La Virgen María fue fiel a la Cruz y, por lo tanto, se convirtió en «la Madre en el orden de la gracia» (Lumen Gentium, 61) para todos los miembros de Cristo. Para que la gracia dé fruto en nosotros, debemos permanecer fieles y firmes en las tormentas de la vida a través de una fe fuerte y una esperanza viva. De esta manera, el ángel puede alcanzarnos las gracias más preciosas, aquellas que nos llegan a través del sufrimiento.
La misericordia del Señor no se extingue, ni se agota su compasión; ellas se renuevan cada mañana, ¡qué grande es tu fidelidad! (Lm 3, 22-23)
I. Introducción
A. La fidelidad en general
En esta conferencia discutiremos la última de las seis características que se fomentarán en la Obra de los Santos Ángeles: la fidelidad. Para comenzar nuestro tratamiento de la fidelidad, repasemos rápidamente algunas de las palabras que los idiomas sagrados han usado para expresar el concepto de fe y fidelidad. La raíz de la palabra hebrea emet es la palabra hebrea que se traduce con mayor frecuencia al español como fidelidad. Es de destacar que al griego se traduce Septuaginta, mediante el uso de tres palabras: pistis (fiel, confiable; que se traduce al latín: fidelis del que derivamos nuestra palabra en español fidelidad), alhqeia (verdad, veraz) y dikaiosunh (justicia). Es importante tener en cuenta que esta palabra hebrea para fidelidad, así como las palabras griegas y latinas, tienen la misma raíz que la palabra fe.
En el Antiguo Testamento, las palabras fe y fidelidad se usan de una manera que las hace a menudo prácticamente intercambiables. En nuestro uso común, estas dos palabras tienen significados distintos. La Fe se refiere a un asentimiento del intelecto a las verdades que se revelan. Significa un acto de creer en alguien a quien consideramos confiable. Mientras que la Fidelidad es la cualidad moral de ser veraz, justo y confiable en la acción. Pero es importante ver que estos dos conceptos expresados en el idioma hebreo no son tan distintos. La fe no es simplemente un asentimiento del intelecto, sino que implica necesariamente un asentimiento de la persona completa y una conformidad de toda la vida a la verdad a la que uno asiente. El filósofo judío Martin Buber escribió sobre la noción judía de fe diciendo que para el hombre de Israel “la idea de la inexistencia de Dios está fuera del ámbito de lo que él podía concebir”. La fe para Israel no era una cuestión de la existencia de Dios. “Eso nunca ha sido puesto en duda por el alma de Jacob. Al proclamar la fe, el alma sólo proclamaba que confiaba en el Dios eterno, quien estaría presente en el alma, como fue la experiencia de los patriarcas, en donde el alma se confiaba a Dios, que estaba presente”.
La vida de Abraham, nuestro “padre de la fe”, es el prototipo de lo que significa tener fe. Si uno examina la historia de la fe de Abraham, lo más sorprendente es que todo el énfasis de la historia está en la noción de la prueba. A Abraham se le dan instrucciones divinas sin explicaciones, y se espera que cumpla estas instrucciones incuestionablemente. Esto sucede una y otra vez, a pesar de los enormes sacrificios que se le pide que haga: dejar su patria, su familia, su herencia, ir a un lugar donde debe confiar en que Dios proporcionará una nueva patria, una nueva familia y una nueva herencia. Una vez que llega a la “tierra prometida”, casi de inmediato tiene que irse debido a la hambruna. Abraham espera una familia, pero su esposa es estéril y cuando finalmente tiene un hijo, se le pide que sacrifique al niño. Una y otra vez la fe de Abraham es probada, y él se muestra “lleno de fe”. Es fiel porque se mantiene integro en su creencia de que Dios es un Dios fiel; Dios es verdadero, bueno y confiable.
Esto contrasta con el pueblo de Israel que es conducido a través del desierto a la tierra prometida después de su liberación de Egipto. A ellos también se les dan instrucciones divinas a través de Moisés. Pero una y otra vez son infieles. Su infidelidad a Dios está enraizada en el hecho de que no creen en la bondad de Dios, sino que lo acusan de traerlos al desierto para matarlos.
