II ¿Qué es la verdadera Pobreza del Espíritu?

Habiendo considerado las cinco advertencias bíblicas con respecto a las riquezas, podemos ahora considerar las siete facetas de la virtud de la pobreza de espíritu.

«El Señor es mi heredad y mi copa» (Salmo 16, 5)

Cuando hablábamos sobre el primer peligro de las riquezas, una pregunta debió haber surgido en sus mentes. Fue allí donde dijimos que no se podía tener lo mejor de ambos mundos, y que si se intenta, tendría su recompensa. ¿Cómo debemos entender esto? ¿Quiere esto decir, que solo podemos esperar ser felices en el cielo si somos miserables en esta vida?

Monseñor Clifford Sawher, un gran sacerdote que se deleitaba en el servicio del Señor, a menudo oraba así: «Oh Señor, no substraigas esto de mi recompensa en el cielo». El hallaba  tanta alegría en su trabajo sacerdotal que expresaba su preocupación por «haber tenido ya su recompensa». ¿Era esta una verdadera preocupación? De ninguna manera. Jesús dijo a sus discípulos: “Les he dicho esto, para que mi alegría sea la de ustedes, y esa alegría sea perfecta”. (Juan 15,11). Jesús desea nuestra felicidad no solo en la vida venidera, sino también en esta vida. Pero la alegría en esta vida es siempre necesariamente imperfecta. Como enseña Santo Tomás: “La voluntad solo descansa en lo que es definitivo, pues mientras se espere algo más, la voluntad permanecerá en suspenso a pesar de que ya haya llegado al final”

El peligro radica en  el «descanso» del corazón, en los bienes de este mundo, como si fueran el fin último. San Juan de la Cruz enseñó el principio: «La voluntad debe gozarse sólo en lo que es para el honor y la gloria de Dios, y el mayor honor que podemos darle, es servirle de acuerdo con la perfección evangélica; cualquier cosa que no esté incluida en dicho servicio carece de valor para los seres humanos». A partir de este principio, sostuvo: «Si es de alguna manera tolerable gozarse en las riquezas, es cuando estas se gastan y se emplean al servicio de Dios. Esta es la única forma en que se obtendrán ganancias de ellas». Por lo tanto, la alegría que experimentamos en las cosas buenas que se presentan en esta vida, debe ser dirigida de alguna manera a la alegría suprema del cielo. Este es el primer elemento a ser observado, en la práctica de la virtud de la pobreza de espíritu: mirar más allá de las cosas de este mundo para no enredarse en ellas.

«Acumulen tesoros en el cielo» (Mt 6,19)

Mencionamos que el segundo peligro de las riquezas, se deriva del hecho de no poder servir a dos amos. Existe una oposición entre acumular tesoros para uno mismo en la tierra, y ser rico para el Señor. El profeta Elías se burló de los israelitas en el Antiguo Testamento: «¿Hasta cuándo van a cojear con dos opiniones? ¡Si el Señor es Dios, síganlo! ¡Pero si lo es Baal, vayan tras él!» (1R 18,21) Esto expresa perfectamente el segundo elemento de la pobreza de espíritu: la necesidad de tomar una decisión clara sobre nuestro objetivo. Debemos ser como Josué, en el antiguo testamento, que dijo: «pero en cuanto a mí y mi casa, serviremos al Señor». (Jos 24,15)   

Este segundo elemento de la virtud de la pobreza de espíritu, conlleva una cierta pureza de intención. Debemos considerar y examinarnos con frecuencia sobre si las cosas que hacemos son para servir verdaderamente a Dios, y si guardamos tesoros en el cielo a través del trabajo realizado de manera oculta y silenciosa, o si hacemos cosas para nuestra ventaja temporal. Aquí es donde debemos esforzarnos claramente por imitar a los santos ángeles, que trabajan continuamente en silencio y ocultamiento.

En 1922 la famosa Oberammergau’s Passion Play, obra que solo se realiza una vez cada diez años, estaba a punto de comenzar. Una compañía cinematográfica estadounidense ofreció a los habitantes de esa pequeña ciudad alemana, un millón de dólares, si hacían una versión cinematográfica para ser distribuida. La gente consideró esto como una tentación, pues parecía incompatible con su verdadero objetivo al realizar la obra, el cual siempre había sido puramente para la gloria de Dios. Ellos rechazaron la oferta con firmeza. Y para asegurarse de que no cambiarían de opinión, algunos de los artistas se cortaron el largo cabello, que se les había permitido tener para sus roles en la obra. Este es un hermoso ejemplo del deseo de servir a un solo Dios, para acumular tesoros en el cielo.

