Obedecer

La gracia se realiza solo a través de nuestra cooperación. A través de la obediencia a la palabra del ángel, la Virgen María en la Encarnación, se convirtió en la mediadora de la gracia para toda la humanidad. Si estamos preocupados por nosotros mismos, siendo temperamentales y sintiendo lastima de sí mismo, no estaremos abiertos a obedecer la palabra de Dios. Para que la gracia dé fruto, también debemos aprender a aceptar el llamado de la gracia al sacrificio, a la generosidad y al servicio, obedeciendo la inspiración del santo ángel.

La Obediencia como columna angular en la Vida de la Iglesia

Conferencia del Rev. Titus Kieninger, ORC

 

¡Tuyo, Señor, es el poder y la gloria!

y las alas de tus ángeles llevan tu Palabra sobre la creación en santa obediencia.

Danos, Señor, la ayuda de tus ángeles, para que podamos ejecutar prontamente en santa obediencia
tu Palabra tal como viene de los superiores y maestros de tu Iglesia.
San Gabriel, tú que llevaste la obediencia de María al Cielo,
deja que la santa obediencia sea para nosotros un escudo de defensa contra el maligno, para
que la semilla de la Palabra de Dios crezca y dé fruto. Amén

La necesidad de ver nuestro tema en conjunto con otros temas

La secuencia de conferencias para este retiro, no es simplemente una serie de temas no relacionados, sino que sigue tanto el plan de mediación de la gracia de DIOS en su completo desarrollo en la historia de la salvación.

Primero, consideraremos a DIOS y su llamado amoroso, que merece una respuesta total e incondicional de nuestra parte, y es digno de la obediencia voluntaria, como actitud fundamental.

Este llamado de DIOS nos llega hoy a través de la mediación de la gracia, a través de la Vrgen María y los santos ángeles, quienes primero anunciaron esta ley de llamado y respuesta a toda la creación, y sobretodo posteriormente, a través del HIJO de DIOS hecho hombre y al mismo tiempo hecho «Eucaristía», para nuestra salvación, de acuerdo a la alianza de DIOS con su pueblo elegido. Los ángeles llevaron a DIOS la obediencia de María y a Él desean llevar también, nuestra obediencia en la vida de la Iglesia y como miembros del Cuerpo Místico de CRISTO.

Mejor aún, al igual que el servicio de los Ángeles Guardianes en la tierra y en la iglesia, nosotros debemos vivir en unión con la voluntad de DIOS, en las pequeñas situaciones de la vida diaria, de modo que a través de nuestra obediencia, la creación material también pueda encontrar su camino hacia la unión con DIOS (cf. Rm 8,21 ss). 

Ahora al considerar la obediencia en la vida de la Iglesia, es importante ver las cosas desde una perspectiva más amplia por varias razones:

1) Por un lado, porque todos debemos decidir a favor o en contra de Dios y nunca simplemente por esta o aquella opinión, persona o acción. En cada momento de nuestras vidas declaramos un «apartarse» del diablo o de DIOS; un «ven» al cielo o al infierno; cada día creamos más y más, nuestra propia eternidad.

2) Además, debemos mirar a DIOS mismo, ya que la obediencia no es en primer lugar un acto del intelecto sino más bien un acto de la voluntad y, por lo tanto, del amor. La obediencia es un acto de dar, de donación, no de comprensión, sino de fe. El Papa León XIII en su Encíclica Sapientiae Christianae del 10/1/1890 enfatiza:  

«La unión de las mentes… requiere un perfecto consentimiento en la única fe, así también pide entera sumisión y obediencia de la voluntad, a la Iglesia, al Romano Pontífice, lo mismo que a Dios. Esta obediencia, debe ser perfecta, porque lo manda la misma fe, y ​​tiene en común con la fe, que ha de ser indivisible; sino fuera absoluta y perfecta en cada parte, tendrá las apariencias de obediencia, pero su esencia desaparecería. El uso cristiano atribuye tal valor, a esta perfección de la obediencia, que ha sido y siempre será, la marca distintiva por la cual podemos reconocer a los católicos» (HK-879f). Ni en una obediencia sin fe, ni en una fe sin obediencia, superamos nuestro propio entendimiento. (cf. STh II-II, 5,3)

Como un acto de amor, la obediencia no pregunta primero; ¿Qué tengo que hacer? sino más bien ¿A quién obedeceré, a quién me entregaré, a quién le daré mi cuerpo y alma, mis habilidades y talentos?. Nuestro Señor no dijo el que entiende Mis mandamientos…, sino más bien «Si me amas, ¡guardarás Mis mandamientos!» (Jn 14,15).

