran camino de expiación»; a lo que nos llama es a la pequeña forma de expiación. Hay varios pasos que deben ser dados para seguir a nuestro Señor a lo largo del corto camino de expiación.
Primer paso: fidelidad a los deberes
El primer paso es bastante simple, quizás porque es tan «poco romántico» es el que la mayoría de la gente quisiera saltarse. Pero no hay forma de subir los siguientes pasos sin este primero. Este paso es el de nunca omitir nuestros deberes, independientemente del sufrimiento que nos causen. A pesar de la repugnancia natural que podamos tener por nuestros deberes, debemos ser fieles a ellos. El sufrimiento involucrado en este primer paso, puede implicar sufrimiento físico, pero la mayoría de las veces, consiste en el sufrimiento de someter continuamente nuestra voluntad a la rutina de la vida; el trabajo pesado, la estrechez aparentemente sofocante de la rutina diaria. Como señala un escritor espiritual: «Hay innumerables almas engañadas que descuidan algún deber de su estado en la vida y, sin embargo, piden permiso a sus confesores para practicar ciertas penitencias y mortificaciones de su propia elección. El cumplimiento exacto de todos nuestros deberes y obligaciones según sea nuestro estado en la vida, es el primer grado y es a su vez absolutamente indispensable para la crucifixión del yo».
Segundo paso: aceptación de las cruces que Dios elige
El segundo paso, que se basa en el primero, es la aceptación de las cruces que Dios nos envía, o las que él nos permite. Estas se refieren a las tantas pequeñas piedras que golpean nuestros dedos de los pies, a tanto polvo que sopla hacia nuestros ojos en nuestra vida diaria. Las contradicciones, las pruebas de paciencia, los malentendidos, las presiones, las enfermedades y las situaciones incómodas o embarazosas, las falsas acusaciones que tenemos que soportar, forman la cruz que Dios desea que carguemos con alegría. El mayor desafío es reconocer que lo que tenemos que soportar es de hecho una cruz de Dios. Por lo general, nos parece que proviene simplemente del destino ciego, o peor aún, de la irreflexión, la insensibilidad o incluso de la malicia de los demás. El punto es que, aunque Dios no quiere que nadie peque, aun así, si alguien peca de tal manera que nos lastima u ofenda, o nos cause una carga, es la voluntad de Dios que de nuestra parte estemos dispuestos a aceptar cualquier cruz que no podamos evitar. Deberíamos llegar al punto en que no solo lo aceptemos, sino que incluso oremos por aquellos que nos traen la cruz, «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,32).
San Juan de la Cruz escribió en una obra llamada Precauciones:
Es apropiado que pienses que todos [con quienes debes lidiar en la vida diaria] están ahí para ponerte a prueba, como realmente lo están; que algunos tienen que pulirte con palabras, otros con obras, otros con pensamientos en tu contra; y que en todas estas cosas debes estar sujeto a ellos como lo está una estatua para el artista que la esculpe, y la pintura para el pintor. Y si no observas esto, nunca sabrás cómo conquistar tu propia sensualidad y sentimentalismo, ni sabrás cómo comportarte bien con [otras personas], ni obtendrás santa paz, ni serás libre de ti mismo o de tus muchos males y defectos.
Está claro, pueden surgir situaciones que no son del todo saludables, y la única solución es alejarse de ellas. No es que siempre debamos simplemente «morder la bala» y perseverar. Debemos trabajar por una resolución, un entendimiento, una reconciliación cuando sea posible; debemos tratar de eliminar tensiones y dudas innecesarias. Deberíamos tratar especialmente de eliminar las cruces que nosotros mismos nos fabricamos. Como Santa Elizabeth Ann Seton dijo una vez, las cruces más difíciles son las que hacemos para nosotros mismos: «Uno se corta una cruz de orgullo; otro de descontento sin causa; otro de constante impaciencia e irritante nerviosismo».
Tercer paso: mortificaciones voluntarias
Si bien la aceptación de las cruces que Dios nos envía es una práctica muy importante y fundamental, estamos llamados a más. La Iglesia y los santos siempre han reconocido la necesidad de la abnegación voluntaria. La palabra «mortificar» viene de San Pablo, «si viven según la carne, morirán. Al contrario, si hacen morir (mortificar) las obras de la carne por medio del Espíritu, entonces vivirán» (Rom 8,13; cf. Col 3, 5).
La práctica de renunciar voluntariamente a las cosas es necesaria y se debe comenzar por eliminar todas las cosas que son pecaminosas o las ocasiones de pecado. Jesús usó un lenguaje muy duro para transmitir esta verdad: «Si tu ojo te hace pecar, sácalo… si tu mano te hace pecar, córtala… es mejor entrar ciego y manco que ir al infierno con todo tu cuerpo» (cf. Mt 5, 29-30). Está claro que no debemos causarnos daño físico permanente. Pero podemos decir, «si tu televisor te hace pecar, tíralo a la basura. Si tus amigos te llevan al pecado, no los veas más. Si Internet te hace pecar, tira la computadora o cancela el servicio. Haz lo que sea necesario para ser libre».
Esto se aplica también a las cosas que no son pecaminosas en sí mismas, pero que ciertamente no son útiles, y que constituyen una distracción para las cosas de Dios. Las personas, las cosas, las actividades que pueden convertirse fácilmente en una preocupación y que nos impiden la búsqueda de nuestra amistad con Dios, deben ser reducidas, debemos renunciar a ellas, al menos ocasionalmente, para mantener una cierta distancia de ellas.
