El papa Juan Pablo II escribió una vez: «El llamado universal a la santidad está estrechamente relacionado con el llamado universal a la misión. Cada uno de los fieles está llamado a la santidad y a la misión» (Redemptoris Missio, en adelante, RM-90). La verdadera santidad se funda en la fe en Jesucristo y se perfecciona en el amor que proviene únicamente de la gracia de Jesucristo. La fe abre nuestros ojos para ver «cuán rica es la gloria de la herencia que Dios ofrece entre su pueblo santo, y la extraordinaria grandeza del poder con que Él obra en nosotros, los creyentes, por la eficacia de su fuerza” (Ef 1, 18-20). Al mismo tiempo, nos ayuda a reconocer la miseria espiritual de innumerables millones de personas que no tienen noción del «tesoro insondable de Cristo» (cf. Ef 3, 8) y la gran dignidad a la que están llamados. Una fe completamente desarrollada, experimenta el deseo de ser comunicada a los demás, como escribió el papa Juan Pablo II: «Compartir la misión universal… es el signo de la madurez en la fe y de una vida cristiana que da fruto. De esta manera, cada creyente amplía el alcance de su caridad y muestra preocupación tanto por los que están lejos, como por los que están cerca» (RM 77). La fe es un talento que nos ha sido confiado; Dios espera que también lo invirtamos para el beneficio de los demás. Es decir, la fe debe dar frutos de caridad y servicio. Sabemos que al que mucho se le da, mucho se le exigirá.
En este sentido, el Santo Padre exhortó a los fieles: La misión de la Iglesia se deriva no solo del mandato del Señor, sino también de las profundas demandas de la vida de Dios dentro de nosotros. Los que están incorporados a la Iglesia católica, deben sentirse privilegiados y por esa misma razón, su mayor obligación es dar testimonio de la fe y de la vida cristiana, como un servicio a sus hermanos y hermanas y como una respuesta adecuada a Dios. (RM 11)
¿Qué es la misión?
La naturaleza de la misión se entiende correctamente sólo a la luz de su verdadero objetivo. Hay muchos elementos accidentales que comúnmente se pueden asociar con la misión, como abandonar la patria por predicar el Evangelio en tierras extranjeras, o ayudar a las personas en un nivel natural a vivir una vida más digna. Pero como escribió el papa Juan Pablo II: «El objetivo final de la misión, es permitir que las personas compartan la comunión que existe entre el Padre y el Hijo» (RM 23). La misión de Jesucristo, el Hijo eterno, consistió en unir a los hombres al Padre. Entró en este mundo en aras de establecer el camino, la única y verdadera puerta que conduce a Dios Padre. La sagrada humanidad de Cristo, la Iglesia que es su cuerpo místico, y los sacramentos, que son los instrumentos de esa misma sagrada humanidad, ofrecen al mundo el único acceso posible al Padre. Cada misión dentro de la Iglesia tiene la misma finalidad y utiliza los mismos medios. «Porque en ningún otro hay salvación, ni existe bajo el cielo otro Nombre dado a los hombres, por el cual podamos salvarnos» (Hechos 4,12).
Los santos Ángeles, son «Misioneros» de Dios, son «enviados» para cumplir la voluntad de Dios en el mundo, participan en esta misma misión. El medio que emplean en su tarea, de llevar a los hombres a compartir la vida divina, es siempre la gracia de Jesucristo, la Palabra Encarnada. “Cristo es el centro del mundo de los ángeles. Los ángeles le pertenecen porque fueron creados por Él y para Él. (Col 1, 16). Le pertenecen más aún porque los ha hecho mensajeros de su designio de salvación: «¿Es que no son todos ellos espíritus servidores con la misión de asistir a los que han de heredar la salvación?» (Hebreos 1,14) “(CIC 331). Nunca debemos olvidar que la meta a la que Dios llama a todos los hombres es sobrenatural, y que el único medio proporcionado para ese fin son los medios sobrenaturales ofrecidos por Jesucristo y su Iglesia. La bondad natural y la virtud no son suficientes para lograr ese objetivo. Si bien es cierto que el Espíritu Santo está trabajando para llevar la gracia de Jesucristo a las personas de todas las tradiciones religiosas, no se puede pasar por alto, que estas tradiciones por si mismas, no solo no pueden salvar, sino que a menudo contienen ciertos elementos que constituyen un obstáculo a la salvación en la medida en que dependen de supersticiones u otros errores (cf. 1 Cor 10, 20-21; Congregación para la Doctrina de la Fe, Dominus Iesus 21). Es por esta razón que la Iglesia enseña, que los seguidores de otras religiones están hablando objetivamente en una «situación gravemente deficiente» en comparación con aquellos que, en la Iglesia, tienen la plenitud de los medios de salvación (cf. Dominus Iesus 22). Como Cristo es el único mediador de la salvación, la caridad insta a la Iglesia y a todos sus miembros en su tarea de traer a Cristo, la luz, al mundo. Es esta misión absolutamente exclusiva de Cristo la que llevó a san Pablo a exclamar: «¡Ay de mí si no predico el Evangelio!» (1 Cor. 9,16).