Jesucristo le dijo al joven rico: «Si quieres ser perfecto, anda, vende todo lo que tienes, y dalo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo; luego y ven y sígueme» (Mt 19,21) En esto enseñó la bendición de la pobreza de espíritu: como una garantía del tesoro en el cielo. Cada alma que muere en esta vida, se convierte en una «pobre alma», independientemente de cuán ricos, hermosos, famosos o poderosos hayan sido en este mundo. La respuesta a la pregunta: «¿Cuánto dinero dejó Rockefeller?» es realmente bastante fácil: «Hasta el último centavo».   

No podemos llevarnos nada, pero podemos enviarlo todo al cielo, antes que nosotros. Esto lo hacemos posible, ejercitando este segundo elemento de pobreza de espíritu, al servir en todas las cosas a nuestro Único Dios Verdadero.

«No te temas, pequeño rebaño» (Lc 12,32)

«El tercer elemento de la pobreza de espíritu es la satisfacción sin ansiedad:»… si tenemos comida y ropa, con esto nos contentaremos » (1 Tim. 6, 8). Esto es para contrarrestar el tercer peligro de las riquezas: la concupiscencia de los ojos, que «perfora el corazón ocasionando innumerables sufrimientos» (1 Tim. 6,10). La necesidad de contentarnos con lo que tenemos no significa que no deseemos fervorosamente mucho más. De hecho, un corazón que esté completamente contento con lo que se tiene en esta vida, es ciertamente un corazón estrecho, inadecuado y miserable. La verdadera pobreza de espíritu experimenta cierta satisfacción en su relación con los bienes de la tierra, sin embargo, al mismo tiempo está inquieto con respecto a poseer a Dios.    

El libro de Apocalipsis dice: «Que venga el que tiene sed y que el que quiera, que beba gratuitamente del agua de la vida». (Apocalipsis 22,17). Debemos tener sed de poseer las cosas de Dios. Nunca estaremos contentos hasta que las tengamos, y ya no las sustituiremos.

El Salmo 137 expresa esta verdad con fuerza: «Junto a los ríos de Babilonia, nos sentábamos a llorar, acordándonos de Sion. Si me olvidara de ti, Jerusalén, que se paralice mi diestra. Que la lengua se me pegue al paladar, si no me acordara de ti; si no pusiera a Jerusalén por encima de todas mis alegrías…» (Sal 137, 1, 5-6). Esta es una expresión perfecta de la verdadera pobreza de espíritu. «¡Si no colocara a Jerusalén por encima de mi mayor alegría, entonces que una maldición venga sobre mí de inmediato! Deja que mi mano se paralice para que no pueda seguir actuando, que mi lengua se hunda, para que ya no pueda hablar». Pues no sirve de nada trabajar, o hablar, si no se tiene como objetivo «la única cosa necesaria». Jerusalén, por supuesto, se refiere a la Jerusalén celestial, que saldrá de los cielos como una esposa adornada para encontrarse con su esposo. Es la morada de Dios con el hombre. San Juan de la Cruz explica esta verdad: «… ya que lo que se espera es lo que no se posee, y cuanto menos poseemos  otras cosas, mayor oportunidad y mayor capacidad tenemos para esperar y, en consecuencia, habrá mayor (perfección de) esperanza, por lo tanto, mientras más cosas poseamos, menor será la oportunidad y la capacidad para esperar y, en consecuencia, menos (perfección de) esperanza tenemos».  

Una oración que puede ser muy eficaz para llegar a este tercer elemento de pobreza de espíritu, es la oración de San Nicolás de Flüe, con la que comenzamos esta conferencia. Si se reza sinceramente, se entrega todo al juicio de Dios para su disposición. Dice: «Mi Señor y mi Dios, toma todo lo que me separe de ti. (Ya sea familia, amigos, salud, posesiones, buen nombre, lo que sea, quítamelo si es un obstáculo para acercarme a Ti). Mi Señor y mi Dios, dame todo (ya sea salud o enfermedad, alabanza o persecución, consuelo o sufrimiento, ¡todo dámelo a mí!) Si me acerca más a ti. Mi Señor y mi Dios, despójame de mí mismo, y tómame completamente para ti». 

La bendición que se deriva de este tercer elemento de pobreza de espíritu, es la paz y la libertad de la ansiedad. Como dice el antiguo dicho: «Mil bandidos armados a caballo no pueden robar a un hombre desnudo». De esta manera, si somos verdaderamente pobres, no debemos temer, porque nada puede separarnos de Aquel a quien amamos.

