II. Los medios de purificación

A. Purificación del hombre.

Cuando hablamos de la purificación del hombre, notamos que tiene dos partes. San Juan de la Cruz escribió: «Un pájaro atrapado en ajonje tiene una tarea que consta de dos partes: por un lado debe liberarse y por otro debe limpiarse. Al satisfacer sus apetitos, la gente sufre de dos maneras: por un lado deben desprenderse y por otro lado, después deben limpiarse de lo que se les ha adherido». No se debe creer que nos volvemos puros simplemente evitando o liberándonos de elementos contaminantes. También se necesita un proceso activo de purificación. Pero primero tenemos que deshacernos de las fuentes de impureza. 

1. Medidas preventivas: custodia de los sentidos

La estricta custodia de los sentidos, protege el alma de las muchas impurezas que pasan a través de ellos. En la preparación para la ordenación, solía haber tareas menores. Una de los cuales era la de ser portero. Esta tarea consistía en vigilar la puerta de la iglesia para determinar quién o qué podía entrar. Esta es una función importante de nuestro sacerdocio común en Cristo: proteger el templo de Dios de la contaminación. Todos los sentidos son las puertas del alma, sobre las cuales debemos tener vigilancia. 

Este es especialmente el caso con los ojos. «Recuerda que un ojo codicioso es algo malo. ¿Qué se ha creado más codicioso que el ojo?» (Sir 31,13). La televisión e Internet y otras cosas similares complacen la codicia de los ojos. “La lámpara de tu cuerpo son los ojos; si tus ojos están sanos, todo tu cuerpo estará iluminado; pero si están enfermos, todo tu cuerpo estará oscuro. Y si la luz que hay en ti está apagada, ¡cuánta será la oscuridad!» (Mateo 6, 22-23).   

2. Contra la idolatría de la codicia

Más allá de los peligros contra la castidad, el hombre debe proteger el corazón contra la codicia. Los fariseos eran conocidos por su codicia y su preocupación por la riqueza material. Por esto, Cristo, los reprendió: «Vosotros los fariseos limpiáis por fuera la copa y el plato, pero vuestro interior está lleno de rapiña y de maldad. ¡Insensatos! ¿No hizo también lo interior el que hizo lo exterior? Dad limosna de lo que tenéis, y entonces tendréis todo limpio” (Lc 11, 39-41). Aquí, nuestro Señor da el remedio más seguro al peligro de contaminase: «Da limosna aquellas cosas que están dentro tuyo». Es decir, aquellas cosas que son tu «tesoro», donde está tu corazón, da limosna y entonces serás limpiado.

San Pablo advirtió a los primeros cristianos que no se asociaran con la idolatría: 

¿Qué relación hay entre el templo de Dios y los ídolos? Porque nosotros somos el templo del Dios vivo; como dijo Dios: Habitaré y caminaré en medio de ellos; Yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo. Por esto: Salid y separaos de ellos -dice el Señor- no toquéis nada impuro, y Yo os recibiré. Yo seré para vosotros Padre, y vosotros seréis para mí hijos e hijas, dice el Señor Todopoderoso”. Como tenemos estas promesas, amados, limpiémonos de toda contaminación del cuerpo y del espíritu, y perfeccionemos la santidad en el temor del Señor. (2 Cor 6, 16-18) 

«¡Sal de entre ellos y no toques nada impuro!» Debemos vivir en el mundo pero no debemos contaminarnos con la idolatría que prevalece en el mundo: materialismo, mercantilismo, consumismo. Esto exige una «custodia del corazón». Como nuestro Señor enseñó: “Lo que sale del hombre es lo que mancha al hombre. Porque del corazón del hombre proceden los malos pensamientos, las fornicaciones, robos, asesinatos, el adulterio, la avaricia, la maldad, el engaño, el libertinaje, la envidia, la calumnia, el orgullo, la necedad. Todas estas cosas malas salen de adentro y hacen impuro al hombre” (Mc 7, 20-23). 

Además, existe la custodia de la lengua, que es muy importante: “En lo que se refiere a la fornicación y a toda clase de impureza o avaricia, que ni siquiera se nombre entre vosotros, como debe ser entre creyentes; ni palabras deshonestas, necedades, ni truhanerías, cosas que no están bien; por el contrario, alabad a Dios. Porque tened bien entendido, que ningún fornicario, impuro, o avaro -que es lo mismo que un idólatra- ha de heredar el reino de Cristo y de Dios” (Ef 5, 3-5).  

3. Sacramentos

Más allá de la liberación de uno mismo, también está la tarea de la purificación. Nuestro principal medio de purificación nos llega a través de los sacramentos. El primero es el Bautismo. San Pablo enseña su poder de limpieza: «Cristo amó a la iglesia y se entregó por ella, para poder santificarla, por medio del agua del bautismo y de la palabra, para prepararse una Iglesia gloriosa, sin mancha ni arruga ni cosa parecida, sino santa y perfecta” (Ef 5, 25-27). 