Fundamento de la actividad misionera
Como el objetivo de toda misión es llevar a los hombres a una comunión de vida y amor con Dios, el papa Juan Pablo II escribió: «La cooperación misionera está arraigada y se vive, sobre todo, en una unión personal con Cristo. Solo si estamos unidos a él como las ramas de la vid (cf. Jn 15, 5) podemos producir buenos frutos» (RM 77). En primer lugar, debemos vivir en unión con Cristo a través del amor como piedras vivas de construcción de la Iglesia, y de este modo convertirnos en el «sacramento y el signo [es decir, un instrumento eficaz] de unión con Dios y la unidad de todos los hombres» (Vaticano II, Lumen Gentium 1). Es ante todo a través del testimonio de una vida santa que cada cristiano participa en la misión de la Iglesia. Lo contrario se expresa en las palabras de Ralph Waldo Emerson: «Lo que tú haces habla tan fuerte que no me deja escuchar lo que dices». Es a través de nuestro amor mutuo que podemos darle al mundo una prueba convincente del hecho de que el Padre envió al Hijo al mundo (cf. Jn 17, 21-23). San Francisco de Asís dijo una vez: «predica el Evangelio en todo momento, pero solo usa palabras si es necesario».
Dicho esto, es necesario afirmar que el verdadero espíritu misionero debe extenderse más allá de los límites de la propia patria y el entorno inmediato. Participa en la voluntad universal de Dios para la salvación que no está restringida a un área o una sola nación. El Papa Juan Pablo II enseñó la necesidad de superar la fuerte tentación al aislamiento, que no ve las necesidades de la Iglesia universal y que cede ante una forma de provincialismo o exclusividad (cf. RM 85). Incluso cuando uno no puede abandonar su tierra natal, es importante dedicarse a la difusión universal del Evangelio de cualquier manera posible.
Crisis en el celo misionero
Durante los últimos años se ha visto una disminución drástica, en el celo misionero entre muchos miembros de la Iglesia Católica. Este declive no es solo en el área de las vocaciones a las comunidades religiosas misioneras, sino también en la preocupación general de los fieles laicos al orar y apoyar las actividades misioneras de la Iglesia. Hay varias razones para esta disminución en el celo misionero.
Una de las razones más importantes, es un falso sentido de confianza en la misericordia de Dios, que tiene efectos perjudiciales no solo en el celo misionero, sino también en la lucha personal por la santidad. Muchos hoy creen que la obtención del cielo es segura para todos, o al menos, que ello requiere tan solo un poco de bondad común del corazón. Sustentándose sobre la noción de que Dios es tan misericordioso que nunca enviaría a nadie a un castigo eterno, se cree que con poco o ningún esfuerzo, todos los hombres entrarán en la visión eterna de Dios, sin importar si son fieles o fervientes en su práctica de la fe cristiana.