«Allí también estará mi servidor» (Jn 12,26)        

En respuesta al cuarto peligro de las riquezas, el de la arrogancia y un falso sentido de independencia de Dios, es la siguiente dimensión de la pobreza de espíritu: la humildad. Debemos esforzarnos por vivir de acuerdo con la exhortación de San Pablo a los filipenses: “Procurad tener los mismos sentimientos de Cristo Jesús. Él, que era de condición Divina, no consideró el ser igual a Dios, como algo que debía guardar celosamente, al contrario, se anonadó a sí mismo, tomando la condición de servidor, y haciéndose semejante a los hombres…” (Flp 2, 5-7) 

Es en la vida de San Francisco de Asís, quizás más que en la de cualquier otro santo, en donde podemos encontrar fácilmente, el ejemplo de un alma que ardientemente deseaba ser como su Señor en su «vaciamiento» de sí mismo. La escritura más antigua sobre la vida de San Francisco, tiene la forma de una alegoría, que representa la búsqueda y el encuentro de San Francisco con La dama pobreza. El escrito se llama Sacrum Commercium, Alianza de San Francisco con la dama Pobreza. Narra cómo San Francisco comenzó como un «cazador persistente» buscando incansablemente a quien amaba su corazón (La dama pobreza). Él la buscaba por las calles y preguntaba a todos los que conocía, en dónde se encontraba. Todos los que la conocían la odiaban amargamente y no le hablaban de ella. Así que decidió ir a los grandes y sabios, estos le respondieron aún más duramente, acusándolo de enseñar una nueva doctrina. Así, decide dejar la ciudad y encuentra a dos ancianos quienes le dijeron que podía encontrar a la dama pobreza en cierta montaña sagrada. Le dijeron que no podía escalar la montaña a menos que eliminara todas sus cargas y fuera despojado de todas las cosas. De lo contrario, no sería posible encontrarla ya que vive en un monte muy elevado. Al escuchar esto, Francisco reunió a algunos amigos y juntos ascendieron a la montaña con asombrosa velocidad y facilidad. Cuando finalmente encontraron a la bella dama pobreza, ella les preguntó por qué habían acudido a ella. A esto le respondieron rogándole, que se quedara con ellos. Para explicar por qué estaban tan deseosos de su compañía, indicaron que ese mismo deseo se encontraba claramente en Dios mismo. Ellos respondieron: 

Pues el mismo Rey de reyes y Señor de los señores, el Creador del Cielo y de la tierra, prendado está de tu belleza y hermosura. Nada menos que un rey que se hallaba sentado en su solio, rico y glorioso como era en su reino, abandonó su palacio, dejó su heredad -en su casa había gloria y riquezas- y, descendiendo de Su trono real, tuvo la singular dignación de venir a tu encuentro. Grande es, por tanto, tu dignidad, e incomparable tu alteza, pues, dejando todos los coros de ángeles e innumerables virtudes que sobreabundan en el cielo, vino precisamente a buscarte a ti en las regiones más bajas de la tierra; a ti que yacías en la charca fangosa, en lugares tenebrosos y en sombra de muerte. Eras aborrecida, y no poco, de todo ser viviente. Todo el mundo rehuía tu presencia y en lo que podía se apartaba de ti. Y si bien a algunos les resultaba del todo imposible alejarse de tu compañía, no por eso eras para ellos menos odiosa y detestable. Pero cuando vino el Señor de los ejércitos, al asumirte a ti en su propia persona, te enalteció sobre las tribus de los pueblos y como a esposa te ciñó con la diadema, elevándote por encima de las nubes.

Alegoría a la Santa Pobreza

Continúan hablando más específicamente, de cómo Jesús desde su nacimiento en el establo, buscó la compañía de La dama pobreza, a través de Su ministerio público durante el cual no tuvo lugar para recostar su cabeza, incluso hasta su muerte en la cruz. De esto concluyen que si Jesús, nuestro Señor y Dios, amó y se unió a La dama pobreza, nosotros también debemos tener algún deseo de hacer lo mismo. Esto ilustra perfectamente el cuarto elemento en la práctica de la pobreza de espíritu: el ardiente deseo de ser como Cristo en todas las cosas. Pues Jesús dijo a sus discípulos: “El que quiera servirme, que me siga, y donde yo esté, también estará mi servidor. El que quiera servirme, será honrado por mi Padre” (Jn 12,26). 

