La fuente fundamental de todo esfuerzo misionero cristiano es el poder de Dios. Como hemos visto en la primera parte de este trabajo, la omnipotencia de Dios es triple. Es universal, es misericordioso y es misterioso. Del mismo modo, cuando se envían apóstoles para proclamar a Cristo en el poder de Dios, se envían con fuerza de acuerdo con estas tres dimensiones de la omnipotencia de Dios.
«Nuestro auxilio está en el Nombre del Señor, que hizo el cielo y la tierra« (Salmo 124, 8)
La primera dimensión del poder de Dios fue evidente en la proclamación del Evangelio por los apóstoles y a lo largo de la historia de la Iglesia. Dios acompañó la proclamación del Evangelio con muchos signos de su confirmación. Fueron tantos los milagros que ocurrieron, que la gente colocaba a los enfermos y a los atormentados por espíritus inmundos en las calles, para que al pasar Pedro, al menos su sombra cayera sobre ellos. San Lucas registra que «… todos eran sanados» (Hechos 5, 14-16).
Si bien no esperamos tener tantos milagros que acompañen nuestra propia participación en la misión, estos y otros milagros similares que acompañaron la vida de los santos, son indicativos del poder de Dios que está presente en cada misión. Si hacemos Su trabajo, Él proporcionará los recursos necesarios para cumplirlo de acuerdo con su santa voluntad. De nuestra parte, debemos poner nuestra confianza inquebrantable en su omnipotencia, dándonos cuenta de lo que San Pablo expresó: «Todo lo puedo en Aquel que me conforta» (Filipenses 4,13).
Pero otra gran manifestación del poder de Dios en la misión inicial de los apóstoles y de los que siguieron sus pasos, fue su valentía. Los apóstoles recibieron el don de la fortaleza en Pentecostés, el cual les permitió alegrarse «Y ellos salieron del Sanedrín, dichosos de haber sido considerados dignos de padecer por el Nombre de Jesús» (Hechos 5,41). Lejos de obtener ventaja para su bienestar temporal, los apóstoles proclamaron su fe en Jesucristo, incluso cuando ello implicara encarcelamiento, palizas, castigos, exilio y martirio. “Y con gran fortaleza los apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor Jesús” (Hechos 4,33).
A través de los siglos, a pesar de las continuas y a veces virulentas persecuciones que se han librado contra la Iglesia, especialmente en nuestro tiempo presente, la luz de Cristo resucitado de entre los muertos, continúa brillando con gran esplendor en el mundo. Fue Tertuliano quien acuñó la frase ahora famosa, «Semen est sanguis Christianorum» La sangre [de los mártires] es la semilla de nuevos cristianos. Llega a esta frase diciendo: «¡Crucifícanos, tortúranos, condénanos, destrúyenos! … ni siquiera tu crueldad, por grande que sea, logrará algo: más bien, es un incentivo para nuestra religión. Cuanto más seamos masacrados por ti, más numerosos nos hacemos. ¡La sangre de los mártires es la semilla de nuevos cristianos!»
Dependemos completamente de la fuerza de Dios, que nos da valentía, para nuestra propia profesión de fe. Este coraje va desde el hacer la señal de la Cruz en público, hasta ser capaces de perder nuestro trabajo para vivir según los estándares de nuestra fe cristiana, y hasta el estar dispuestos a sufrir encarcelamiento y muerte por causa de nuestra fe en Cristo. Santa Teresa de Lisieux, patrona de las misiones, en uno de sus escritos a Maurice Belliere, el misionero a quien «adoptó» dice:
«Sé que aspiras a la alegría de dar tu vida por el divino Señor, pero el martirio del corazón no es menos fructífero que el del derramamiento de sangre, y de ahora en adelante este martirio es nuestro; entonces tengo buenas razones para decir que tu suerte es hermosa y que es digna de un apóstol de Cristo».