Es cierto que Jesucristo ha revelado la infinita misericordia de Dios a través de su predicación, y aún más, a través de su disposición a sufrir y morir por nuestros pecados. Sin embargo, al mismo tiempo dejó en claro, que el camino hacia la salvación eterna no es fácil, como cuando dijo: «Entrad por la puerta estrecha; porque es ancha la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición, y son muchos los que van por allí. Pero ¡qué angosta es la puerta y estrecho el camino que lleva a la vida!, y son pocos los que lo encuentran» (Mt 7, 13-14). Estas palabras tienen la intención de liberarnos de los efectos paralizantes de la presunción, estimularnos en nuestro propio camino personal de santidad y, al mismo tiempo, alentarnos a ayudar a otros a aceptar el camino que conduce a la vida.
Cooperando activamente en las misiones
Pero, ¿cómo estamos llamados a ejercer nuestro celo misionero por Cristo? El papa Juan Pablo II comienza mencionando la importancia de la oración: «Entre las formas de compartir, el primer lugar lo tiene la cooperación espiritual a través de la oración, el sacrificio y el testimonio de la vida cristiana. La oración debe acompañar el viaje de los misioneros, para que la proclamación de la palabra sea efectiva por la gracia de Dios. En sus cartas, San Pablo a menudo pide a los fieles que recen por él para que pueda proclamar el Evangelio con confianza y convicción.» (RM 78)
El agente principal de toda la misión de la Iglesia es el Espíritu Santo que obra a través de quienes predican el Evangelio, así como en aquellos que escuchan la predicación del Evangelio. Pero Santo Tomás de Aquino enseña que «aunque el Espíritu Santo es el principio de todas las iluminaciones divinas, Dios obra estas gracias en los hombres por medio de los ángeles» (Summa Theo. II-II, 172, a. 2). Es útil darse cuenta de que no solo cada persona disfruta de la ayuda de su propio Ángel Guardián, sino que cada nación y grupo étnico tiene la ayuda de su propio ángel. Es de especial eficacia rezar a los ángeles de las naciones, para que se coopere con ellos en la preparación de los corazones de los hombres para la luz de Cristo. Cuando pensamos en las naciones que necesitan ayuda especial a este respecto, no debemos olvidar, aquellas naciones que alguna vez fueron fuertes en la fe pero que actualmente necesitan desesperadamente una nueva evangelización.
También podemos unir nuestras oraciones a los esfuerzos de aquellos dedicados a la predicación, para que puedan estar abiertos a la inspiración de los ángeles, para saber lo que hay que decir o hacer para la promoción del Evangelio. En Hechos de los Apóstoles se relata que durante la noche, Pablo tuvo una visión. Vio a un macedonio de pie, que le rogaba: “Ven a Macedonia y ayúdanos” (Hechos 16, 9). Es posible que Dios haya llamado a Pablo a través del ángel de Macedonia, que estaba pidiendo ayuda para llevar a Cristo a evangelizar a este pueblo.
Al hablar de los medios para cooperar con las misiones, el papa Juan Pablo II agrega: “La oración debe ir acompañada de sacrificio. El valor redentor del sufrimiento, aceptado y ofrecido a Dios con amor, deriva del sacrificio de Cristo mismo, que llama a los miembros de su cuerpo místico, a compartir sus sufrimientos para completarlos en su propia carne (cf. Col 1,24). El sacrificio de los misioneros debe ser compartido y acompañado por los sacrificios de todos los fieles.” (RM 78)
Entre los motivos para declarar a Santa Teresa de Lisieux patrona de las misiones, el papa Pío XI mencionó su costumbre de ayudar a los misioneros “por quienes ofrecía a su divino Esposo Jesús sus oraciones, las penitencias ordinarias y de la regla y, sobre todo, los agudos dolores que le originaba su penosa enfermedad” (Rerum Ecclesiae 57). Ha agradado a Dios revelar el valor duradero de esta fe y generosidad de Santa Teresita al bendecir su misión de tal manera que continúe dejando caer una lluvia de rosas sobre todas las naciones de la tierra. El ardor con el que uno desea compartir la verdad con los demás, junto con la conciencia sobrenatural del valor de los sufrimientos unidos con el sacrificio de Cristo, lleva a los fieles a la generosidad al hacer sacrificios por los misioneros.