«Cuando tuve hambre me diste de comer» (Mt 25,35)

El quinto elemento en la práctica de la santa pobreza aborda la cuestión del uso justo de los bienes de este mundo. «¿Qué tienes que no hayas recibido?» (1 Cor 4, 7) Todo es una gracia, todo es un regalo dado gratuitamente. Estamos llamados a ser administradores responsables de las posesiones que Dios nos ha confiado. La práctica de la pobreza de espíritu libera al hombre de la falsa noción de que él es el señor absoluto de sus propias posesiones. Las personas pueden pensar que, debido a que poseen ciertas cosas, pueden disponer de ellas según sus caprichos. Muchas personas de países pobres anhelarían tener las sobras que caen de nuestra mesa, más aún, anhelarían usar las cosas que tiramos a la basura para ser recogidas el lunes por la mañana. La mentalidad «desechable» es contraria a la pobreza de espíritu. Todo es desechable, incluso si todavía funciona, y cumple su trabajo, pero si  ahora hay algo más rápido, mejor y brilla más,  debemos conseguirlo. Cualquier comportamiento derrochador de los bienes de la creación, es contrario al espíritu de administración y pobreza de espíritu. Debemos preguntarnos, ¿desecharía fácilmente un hombre pobre este objeto, para obtener uno nuevo?  

Pero algo más común que el despilfarro, es la práctica de la extravagancia y la prodigalidad. La forma de pensar es: «este es mi dinero, lo gané, por lo tanto, puedo usarlo como quiera». El pensamiento de que tenemos derecho a disfrutar de los lujos que podamos permitirnos sin endeudarnos, es un error. ¿Qué tienes que no hayas recibido? La capacidad de trabajar, la oportunidad de ganar dinero, las capacidades físicas y mentales para tener un trabajo bien remunerado: todo es un regalo de Dios. Todo talento que se nos haya confiado, debe ser invertido no solo para el propio placer, sino también para el servicio de los demás. Así que nuevamente, se debe hacer una cuidadosa consideración no solo de lo que podemos pagar, sino también de lo que realmente se necesita y es realmente útil para el crecimiento de la pobreza de espíritu.

Más allá de esto, la pobreza de espíritu debe hacer que el hombre mire las necesidades de los demás: para reconocer que, dado que se nos confiaron ciertos bienes, debemos considerar la mejor manera de usarlos para beneficiar al mayor número de personas. Debería hacernos ver clara y rápidamente como los ángeles, para percibir y responder a las necesidades de los demás. La pobreza de espíritu rompe con la preocupación por uno mismo y lleva a estar alertas y vigilantes para el servicio de los demás. Mientras que el avaro es egocéntrico y de mente estrecha. El hombre que practica la verdadera pobreza es lo suficientemente amplio como para abrazar a todos los que se acercan. De esta manera, la práctica de la misericordia es lo que hace que la posesión de la riqueza sea el medio de santificación y recompensa eterna. Pedro el Labrador, ofrece algunas palabras de aliento a los ricos en esta línea:

Pero si ustedes, los ricos, se compadecen de los pobres y los recompensan bien, y viven según la ley de Dios y actúan con justicia ante todos los hombres, entonces Cristo en su gentileza los consolará al final, recompensando con el doble de riqueza a todos los que tienen corazones compasivos. Un sirviente justo que ha recibido su salario de antemano a veces también recibe una recompensa adicional por cumplir bien con su deber, por lo que Cristo les da el Cielo tanto a los ricos como a los pobres, si llevan una vida de misericordia. Y todos los que cumplan bien su deber, tendrán doble paga por sus labores, el perdón de sus pecados y la dicha del cielo.

“Simplex fac cor meum. Haz mi corazón sencillo” (Sal 86,11)

Más allá de regular nuestra relación con los bienes materiales de este mundo, la pobreza de espíritu debería conducir a una dimensión más profunda: la de la inocencia. “He aquí, un verdadero israelita, un hombre sin doblez” (Jn 1,47). Jesús pronunció estas palabras sobre Natanael, el apóstol después llamado Bartolomé, que luego recibió la promesa de que vería los cielos abiertos, y a los ángeles de Dios subiendo y bajando sobre el Hijo del hombre. En su sentido más completo, la pobreza de espíritu consiste en la inocencia, o en la simplicidad de los pensamientos, que refleja la simplicidad de Dios y de los santos ángeles. Tal pobreza elimina la duplicidad, el engaño, las ínfulas, la artificialidad, el actuar como si supiéramos más de lo que realmente sabemos, y como si fuéramos alguien que no somos. El alma se deshace de las sospechas y de los duros juicios sobre los demás, porque piensa de manera sencilla en ellos. Esta es la cualidad necesaria para “ver” a los ángeles; no con los ojos del cuerpo, sino con los ojos de la fe para trabajar con ellos. Es una cualidad humana que nos pone “en sintonía” con ellos. Por esta razón, esta sexta cualidad de la pobreza de espíritu, es de gran importancia en la Obra de los Santos Ángeles.