Más allá de esto, hay muchas otras oportunidades para negarnos a nosotros mismos: por ejemplo, sentarse en una silla menos cómoda, en lugar de la «butaca»; levantarse de la cama tan pronto como suene la alarma; tomar duchas frías en lugar de calientes; siempre vestirse modestamente, independientemente del calor que haga; no ceder a la curiosidad; no perder el tiempo mirando televisión; no encender la radio o la grabadora en el automóvil; etc.
Cosas como estas deberían llevarnos a sacrificios cada vez más generosos con Dios. En general es importante que las penitencias inusuales se realicen solo bajo la dirección de un confesor o director espiritual. De esta forma evitamos la imprudencia y también el peligro aún mayor de la voluntad propia.
Cuarto paso: preferir el sufrimiento al placer
Al siguiente paso se llega con un don especial de la gracia de Dios que bendice nuestros propios esfuerzos humanos. Es tener un gran amor por el sufrimiento; desear sufrir más que desear el placer. San Juan de la Cruz describe este paso:
Esforzarse siempre por inclinarse, no hacia lo que es más fácil, sino hacia lo que es más difícil; no a lo que es sabroso, sino a lo que es más amargo; no a lo que es más agradable, sino a lo que es menos agradable; no a lo que da descanso, sino a lo que exige esfuerzo; no a lo que es un consuelo, sino a lo que es una fuente de tristeza; etc.
El sufrimiento no es un fin en sí mismo, pero se desea porque se reconoce como el medio para obtener más rápidamente la unión con el Amado. Santa Rosa de Lima se inspiró profundamente en esta verdad, de modo que dijo:
Una fuerza grande se apoderó de mí y pareció colocarme en el medio de una calle, para poder decir en voz alta a las personas de todas las edades, sexos y estados: «Oigan, personas; oigan, naciones!. Estoy advirtiéndoles sobre el mandamiento de Cristo usando palabras que salieron de sus propios labios: No podemos obtener gracia a menos que suframos aflicciones. Debemos acumular problemas sobre problemas para lograr una participación profunda en la naturaleza divina, la gloria de los hijos de Dios y perfecta felicidad del alma… ¡Si tan solo los mortales aprendieran lo grandioso que es poseer la gracia divina, cuán hermoso, noble, precioso! ¡Cuántas riquezas esconde en sí mismo, cuántas alegrías y deleites! Sin duda dedicarían todo su cuidado y preocupación por ganar para sí mismos dolores y aflicciones. Todos los hombres del mundo buscarían problemas, enfermedades y tormentos, en lugar de buena fortuna, para alcanzar el insondable tesoro de la gracia».
Quinto paso: víctima de la expiación
La consumación de estos grados de expiación, es el acto de ofrecerse como víctima de la expiación por los pecados del mundo. Como escribieron algunos grandes escritores espirituales de nuestro tiempo: «Debemos decir con gran insistencia que este acto sublime está completamente por encima del camino ordinario de la gracia. Sería una presunción terrible para un principiante o para un alma purificada imperfectamente, ubicarse en este estado». ‘Ser llamado víctima es fácil y satisface el amor propio, pero realmente ser víctima exige pureza, un desapego de las criaturas, un heroísmo que se abandona a todo sufrimiento, a toda humillación, a una oscuridad inefable; yo consideraría tonto o extraordinario, si alguien que está al comienzo de la vida espiritual, intentara aquello que el Divino Maestro no hizo de una vez sino gradualmente”.
Dicho esto, podemos notar que Santa Teresa del Niño Jesús, Doctora de la Iglesia, recomendó a todos sus novicios el Acto de Oblación al Amor Misericordioso. En esta oración, el alma se ofrece «como víctima de holocausto al amor misericordioso de Dios».
Para vivir en un solo acto de Amor perfecto, me ofrezco como víctima de holocausto a tu amor misericordioso, pidiéndote que me consumas incesantemente, permitiendo que las olas de infinita ternura encerradas dentro de ti se desborden en mi alma, y que ¡así pueda convertirme en mártir de tu amor, Dios mío!
Esto es para notar que, siguiendo el ejemplo de la humildad y la sobriedad de esta gran santa, podemos hacer una ofrenda de nosotros mismos a Dios. Esto se hace de tal manera que dejamos completamente en manos de su sabiduría, el disponer de nosotros como él desee, para la salvación de las almas.
El ejemplo clásico de un alma víctima, es Santa Catalina de Siena, quien escribió: «La única causa de mi muerte es mi celo por la Iglesia de Dios, que me devora y consume. Acepta, oh Señor, el sacrificio de mi vida por el Cuerpo místico de tu santa Iglesia». Tal ofrenda no se hace principalmente para la propia santificación. Es por el bien de la Iglesia. Sin embargo, indirectamente, si el alma corresponde a las gracias, convierte el alma en una imagen viva y una reproducción fiel de Jesucristo, el mártir divino del Calvario.
Conclusión
Hemos considerado la justicia misericordiosa de Dios hacia nosotros, que no sólo perdona nuestros pecados, sino que nos permite participar en la obra redentora de Cristo. Esto es lo que nos lleva a irradiar en nuestras vidas la gloria de la cruz de Cristo, y nos lleva a la gloria del cielo. Debemos recurrir, por lo tanto, a nuestra Madre, la Madre de los Dolores, y rogarle que «nos haga sentir como ella ha sentido, que haga que nuestras almas brillen y se derritan por nuestro Salvador crucificado». Podemos concluir con una estrofa de un poema de James Kirkup:
Oh, que pueda aprender a amar esa alegría sembrada de pasión.
Ese es el placer insinuado de la gracia salvaje del alma.
En brillantes paraísos de alegría divina.
Que la ternura terrenal recibida: donde no hay brillante dolor.
En el deseo imperfecto de nuestro amor por la gracia perfecta.
¡Oscurece el éxtasis de amor del corazón celestial!