Para los pecados cometidos después de nuestro bautismo, especialmente los pecados mortales, Cristo le ha dado a la Iglesia el sacramento de la confesión para limpiar nuestras almas del «polvo» que recogemos en el camino. Esto se refleja en lo que nuestro Señor hizo con sus apóstoles, antes de la institución de los sacramentos de la Eucaristía y del Orden Sagrado, les lavó los pies. Cuando Pedro sugirió a Jesús que también le lavara la cabeza y su cuerpo, nuestro Señor respondió: “El que se ha bañado no necesita lavarse más que los pies, pues está completamente limpio; y vosotros estáis limpios, aunque no todos. Jesús sabía muy bien quién iba a traicionarlo; por eso dijo: «No todos estáis limpios” (Jn 13, 10-11). Ya habían sido bautizados, y ahora, en preparación para la ordenación, siguiendo las prescripciones del rito de ordenación instituido para Aarón, les limpia los pies. Algunos comentaristas de las Escrituras consideran que esto apunta al Sacramento de la Confesión, que solo se instituiría completamente después de la resurrección de Jesús.  

4. Oración

Otro poderoso medio de purificación, se provee en la dispensación de indulgencias de la Iglesia. Las indulgencias son la forma en que la Iglesia indica y distribuye los medios para eliminar el «castigo temporal debido al pecado». Como se explica en el Catecismo de la Iglesia Católica:  

Todo pecado, incluso venial, conlleva un apego poco saludable a las criaturas, el cual debe ser purificado aquí en la tierra o después de la muerte en el estado del Purgatorio. Esta purificación libera de lo que se llama «castigo temporal» del pecado. Este castigo no debe ser concebido como una especie de venganza infligida por Dios desde afuera, sino como una continuación de la naturaleza misma del pecado. Una conversión que procede de una caridad ferviente, la cual puede lograr la purificación completa del pecador de tal manera que ya no quede castigo alguno. 

La oración, la limosna, las penitencias y la profesión pública de la fe, son cuatro formas de obtener indulgencias, y por lo tanto, son medios muy efectivos para liberarse del «apego no saludable a las criaturas». Debemos orar como David en el Antiguo Testamento, «Crea en mí un corazón puro» (Sal 51,12). San Juan de la Cruz explica: «Las almas son purificadas en la otra vida por el fuego, pero aquí en la tierra son limpiadas e iluminadas sólo por el amor. David pidió este amor cuando dijo: “oh Dios, crea en mí un corazón puro”. La limpieza del corazón es nada menos que el amor y la gracia de Dios. Los puros de corazón son llamados bienaventurados por nuestro Salvador, y llamarlos así es equivalente a decir que son tomados con amor, porque la bienaventuranza no se deriva de nada más que del amor”. Cuando oramos por un corazón puro, oramos por la capacidad de amar a Dios completamente con nuestro corazón. 

5. La palabra de Dios

Uno de los medios más poderosos de la pureza es la Palabra de Dios. Cristo le dijo a sus apóstoles la noche antes de morir: “Vosotros ya estáis limpios por la palabra que os he dicho. Permaneced en mí, y yo en vosotros. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo, si no está unido a la vid, así tampoco vosotros, si no estáis unidos a Mí» (Jn 15, 3-4a). 

El poder de la Palabra de Dios se ilustra en una historia contada por el peregrino ruso. El peregrino conoció a un soldado que en un momento de su vida, había perdido casi todo debido a un grave hábito de beber. El soldado intentó muchas formas diferentes de romper el hábito. Nada funcionó. Finalmente, un monje le aconsejó que leyera los Evangelios. Cada vez que estaba tentado a beber, debía leer un capítulo del Evangelio. Si la tentación continuaba, debía leer otra, hasta que la tentación pasara. Al principio, el hombre no siguió el consejo. Más bien, puso los Evangelios en su baúl para guardarlos. Hasta que un día: 

Un deseo irresistible de beber me llevó a apresurarme a abrir mi baúl para obtener algo de dinero y salir corriendo a la casa pública. Pero lo primero que me llamó la atención fue la copia de los Evangelios, y todo lo que el monje había dicho me vino a la mente. Abrí el libro y comencé a leer el primer capítulo de San Mateo. Llegué al final sin entender una palabra. Aun así recordé que el monje había dicho: «No importa si no lo entiendes, sigue leyendo diligentemente». «Vamos», dije, «debo leer el segundo capítulo». Lo hice y comencé a entender un poco. Entonces comencé en el tercer capítulo y luego la campana del cuartel comenzó a sonar; todos tenían que irse a la cama, a nadie se le permitía salir y yo tenía que quedarme donde estaba. Cuando me levanté por la mañana, estaba a punto de salir a buscar vino cuando de repente pensé, ¿y si leyera otro capítulo? ¿Cuál sería el resultado? Lo leí y no fui a la casa pública. Nuevamente sentí el antojo, y nuevamente leí un capítulo. Sentí cierto alivio. Esto me animó, y a partir de ese momento, cada vez que sentía la necesidad de beber, solía leer un capítulo de los Evangelios. Aún más, a medida que pasó el tiempo, las cosas mejoraron y mejoraron, y cuando terminé los cuatro Evangelios, mi embriaguez ya era absolutamente cosa del pasado, y no sentí sino disgusto por ello. Hace veinte años que tomé la última gota de alcohol. 