3) Una tercera razón para la necesidad de esta visión general, radica en la naturaleza misma de la Iglesia que sólo puede entenderse correctamente a la vista de DIOS. Pero primero debemos explicar qué es la Iglesia para poder hablar de la posibilidad o la necesidad de la obediencia. Por lo tanto, en la primera parte, consideraremos la Iglesia, su relación con DIOS, sus características esenciales y el lugar que ocupa la obediencia en la Iglesia. Ello dará como resultado en la segunda parte, una visión más clara de la vida de la Iglesia a la luz de la obediencia.

I. La Obediencia como columna angular en la vida de la Iglesia

1. ¿Qué es la Iglesia?

En el Concilio Vaticano II, la Iglesia intentó explicarse con gran detalle. En el primer capítulo de la Constitución dogmática «Lumen Gentium», ella busca muchas imágenes bíblicas que iluminen este misterio en diversos aspectos. 

a) La Iglesia es el cuerpo místico de CRISTO

La primera tarea de la Iglesia es el establecimiento del Reino de DIOS. «Este reino brilló ante los hombres en la palabra, en las obras y en la presencia de CRISTO», y un poco más adelante leemos: «Pero principalmente el reino se revela en la persona del mismo CRISTO, Hijo de DIOS e Hijo del Hombre, que vino «para servir y a dar su vida en rescate por muchos« (Mc 10, 45) (LG 5). 

La Iglesia es entonces ese edificio en el que habita la familia de DIOS, ese campo que la «cabeza de la familia celestial, plantó como un viñedo escogido» (Mt. 21, 33-34; cf. Is 5, 1ss). Pero la verdadera vid es CRISTO, que da vida y fecundidad a las ramas, es decir a nosotros, que vivimos en Él a través de la Iglesia, y sin quien no podemos hacer nada (Jn. 15, 1-5) «(LG 6). Finalmente, volviendo a la explicación de San Pablo, vemos: (LG 7) 

«En la naturaleza humana unida a Él mismo, el Hijo de DIOS, al vencer la muerte a través de su propia muerte y resurrección, redimió al hombre y lo convirtió en una nueva creación (cf. Gá. 6,15; 2 Cor. 5,17). Pues al comunicar Su Espíritu, CRISTO constituye místicamente como Su Cuerpo, a aquellos hermanos suyos que son convocados de todas las naciones: constitución de Tamquam corpus suum mystice.  

En ese Cuerpo, la vida de CRISTO fluye hacia los fieles, quienes de una manera misteriosa pero real, se unen a CRISTO a través de los sacramentos: CHRISTO per sacramenta arcano ac reali modo uniuntur.

¡La vida de CRISTO fluye hacia ese Cuerpo, la Iglesia, hacia los fieles! Por esta razón, la Iglesia es también la Esposa de CRISTO amada por Él… constantemente alimentada y cuidada, que ha sido designada como «Nuestra Madre», y que en realidad es así (cf. LG 6 y DV 19; segunda lectura del Sábado 2ª semana de Adviento en el Oficio Divino sobre la relación entre MARÍA y la Iglesia). ¡Aquel que encuentra a la Iglesia encuentra la vida! Por medio de esta Vida que viene a nosotros a través de la Iglesia, CRISTO someterá todas las cosas bajo sus pies (cf. 1 Co. 15, 27s), unirá todas las cosas en ÉL (cf. Efe. 1,10), todas las cosas en el cielo y en la tierra, a fin de que Dios sea todo en todos (cf. 1 Cor. 15,28).    