Oremos para que seamos fieles en las cosas pequeñas, especialmente en el «martirio del corazón» para que también se nos puedan confiar cosas mayores.
Confía en la bondad de Dios
La segunda dimensión de la omnipotencia abarca la misericordia de Dios. Una comprensión completa de esta cualidad del poder de Dios, afirma a una persona en su misión. La confianza en el poder misericordioso y todopoderoso de Dios, fortalece el cumplimiento de una misión. Al hablar del pecado original de Adán y Eva, el catecismo enseña con perspicacia: «El hombre, tentado por el diablo, dejó morir en su corazón la confianza en su Creador (cf. Gn 3,1-11) y, abusando de su libertad, desobedeció el mandato de Dios. En esto consistió el primer pecado del hombre. En adelante, todo pecado posterior será una desobediencia a Dios y falta de confianza en su bondad » (CIC 397). «Adán y Eva pierden inmediatamente la gracia de la santidad original. Tienen miedo del Dios de quien han concebido una falsa imagen: la de un Dios celoso de sus prerrogativas» (CIC 399). A menudo pensamos en el pecado en términos de desobediencia, pero aquí el catecismo indica otros elementos que participan en el pecado: temor y desconfianza en la bondad de Dios. El diablo no quiere nada más que formar una «imagen distorsionada» de Dios en nuestras mentes; para hacer que Dios parezca cruel, siniestro o despreocupado por nuestro bienestar. ¿Qué puede devastar nuestra motivación y socavar nuestra fuerza más que la falsa noción de que Dios está conspirando en contra de nuestros mejores intereses?
Predicar a Cristo, es una misión que tiene como centro dar a conocer que «… Dios, que es rico en misericordia, por su gran amor con que nos amó, precisamente cuando estábamos muertos a causa de nuestros pecados, nos hizo revivir con Cristo; ¡ustedes han sido salvados gratuitamente!» (Ef 2, 4-5). El amor de Dios por nosotros es un amor fiel. «Te he amado con un amor eterno» (Jer 31, 3). Aunque somos infieles, él permanece fiel. Nuestra respuesta a su fidelidad es fidelidad y confianza.
Cuanto más profunda sea nuestra fe y amor, más nos sentiremos obligados por el deseo de llevar la verdad salvadora de Cristo a los demás. San Juan Pablo II escribió: «La misión es un tema de fe, un indicador exacto de nuestra fe en Cristo y su amor por nosotros» (RM 9). Esto está bellamente expresado en una famosa carta de San Francisco Javier, enviada a San Ignacio de Loyola:
Muchas, muchas personas en este lugar no se están convirtiendo al cristianismo por una sola razón: no hay nadie que los haga cristianos. Una y otra vez, he pensado en recorrer las universidades de Europa, especialmente en París y en todas partes, llorando como un loco, llamando la atención de aquellos con más conocimientos que caridad: «¡Qué tragedia: cuántas almas están siendo excluidas del cielo y están cayendo en el infierno, gracias a ti!»
Desearía que trabajaran tan duro en esto como lo hacen en sus libros y así liquiden su cuenta con Dios para su aprendizaje y por los talentos que se les confían. El pensamiento ciertamente les conmovería a la mayoría de ellos para meditar en las realidades espirituales, para escuchar activamente lo que Dios les está diciendo. Olvidarían sus propios deseos, sus asuntos humanos y se entregarían por completo a la voluntad de Dios y su elección. Clamarían con todo su corazón: ¡Señor, aquí estoy! ¿Qué quieres que haga? Envíame a donde quieras, ¡incluso a la India!
Nuestra comprensión de este segundo elemento de la Omnipotencia de Dios, es el fruto de la oración y de buscar seriamente la unión con Dios. Por esta razón, nuestro santo padre escribió: «A menos de que el misionero sea un contemplativo, no puede proclamar a Cristo de manera creíble» (RM 91).