“De ellos es el Reino de los Cielos” (Mt 5, 3)

El objetivo final de la pobreza de espíritu es poseer el Reino de los Cielos. Sin embargo, nunca debe olvidarse que el Reino de los Cielos no es una “cosa”. No es un objeto impersonal. “Esta es la vida eterna: que te conozcan a Ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado”. (Jn 17, 3)

El Reino de los Cielos es la posesión del único Dios verdadero y de Jesucristo Su Hijo. Es una relación personal de conocer y ser conocido; amar y ser amado; de poseer y ser poseído por las tres Personas Divinas. Esta bendita relación se disfruta en unión y en compañía de todos los ángeles y santos. Ese es el reino de los cielos. La verdadera pobreza nos forma en nuestras relaciones interpersonales, especialmente con las Personas Divinas, los ángeles y los santos; lo hace de tal manera que desde ahora podemos comenzar a gozar del Reino de los Cielos aquí en la tierra, al disfrutar de una relación ordenada con las personas que vemos y con las que no podemos ver. 

La dificultad surge cuando encontramos que ciertas relaciones personales presentan oposición. Nuestra voluntad se enfrenta con la voluntad inmóvil de otra persona. Descubrimos que no podemos hacer que las otras personas se conformen a nosotros y a nuestras ideas sobre cómo deberían ser y cómo deberían satisfacer nuestras necesidades. Nos frustramos, por lo que huimos de ellos, encontrando consuelo en las cosas sobre las que podemos ejercer un mayor control: como la televisión, la computadora, el trabajo, los deportes, el automóvil, la casa, la camioneta, la bebida, etc. Aquí es donde se debe practicar el séptimo elemento de la pobreza de espíritu. La pobreza de espíritu no permite que las “cosas” impersonales ocupen el centro de nuestro corazón. La verdadera pobreza de espíritu no nos aleja de las personas, sino que nos enseña a encontrar nuestro mayor gozo, no tanto en las “cosas” buenas que Dios da, más bien, ve en todas las cosas el amor del Dador. Aprendemos a regocijarnos en Dios como lo hizo María, quien cantó: “mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador” (Lc 1,47). 

San Juan de la Cruz enseñó que: sabemos que estamos separados de las criaturas, cuando encontramos mayor alegría al recordar la bondad y el amor de Dios hacia nosotros, que en la alegría que las criaturas mismas pueden ofrecernos. Por ejemplo, cuando me deleito en escuchar una música hermosa, la causa principal de mi deleite no es la belleza de la música en sí, sino la belleza del amor de Dios que ha creado esta música, y me ha dado la capacidad y la oportunidad de escucharla y disfrutarla. De esta manera, no me deleito en esa “cosa”, sino en Dios, quien está manifestando Su amor por mí. Esto se aplica a todo lo bueno y perfecto que recibimos: es un don de lo alto y desciende del Padre de los astros luminosos, en quien no hay cambio ni sombra de declinación (Sant 1,17). Durante el día, disfrutamos el calor del sol, la belleza del atardecer, la compañía de amigos, así como también de los sufrimientos y las cruces que debemos soportar, porque podemos ver más allá de ellas, el verdadero amor de Dios que nos ha dado todo. Esta es la pobreza de espíritu que ya experimenta la alegría pura del Reino de los cielos.

Entonces, podemos concluir con una oración de alabanza a Dios con la Santísima Virgen María, la Madre de los Pobres, que nos muestre el camino hacia la verdadera pobreza de espíritu y así obtener el reino de los cielos. 

Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador, porque ha mirado la humillación de su esclava.

Desde ahora me felicitarán todas las generaciones porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí. 

Su nombre es Santo y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación.

Él hace proezas con su brazo, dispersa a los soberbios de corazón. 

Derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes. 

A los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos. 

Auxilia a Israel su siervo, acordándose de su santa alianza según lo había prometido a nuestros padres, 

en favor de Abrahán y su descendencia por siempre. (Lucas 1, 46-55)