«Para realizar una obra tan grande, Cristo siempre está presente en su Iglesia…», presente en las ceremonias litúrgicas, presente en el Sacrificio de la Misa, en el Sacerdote y, sobre todo, presente bajo las especies de la Eucaristía. Él está presente con Su poder en los sacramentos, en Su Palabra, ya que es Él mismo quien habla cuando se lee la Sagrada Escritura en la iglesia; cuando la Iglesia canta y ora, y también presente en cada alma que Él ha consagrado a sí mismo en el bautismo, como un templo en el que permanece, siempre y cuando el alma no lo rechace por causa de un pecado grave (cf. SC 7). La Iglesia está completamente marcada por esta presencia de CRISTO y con Él el ESPÍRITU SANTO, siempre uno con el PADRE.

Aferrémonos a esta verdad: la naturaleza de la Iglesia es obviamente incomprensible sin CRISTO; solo el que mira a DIOS a través de ella, la comprende verdaderamente. Los Padres del Concilio en el decreto sobre la formación de sacerdotes, nos recuerdan una frase de San Agustín que tiene particular importancia en nuestros días: «Un hombre posee el ESPÍRITU SANTO en la medida en que ama a la Iglesia» (Jn 32, 8; OT 9); y como dice en el decreto sobre el sacerdocio: «La fidelidad a CRISTO no puede separarse de la fidelidad a Su Iglesia» (PO 14). Sólo aquel que entiende a la Iglesia en esta interior y viva unidad, como la Esposa de CRISTO, como Su propio Cuerpo misterioso pero muy real, podrá rendir obediencia a la Iglesia, y podrá tener la convicción de que esto es necesario y algo indispensable para la salvación.  

b) En la iglesia y a través de ella, CRISTO continúa su misión

La Iglesia está marcada por la presencia de CRISTO; pues en ella continúa el misterio de nuestra salvación (cf. LG 52). La presencia de un DIOS trascendente e inmanente y completamente perfecto, hace que la iglesia sea santa. Esta santidad se manifiesta en la belleza de la liturgia, en la pureza de la doctrina y en el poder sagrado y sobrenatural de la vida que se encuentra en los sacramentos, así como en la reverencia de sus hijos, los fieles. Ella es gloriosa ante DIOS, sin mancha ni arruga ni nada parecido, sino santa e inmaculada. 

Esta presencia de DIOS entre los hombres, alcanza su plenitud con la Encarnación del Hijo de DIOS, quien recibió la misión de DIOS PADRE para dar a conocer el Evangelio y revelarnos Su nombre (cf. Jn 17, 6). Puesto que nos ha dado a conocer todo lo que ha escuchado del PADRE (cf. Jn 15, 15), y nos ha asegurado la presencia del ESPÍRITU SANTO que envió en Pentecostés, para comprender completamente lo que se ha revelado, la iglesia se ha convertido en «la columna y baluarte de la verdad» (1 Tim. 3,15 cf. 2 Tim. 1,13), por lo tanto, ella es santa por naturaleza e infalible en su entendimiento de la verdad, para que CRISTO pudiera asegurar a los Apóstoles ante el mundo entero: “El que a vosotros oye, a mí me oye; y el que a vosotros rechaza, a mí me rechaza…” (Lc 10, 16); de esta manera se garantiza el origen apostólico de la Iglesia.

En el Apocalipsis, san Juan oye las palabras de CRISTO: «Al ver esto, caí a sus pies, como muerto, pero él, tocándome con su mano derecha, me dijo: «No temas: Yo Soy el Primero y el Último, el Viviente. Estuve muerto, pero ahora vivo para siempre y tengo la llave de la Muerte y del Abismo» (Apocalipsis 1, 17-18; cf. 5, 2-5). Esta llave, que también es la «llave del reino de los cielos», que CRISTO ha confiado a un hombre, a San Pedro (cf. Mt 16, 19), y ha dado a los hombres el mandato: «Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda la creación» (Mc 28, 19 – Oficio Profético), «bautizándolos» (Oficio Sacerdotal) «y enseñándoles a observar todo lo que fue ordenado» (Mt 28,19 – Oficio Pastoral), – una misión católica verdaderamente universal, que lo abarca todo. 