Trabajando a la sombra de la cruz
La tercera dimensión de la actividad misionera es la que sigue a la naturaleza misteriosa de la omnipotencia de Dios: la conquista de lo que parece ser impotencia. Los apóstoles estaban familiarizados con este aspecto de la misión. Cristo les advirtió: «Serán entregados a la tribulación y a la muerte; y serán odiados por todas las naciones a causa de mi Nombre» (Mt 24, 9).
Según ciertas tradiciones, el apóstol Santiago, el Mayor, fue el primero en traer la fe a la Península Ibérica. Viajó por España y Portugal, estableciendo la sede en la ciudad de Braga en Portugal y de Toledo en España. Pero a pesar de sus muchos esfuerzos, hubo pocos conversos. A los efectos prácticos, parecía que su viaje misionero era un completo fracaso. Regresó a Jerusalén, el rey Herodes lo encarceló y lo mató en el año 68. Fue el primer apóstol en ser martirizado. Pero en el misterioso designio de Dios, su viaje fue un gran triunfo. La Virgen María se le apareció a Santiago mientras él todavía estaba en España. Con Nuestra Señora, aparecieron dos ángeles que llevaban una columna que representaba la columna de la fe y le dijeron que Iberia [España y Portugal] se convertiría en una columna de la fe para toda la Iglesia. De hecho, casi la mitad de la Iglesia católica desciende de los esfuerzos misioneros de España y Portugal en América, África, India y Asia. En el lugar de la aparición se construyó la Basílica de Nuestra Señora del Pilar en Zaragoza, España, donde se venera un pilar milagroso que aún irradia el olor de la santidad. A través de la ofrenda de su vida en Jerusalén, sin duda, Santiago fue, en la locura de la Cruz, responsable de las conversiones masivas que seguirían. Sus reliquias fueron transportadas al norte de España. Su lugar de entierro, oculto durante siglos, se dio a conocer por medio de los ángeles, a través de la aparición milagrosa de una estrella sobre el lugar. En ese lugar se construyó un santuario que se convertiría en el centro de peregrinación más grande de Europa durante la Edad Media. Se llama Santiago Compostela, que significa: Santiago de la Estrella en el Campo.
Similar es la historia de San Pedro Chanel. Él vivió en el siglo XIX, fue misionero en Oceanía. Trabajó durante años entre los nativos de esas islas con relativamente poco éxito. Mediante su predicación logró destruir el culto pagano a los espíritus malignos, que los jefes de los nativos alentaban para mantener a la tribu bajo su dominio. Esto provocó que los jefes de la isla de Futuna, torturaran y mataran a San Pedro con la esperanza de que esto destruyera la fe cristiana. Por el contario, lejos de obtener su propósito, el hermano laico que asistía a San Pedro Chanel atestiguó:
La sangre de este mártir benefició, en primer lugar, a los nativos de Futuna, pues unos años más tarde todos se convirtieron a la fe de Cristo. También benefició a las otras islas de Oceanía, donde las iglesias cristianas, que reclamaban a San Pedro como su primer mártir, ahora están floreciendo.
El mismo San Pedro Chanel dijo una vez: «Hay uno que siembra y otro que cosecha». Tal debe ser la actitud de quienes difunden la palabra de Dios. Nuestra propia participación en la misión también puede a veces experimentar esta misma prueba oscura. Se requiere una disposición para trabajar sin resultados visibles, una disposición para trabajar sin disfrutar de los frutos. Sin dejarnos desalentar por el desánimo, recemos por la fuerza de Dios para plantar su semilla, con la esperanza de que algún día germine.
Orientación práctica sobre cómo cooperar con las misiones
Podemos concluir con algunas sugerencias prácticas de nuestro santo Padre acerca de cómo todos los fieles pueden cooperar en el esfuerzo misionero de la Iglesia. Los fieles cristianos tienen la obligación de compartir la responsabilidad de la actividad misionera a través de lo que el papa Juan Pablo II llama «cooperación misionera» (RM 83). Da algunas pautas sobre cómo se cumple esta obligación.