Además de la ayuda espiritual que se puede dar a las misiones, el papa Juan Pablo II menciona la importancia de ayudar materialmente: «Las necesidades materiales y financieras de las misiones son muchas: no solo para establecer la Iglesia con estructuras mínimas (capillas, escuelas para catequistas y seminaristas, vivienda), sino también para apoyar obras de caridad, educación y promoción humana (un vasto campo de acción especialmente en países pobres)». (RM 81)
Sucedió una vez que un misionero, que regresaba de Japón, en su camino hacia Roma, realizó una parada en Moscú. En ese momento Moscú era comunista. Sólo había una iglesia en la que podía ofrecer misa. Cuando terminó su acción de gracias después de la misa, una anciana rusa le tocó el hombro y le dijo en francés: «Escuché que vas a ir a Roma, te pido un inmenso favor, dale este paquete al Santo Padre, a quien amo mucho». Ella no quería que él abriera el paquete, pero considerando los estrictos controles fronterizos, él insistió en saber qué había en el paquete. Al abrirlo, vio que estaba lleno de dinero, una fortuna.
Miró a la mujer: era pobre, tenía ropa raída y era evidente que se encontraba en extrema necesidad. Entonces le dijo: «¡Necesitas este dinero para ti!» Ella respondió llorando: «Si no le llevas esto al Santo Padre, te pido que me mates, pues esto le ha dado sentido a mi vida. Durante años he economizado y ahorrado, sin comprar ciertas cosas, pero con gran alegría», pues pensé: soy hija de la Iglesia, soy hija del Santo Padre. Me he sentido físicamente separada de la comunión con mi Madre la Iglesia, pero al menos este dinero ayudará al trabajo de las misiones. Viví tantos años con la alegría de pensar en este momento. Cada renuncia fue una alegría. Por favor lleve este dinero al papa. Si no, quítame la vida».
Estas palabras nos recuerdan el Antiguo Testamento cuando Raquel le dijo a su esposo Jacob: «¡Dame hijos o moriré!» (Génesis 30, 1). El ardiente deseo de ser fructífero, especialmente en el nivel espiritual, es parte de la madurez de la fe.
Llamados a ser misioneros
Sin embargo, nuestra obligación de cooperar en la misión de Cristo no se cumple mediante la oración, el sacrificio y las donaciones financieras. Los cristianos están llamados no sólo a ayudar a los misioneros. Más bien, nosotros mismos debemos ser misioneros. La santidad cristiana exige el amor y la valentía para compartir nuestra fe con quienes nos rodean. Nuestras conversaciones, deben revelar que las verdades de nuestra fe están en el centro de nuestros corazones y principalmente en nuestros pensamientos. Es cierto que necesitamos discernimiento para saber cuándo y cómo hablar para ser testigos efectivos. Pero, sobre todo, necesitamos fe en el poder de la gracia de Dios, para alcanzar los corazones incluso de aquellos que parecen ser hostiles al Evangelio. Debemos aprender a ver que, más allá de un exterior endurecido, a menudo hay una profunda desesperación que con frecuencia gobierna los corazones de aquellos que no conocen a Cristo. Las palabras pronunciadas con amor y paciencia, plantan semillas que pueden tardar años en germinar y luego florecer. La perseverancia y la coherencia en nuestro testimonio de Jesucristo, es el mejor regalo que podemos ofrecer a nuestros compañeros de trabajo, colegas, amigos, conocidos y familiares. Las familias cristianas en particular, tienen la misión especial dentro de la Iglesia, de llevar el Evangelio a sus propios miembros y a otras familias (cf. JPII, Familiaris Consortio 49-64). Incluso con respecto a aquellos que ya tienen fe, tenemos la misión de ayudarlos a avanzar en un amor y dedicación cada vez mayor hacia Dios y su Iglesia.
Pedimos a María, la Madre y modelo de todos los misioneros, que acreciente nuestro celo apostólico y nos ayude a ejercer con los Santos Ángeles, el mandato misionero que hemos recibido de Jesucristo. Oramos para que, si es necesario, tengamos la valentía de soportar la persecución con paciencia determinada, por el bien de la palabra de Dios y el testimonio de Jesús, contentos de saber que podemos ayudar a todos los hombres y mujeres en la tierra a conocerle a Él y ser salvos.