Pero CRISTO todavía está con ellos. Él está con ellos hasta la consumación del mundo (cf. Mt 28, 20). Es CRISTO quien predica y bautiza, bendice y transforma a los Apóstoles, en Obispos y sacerdotes, en los portadores de la autoridad eclesiástica (cf. SC 7), es CRISTO quien es aceptado o rechazado (cf. Lc 10, 16; Apocalipsis 9, 4). ¿Quién de nosotros hubiera imaginado que el sacerdote es capaz de comunicar la vida divina a alguien que es bautizado, que puede borrar los pecados con la fórmula de absolución, incluso a nivel sacramental; que por su bendición puede expulsar al diablo y restaurar la paz del corazón?

Es necesario que todos los miembros se hagan conformes a Él hasta el extremo de que Cristo quede formado en ellos (cf. Ga 4,19), el que da la vida, se mueve y se une a través del mismo ESPÍRITU, que habita tanto en la Cabeza como en los miembros, el superior de la Iglesia (cf. LG 7). Cristo, en verdad, ama a la Iglesia como a su esposa, convirtiéndose en ejemplo del marido, que ama a su esposa como a su propio cuerpo (cf. Ef 5, 25-28); A su vez, la Iglesia le está sometida como a su Cabeza (ib. 23-24). «Porque en Él habita corporalmente toda la plenitud de la divinidad» (Col 2,9), colma de bienes divinos a la Iglesia, que es su cuerpo y su plenitud (cf. Ef 1, 22-23), para que tienda y consiga toda la plenitud de Dios (cf. Ef 3,19 LG 7).

2. ¿Qué tan importante es la obediencia?

a) La obediencia es la aceptación de la gracia necesaria para la salvación.

«Mientras crece lentamente hasta la madurez, la Iglesia anhela el reino completo, con todas sus fuerzas, esperanzas y deseos de unirse en gloria con su rey» (LG 5). Su anhelo es por la aceptación del llamado de la gracia, que viene a través de los hombres, como ya hemos mencionado. «Quien a vosotros escucha a Mí me escucha…”, añade Nuestro Señor “y quien a vosotros rechaza a Mí me rechaza; ahora bien, quien me rechaza a Mí, rechaza a Aquél que me envió» (Lc 10, 16); o como leemos en la Constitución dogmática sobre la Iglesia: «Los que escuchan la palabra del Señor con fidelidad y se agregan al pequeño rebaño de Cristo (cf. Lc 12,32), ésos reciben el reino. Entonces, por su propio poder, la semilla germina y crece hasta el tiempo de la siega» (cf. Mc 4, 26-29).   

Este anhelo, es el anhelo de una madre por la salvación de sus hijos; es el anhelo desinteresado de la Esposa del Verbo Encarnado, es decir, la Iglesia (DV 23), divinamente unida a Su Esposo amado y singular (Unicum Sponsum CHRISTUM) (PC 12). Así también es la unidad entre CRISTO y la Iglesia que ya hemos considerado, y que Nuestro Señor expresa de una manera maravillosa cuando se compara a sí mismo con una madre: «¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas, y apedreas a los que te son enviados! ¡Cuántas veces quise reunir a tus hijos, como la gallina reúne a sus polluelos debajo de sus alas, y no quisiste!» (Mt 23,37).    

Este anhelo se nos presenta aún más insistente, cuando leemos en la Constitución dogmática sobre la Revelación Divina: “Cuando Dios revela hay que prestarle ‘La obediencia a la fe’ (Rom 16,26; cf. Rom 1, 5; 2 Cor 10, 5-6), que debe ser dada a DIOS en cuanto Él se revela a sí mismo, y esto lo hace por medio de la Iglesia, como se indica más adelante en la misma Constitución (cf. DV 8). Por esta Tradición conoce la Iglesia el Canon íntegro de los libros sagrados, y la misma Sagrada Escritura se va conociendo en ella más a fondo y se hace incesantemente operativa, y de esta forma, Dios, que habló en otro tiempo, habla sin intermisión con la Esposa de su amado Hijo y el Espíritu Santo, por quien la voz del Evangelio resuena viva en la Iglesia, y por ella en el mundo, va introduciendo a los creyentes en la verdad entera, y hace que la palabra de Cristo habite en ellos abundantemente. De esta manera el hombre se confía libre y totalmente a Dios, prestando a «Dios revelador el sometimiento total de su intelecto y voluntad», y confirmando voluntariamente la Revelación dada por Él”. (cf. Col. 3,16), (DV 5).    