Primero, deja en claro que cada misionero debe preocuparse primero por su propia unión personal con Cristo. Así también, debemos dedicarnos a la oración, la lectura espiritual y la meditación. A medida que nuestro amor se dirige a Cristo, también lo hace nuestro anhelo. A medida que aumenta nuestra amistad con Cristo, comenzamos a desear que otros lleguen a conocer y compartir su bondad. Este es el comienzo del espíritu misionero. Una indicación de nuestra verdadera madurez en la vida de Cristo en nuestras almas, es la «sed» por la salvación de los demás.
Esto nos lleva a la segunda recomendación de nuestro santo Padre: la oración por las misiones y las vocaciones misioneras. Esta oración incluye no solo oraciones privadas, sino también la promoción de oraciones públicas por las vocaciones. Es importante que tratemos de inspirar a tantas personas como podamos, a «Rogar para que el Señor de la mies, envíe obreros a su mies» (Mt 9,38). Además de la oración, debemos estar listos para hacer sacrificios por los misioneros. Sabemos muy bien que Santa Teresa de Lisieux fue declarada patrona de las misiones no por su trabajo misionero activo, sino por la ofrenda de su vida en oración y sufrimientos intensos, por el éxito de las misiones.
Más allá de esto, también nos alienta a ser activos en la promoción de vocaciones misioneras. Esto se puede hacer dentro de la propia familia, para aquellos que tienen niños pequeños que están discerniendo su vocación, colocando ante sus ojos la nobleza y belleza de aquellos hombres y mujeres que han dedicado sus vidas a difundir la fe. Estas almas generosas deberían ser los héroes y modelos a seguir de nuestra juventud, para inspirarlos a una dedicación similar a Cristo. Esto también lo pueden hacer todos distribuyendo libros e información sobre las obras misioneras de las comunidades fieles a la Iglesia. También estamos llamados a proporcionar apoyo material y financiero para las misiones en la medida en que podamos.
También debemos esforzarnos por participar directamente en las misiones cuando sea posible. Esto lo podemos hacer mediante nuestro testimonio, a través de nuestra vida cristiana, cuando estamos en países extranjeros no cristianos. Ya sea que viajemos por turismo, trabajo, estudio u otras razones, nos corresponde siempre manifestar nuestra fe. Debemos ser conscientes del peligro de escandalizar a los demás con una muestra de materialismo o consumismo que nubla la clara imagen del cristianismo en la mente de tantos no cristianos debido al turismo desordenado. Esta participación directa, también se logra en el propio país con la ayuda de los inmigrantes, los pobres y los necesitados; también por nuestra disposición a hablar de Cristo a otros en nuestro lugar de trabajo y vecindario. El santo Padre Juan Pablo II ha hablado a menudo del «apostolado de familia a familia». En lugar de ceder ante la tendencia del mundo, a hacer del deporte u otras actividades, un foco central en la familia, estamos llamados a participar en estas cosas sin excluir la misión central que tenemos de profesar a Cristo a los demás. Como escribió el santo padre, «Por lo tanto, las iglesias particulares deberían hacer de la promoción de las misiones un elemento clave en la actividad pastoral normal de las parroquias, asociaciones y grupos, especialmente los grupos de jóvenes» (RM 83). Se nos han confiado las verdades de la fe, tanto para nosotros mismos como para que sean transmitidas a los demás. Oremos para que podamos hacerlo en el poder de Dios y de acuerdo con su santa voluntad. “Pongan al servicio de los demás los dones que han recibido, como buenos administradores de la multiforme gracia de Dios. El que ha recibido el don de la Palabra, que la enseñe como Palabra de Dios. El que ejerce un ministerio, que lo haga como quien recibe de Dios ese poder, para que Dios sea glorificado en todas las cosas, por Jesucristo. ¡A Él sea la gloria y el poder, por los siglos de los siglos!”. Amén (1 P 4, 10-11).