La Palabra de Dios primero purifica como un medio de separación: «Porque la palabra de Dios es viva y eficaz, y más aguda que espada de dos filos; ella penetra hasta la división del alma y el espíritu, de las articulaciones y de la médula, y es capaz de juzgar los sentimientos y los pensamientos” (Hebreos 4,12). Pero también es el medio de conversión, de regreso a Cristo, y la unión con Él y el Padre. «Si alguien me ama, él guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y nosotros iremos a él y haremos nuestro hogar en él» (Jn 14,23). El guardar la palabra de Cristo significa no solo vivirla, sino guardarla en el corazón como lo hizo María (Lc 2,51).

6. La lucha contra las tentaciones de los espíritus inmundos

Nuestra lucha por la pureza no es simplemente de carne y hueso, sino también contra los espíritus impuros. Una indicación de que una tentación proviene del diablo es cuando aparece aparentemente de la nada, es vil y persistente. «Los pensamientos sucios y vergonzosos en el corazón generalmente son causados ​​por el engañador del corazón, el demonio de la fornicación; solo la moderación, y de hecho, el desprecio por ellos, probará ser un antídoto». Nuestra mejor defensa es huir de ellos, apartar la mente de ellos. Pero también se debe,  hacer un acto claro de la voluntad contra ellos, cortar la capa de niebla que el enemigo desea usar para nublar nuestros pensamientos. Digamos: «No deseo estos pensamientos. Te alabo Dios por tu Sabiduría y Santidad y no me permitas ofenderte de ninguna manera. Jesús, te amo, confío en tu amor por mí. María, por tu Inmaculada Concepción, haz mi cuerpo puro y mi alma santa». 

7. La lucha del cuerpo contra el espíritu

Además de los ataques del diablo contra la pureza, tenemos que lidiar con nuestro propio cuerpo. Esto lo expresa San Pablo: «Porque según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios; pero veo otra ley en mis miembros, que se rebela contra la ley de mi razón, y que me esclaviza a la ley del pecado que está en mis miembros. ¡Miserable de mí! ¿quién me librará de este cuerpo de muerte?» (Romanos 7, 22-24).

Juan Clímaco expresa elocuentemente el aparente dilema que surge debido a nuestra naturaleza dual de cuerpo y alma:  

¿Con qué regla o manera puedo atar este cuerpo mío? ¿Con cuál precedente puedo juzgarlo? Antes de poder atarlo, lo sueltan, antes de que pueda condenarlo, me reconcilio con él, antes de que pueda castigarlo, me inclino ante él y siento pena por él. ¿Cómo puedo odiarlo cuando mi naturaleza me dispone a amarlo? ¿Cómo puedo separarme de él cuando estoy atado a él para siempre? ¿Cómo puedo escapar de él cuando él se levantará conmigo? ¿Cómo puedo hacerlo incorrupto cuando ha recibido una naturaleza corruptible? ¿Cómo puedo discutir con él cuando todos los argumentos de la naturaleza están de su lado? Si trato de atarlo a través del ayuno, entonces estoy juzgando a mi vecino que no ayuna, con el resultado de que me lo entregan nuevamente. Si lo derroto al no emitir un juicio, me enorgullezco, y estoy esclavizado por él una vez más. Él es mi ayudante y mi enemigo, mi asistente y mi oponente, un protector y un traidor. Soy amable con él y él me ataca. Si lo desgasto, se debilita. Si descansa, se vuelve rebelde. Si lo molesto, no puede soportarlo. Si lo mortifico me pongo en peligro. Si lo derribo, no me queda nada para adquirir virtudes…

¿Cuál es este misterio en mí? ¿Cuál es el principio de esta naturaleza mixta de cuerpo y alma? ¿Cómo puedo ser mi propio amigo y mi propio enemigo? ¡Háblame! ¡Háblame, mi compañero de yugo, mi naturaleza! No puedo preguntarle a nadie más sobre ti. ¿Cómo puedo permanecer ileso por ti? …

Y esto es lo que la carne podría decir en respuesta: «Nunca te diré lo que aún no sabes. Hablaré del conocimiento que ambos tenemos. Dentro de mí está mi progenitor, el amor a mí mismo. El fuego que viene a mí desde el exterior son demasiados mimos y cuidados. El fuego dentro de mí es un pasado fácil y las cosas hechas hace tiempo. Concebí y di a luz a los pecados, y cuando nacieron engendraron la muerte por la desesperación. Y, sin embargo, si has aprendido la segura y arraigada debilidad, tanto en ti como en mí, habrás atado mis manos. Si matas de hambre tus deseos, habrás atado mis pies, y ya no podrán viajar más. Si hubieras tomado el yugo de la obediencia, habrías echado a un lado mi yugo. Si hubieras tomado posesión de la humildad, me habrías cortado la cabeza». 

El problema es claro. La fuente de la dificultad proviene del alma misma: «dentro de mí está mi progenitor», falso amor a uno mismo, consentir, cuidar y tranquilizar. La solución es igualmente clara: matar de hambre los anhelos, obediencia, humildad.