En esta aceptación del llamado de DIOS, que es transmitido a través del tiempo por medio de la Iglesia, descansa nuestra decisión a favor o en contra de DIOS: «Aquel que cree y es bautizado será salvo; pero el que no cree será condenado» (Mc 16,16). “El que cree en el Hijo de Dios tiene vida eterna; pero el que rehúsa creer en el Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios está sobre él» (Jn 3,36; cf. Génesis 49,10). Hasta la respuesta en obediencia de la Santísima Virgen MARÍA, la gracia no encontró un recipiente digno. Sólo en obediencia la semilla divina encuentra el suelo necesario y fértil. Sólo en el alma que se entrega completamente a DIOS con su intelecto y voluntad, la gracia alcanza su objetivo y comienza la transformación de la creación en CRISTO (cf. Ef 3,21). Sólo por medio de esta obediencia debida a DIOS y a su gracia, que debe ser dada por la Iglesia, encontraremos esa unidad que es la verdadera marca de la Iglesia. 

La obediencia, por medio de la cual la Voluntad divina y creadora de DIOS está unida en una sola (cf. CD 28), se coloca necesariamente como fundamento, como la propia constitución de la Iglesia. Sin ella, la gracia no puede echar raíces; sin ella DIOS no puede construir la nueva creación, la Jerusalén celestial, sin obediencia es imposible tener unidad. 

Consideraremos las características de la obediencia en otro momento; ahora solo deseamos agregar lo siguiente: La obediencia a DIOS en la Iglesia debe estar especialmente marcada por un carácter vivo, alegre, amoroso y libre, ya que en el análisis final equivale a una relación entre madre-hijo y debe ser una expresión perfecta del agradecimiento, la confianza y el amor de un niño por su madre!.

b) El juicio de la tradición de la Iglesia sobre la obediencia. 

Para que podamos ver la importancia fundamental de la obediencia para todo el plan de salvación, recordaremos algunos puntos importantes. Al principio de la Iglesia brilla ante nosotros la obediencia de Nuestro Señor, un ejemplo para todos nosotros (cf. Heb 10, 7-9; Jn 2, 4; 4,34; Mt 26, 53s). Mientras moría, gritó «Tengo sed«, es decir, por la obediencia que todas las criaturas le deben a su DIOS. (cf. Jn 19,28; Fil 2, 8; Rom 5,19). La respuesta obediente dada por la Virgen MARÍA, atravesó los cielos, para que así pudieran abrirse para nosotros (cf. Lc 1, 38); junto a San José, ellos dieron la obediencia de la fe (cf. Mt 1, 24-28; 2,13 s), que el santo Padre en su Exhortación apostólica, ha presentado como modelo para todos los fieles (cf. Redemptoris Custos, 4, 24, 26 y 30).

Cuando el Señor estableció solemnemente a San Pedro como la cabeza de la Iglesia y le confió tres veces el rebaño, según el ritual legal judío, se aseguró a sí mismo no sólo el amor de Pedro sino también, y en primer lugar, de su obediencia: al ordenarle que tirara su red esa mañana, le ordenó que hiciera algo contrario a su propio conocimiento sobre la pesca. JESÚS exige pobreza de espíritu y un abandono de la propia voluntad, nuestro Señor revela con la pesca milagrosa abundante, no sólo la fecundidad de una inquieta obediencia, sino también el cómo desea que Su Iglesia sea gobernada y guiada (cf. Jn 21, 3- 7; 1 Cor 1, 28s). 

Podemos encontrar fácilmente en los primeros escritos de los Apóstoles, las Cartas Pastorales del Nuevo Testamento, una confirmación del hecho de que la obediencia es un pilar fundamental para la vida de la Iglesia. Escuchemos a San Ignacio de Antioquía, discípulo de San Juan, como testigo de la Iglesia primitiva: «Con respecto a las cosas que preocupan a la Iglesia, nada debe hacerse sin el Obispo… Aquel que emprende algo sin el conocimiento del Obispo sirve al diablo» (Carta a Esmirna 8,1 y 9,1).  

Es bien sabido que el Padre del Monasticismo occidental, San Benito, construyó un completo estilo de vida teniendo como objetivo, la perfección espiritual en la virtud de la obediencia (cf. Cap. 5 y 33 de su Regla). Los 3000 santos benedictinos deberían ser suficientes para convencernos de la verdad de este pilar.  

La Orden Dominica en los siglos XIV y XV no se reformó como lo hicieron los carmelitas mediante un cambio en la constitución, sino mediante una observancia estricta de la regla, es decir, mediante una decidida obediencia a las constituciones existentes. ¡Es un ejemplo modelo de una reforma desde adentro!

En los escritos de San Juan de la Cruz, el siguiente principio es fundamental, a pesar de que el santo no es conocido por ello, escribe en la «Subida al Monte Carmel: «DIOS ama tanto que un hombre se encomiende a la guía de otro hombre, que Él no quiere que demos crédito a las verdades sobrenaturales que Él mismo nos ha comunicado, hasta que pasen por la boca de un hombre» (II, Cap 22, punto 9). Finalmente, el Papa Pío XII explica el valor de la «obediencia en la vida privada y pública» cuando escribe: «Si no se tiene en cuenta la obediencia, ningún poder humano es adecuado para restringir y apaciguar las pasiones desenfrenadas de las masas. Pues sólo la religión es capaz de mantener la defensa de la justicia y la moral» (Fulgens radiuntur, 1947; HK-1822).   

c) La obediencia es la segura protección y la guía necesaria para el hombre pecador. La necesidad de la obediencia por parte del hombre.

El error de buscar la culpa en los demás

Habiendo intentado mostrar la necesidad de la obediencia como algo fundamental para la constitución misma de la Iglesia, debemos ahora armarnos contra la falsa objeción que trataría de dispensarnos de la obediencia a causa de toda la debilidad humana encontrada en la Iglesia; ésta objeción no es válida, porque su verdadera raíz es simplemente «quiero ser libre», libre de toda obligación, de todo sacrificio, de toda restricción. Si la Iglesia parece realmente débil, se debe no a su estructura, sino a sus propios miembros, porque ¡hemos traicionado sus leyes y cedido a las tentaciones de nuestro ego, del mundo sin Dios, del diablo que odia el bien!

Con respecto a las cuestiones sobre la obediencia, no debemos mirar las fallas humanas, como lo ha dicho Nuestro Señor. Él enseñó que debemos distinguir entre nuestros superiores y el ejemplo que nos dan: aquel que es superior pero no da un buen ejemplo debe ser obedecido; «Ustedes hagan y cumplan todo lo que ellos les digan, pero no se guíen por sus obras, porque no hacen lo que dicen» (Mt. 23, 2). 

Con respecto al verdadero autoconocimiento

Queremos, con la ayuda de las palabras del Papa Pío XII, echar un vistazo a nosotros mismos. Él enseñó que la religión en sí misma, es el apoyo a la justicia y la moral, lo que puede contener las pasiones. Esto significa que la obediencia es algo necesario. Cuán débil y miope es nuestra comprensión; no sabemos qué es bueno para nuestra propia salvación (de lo contrario, también sabríamos aquello por lo que deberíamos orar) (cf. Rm 8,26). Cuán a menudo somos guiados por nuestras inclinaciones pecaminosas y engañados incluso en el camino de la bondad.

Romano Guardini, con su aguda comprensión del hombre, ha reconocido esta verdad en su decisiva primera experiencia religiosa, como podemos ver en su segundo Relato de mi vida, escribe: 

«Sucedió en la pequeña habitación del ático en la casa de mis padres en la calle Gousenheiner. Karl Neunhofer y yo hablamos sobre la pregunta que nos había estado ocupando a los dos, y  reduciéndola a la frase: «El que se aferra a su vida la perderá y el que entrega su vida por Mi la encontrará». La interpretación que se encuentra en esta traducción de Mateo 10,39 expresa lo que fue de momento para mí. Poco a poco me fue quedando claro que existe una ley, según la cual un hombre, si «se aferra a su vida», es decir, si permanece dentro de sí mismo y solo acepta como válido lo que es inmediatamente claro para sí mismo, perderá lo que es esencial. Si desea llegar a la verdad, y en la verdad convertirse en su verdadero yo, entonces deberá hacerse un regalo a sí mismo. Seguramente esta idea tenía etapas previas, pero se me habían olvidado. Karl Neundorfer llegó a estas mismas conclusiones en la habitación contigua, en donde había una puerta que daba al balcón. Yo estaba sentado en mi escritorio y mis pensamientos continuaron: Renunciar a mi vida, pero ¿a quién? ¿Quién puede exigir eso de mí? Y exigirlo de tal manera que al darla, en realidad no seré yo quien la tome nuevamente.

No es simplemente «DIOS», porque cuando un hombre sólo desea tratar con DIOS, dice «DIOS», pero se refiere a sí mismo. Debe existir alguna autoridad objetiva que pueda extraer mi respuesta de cada lugar escondido de mi autoafirmación, pero sólo hay una posibilidad: la Iglesia Católica con Su autoridad y precisión. Al final, la cuestión de aferrarse o dar la vida se decide no ante DIOS, sino ante la Iglesia. «Entonces me pareció que llevaba todo, realmente todo mi ser, en mis manos». Luego fui a donde mi amigo y se lo dije. Pero él mismo debió haber experimentado algo similar, ya que el pensamiento que más le atrajo fue: «La mejor posibilidad de descubrir la verdad, se encuentra donde reside la mayor posibilidad de amor». Su pregunta había sido «¿dónde se encuentra el camino al amor?», y la respuesta que encontró fue la misma: en la Iglesia. (R. Guardini, Berichte uber mein Leben , Patmos-Verlag Dusseldorf 1984, p. 71f) .  

Es una bendición, y una gracia, que la Iglesia sea una estructura concreta y palpable para nosotros, de modo que nuestros sentimientos, deseos y anhelos no se desvíen. Estas dispensas de DIOS a la Iglesia, guiada por el ESPÍRITU SANTO, nos ofrecen un apoyo y fortaleza contra nuestra naturaleza vacilante y susceptible de ser tan fácilmente engañada. Así, nos permiten avanzar hacia DIOS en paz, amor y seguridad. Por esta razón, los Padres del concilio, aunque hablan más específicamente sobre la obediencia de los religiosos, dicen lo siguiente: Lejos de rebajar la dignidad de la persona humana, la obediencia religiosa la lleva a la madurez, al desarrollar la libertad de los hijos de DIOS (PC 14; cf. LG 43). Al rendir obediencia a DIOS, la persona humana en su totalidad, es elevada a un orden superior, al orden de la gracia, la alegría y la paz. 

Concluyamos estas consideraciones fundamentales con las palabras del Papa Pío XII al clero de Roma: «Si ustedes desean crecer en el amor de CRISTO, deben rendir obediencia, confianza pura y amor, al vicario de CRISTO. En su persona, ustedes rinden respeto y obediencia a CRISTO mismo, se encuentran con Él. Es falso hacer diferencias entre una Iglesia de la ley y una Iglesia del amor. Eso no es correcto, más bien, es la Iglesia de la Ley, cuya cabeza es el Papa y al mismo tiempo es la Iglesia de CRISTO, la Iglesia del Amor y la familia entera del pueblo cristiano. Entre ustedes y nosotros deben prevalecer lazos más íntimos, como los que se encuentran en una familia verdaderamente cristiana, los cuales unen al padre con los hijos y a los hijos con el padre» (Solemnis conventus, 24-6-1939; HK-1295).