Es interesante señalar que los miembros de la Iglesia se conocen como “fieles”, lo cual es indicativo del hecho de que no solamente los miembros de la Iglesia están llamados a profesar su fe en la enseñanza de la Iglesia, sino que también estamos llamados, como lo fue Abraham, a una fe que al final nos hace fieles en nuestra respuesta total a Dios. Pero lo que es fundamental para nuestra fe es la fidelidad de Dios. Como escribió un estudioso de las Escrituras: “Las palabras ‘fe’ y ‘creer’ Emunáh [en el Antiguo Testamento]… describen al hombre refugiándose en Dios, que es firme y constante, de su propia inestabilidad y fragilidad”. Por lo tanto, para que podamos crecer en fidelidad, debemos comprender con mayor profundidad la fidelidad de Dios hacia nosotros.
II La fidelidad de Dios y sus santos ángeles
A. La Fidelidad de Dios
La fidelidad de Dios es distinta de su inmutabilidad, aunque los dos atributos están relacionados. El hecho de que Dios es inmutable o invariable, es necesariamente la consecuencia del hecho de que Él es todo perfecto. Como es el caso de que una cosa cambie, a esa cosa le debe faltar la perfección que adquiere a través del cambio. Pero como Dios posee toda la perfección posible, se deduce que en Él, no hay variación ni sombra debido al cambio. [cf. Stg 1,17] Esta estabilidad de Dios es un atributo ontológico. Es decir, indica una perfección del mismo ser de Dios. Mientras que la fidelidad es lo que se puede llamar un atributo moral, ya que indica la perfección de la acción de Dios. El Señor es veraz en todas sus palabras y fiel en todas sus obras. La veracidad y la fidelidad son atributos que hablan del hecho de que no hay sombra de engaño ni cambio en su trato con nosotros. Nuestro Dios es una roca de refugio, una fortaleza en la que confiamos. Pero la razón por la que podemos confiar en Él, no se debe solo al hecho de que Él no es voluble con nosotros, sino que también su fidelidad es una fidelidad a la misericordia. La palabra para fidelidad en hebreo se usa muy a menudo junto con la palabra jesed, que significa misericordia.
Al describir la misericordia, los libros del Antiguo Testamento usan dos declaraciones en particular, cada una con un matiz semántico diferente. Primero, está el término Jesed, que indica una actitud profunda de “bondad”. Cuando esto se establece entre dos individuos, no sólo se desean bien el uno al otro; también son fieles entre sí en virtud de un compromiso interior y, por lo tanto, también en virtud de una fidelidad a sí mismos. Dado que jesed también significa “gracia” o “amor”, esto ocurre precisamente sobre la base de esta fidelidad. El hecho de que el compromiso en cuestión no sólo tenga un carácter moral, sino casi jurídico, no hace ninguna diferencia. Cuando en el Antiguo Testamento se usa la palabra jesed del Señor, esto siempre ocurre en relación con el pacto que Dios estableció con Israel. Este pacto fue, por parte de Dios, un regalo y una gracia para Israel. Sin embargo, dado que, en armonía con el pacto celebrado, Dios se había comprometido a respetarlo, jesed también adquirió en cierto sentido un contenido legal. El compromiso jurídico de parte de Dios, se dejó de cumplir cuando Israel rompió el pacto y no respetó sus condiciones. Pero precisamente en este punto, jesed, al dejar de ser una obligación jurídica, reveló su aspecto más profundo: se mostró como lo que era al principio, es decir, como amor que da, amor más poderoso que la traición, gracia más fuerte que el pecado.
Esta fidelidad frente a la infiel “hija de mi pueblo” (cf. Lam 4, 3, 6) es, en resumen, de parte de Dios, fidelidad a sí mismo. Se hace evidente en la frecuente recurrencia de los dos términos jesed… emet (gracia y fidelidad)…. “No es por tu bien, oh casa de Israel, por lo que voy a actuar, sino por mi santo nombre” (Ez 36,22). Por lo tanto, Israel, aunque cargado de culpa por haber roto el pacto, no puede reclamar el jesed de Dios sobre la base de la justicia legal, pero puede y debe seguir esperando y confiando en obtenerlo, ya que el Dios del pacto es realmente “responsable de su amor”. Los frutos de este amor son el perdón y la restauración de la gracia, el restablecimiento del pacto interior.
Para ilustrar este punto, el Santo Padre Benedicto XVI, ofrece un comentario sobre la parábola del hijo pródigo. Esto dice del padre: “El padre del hijo pródigo es fiel a su paternidad, fiel al amor que siempre prodigaba a su hijo. Esta fidelidad se expresa en la parábola, no sólo por su disposición inmediata para dar la bienvenida al hijo, cuando éste regresa después de haber desperdiciado su herencia, sino que también se expresa en la alegría, en esa derrochadora celebración después de su regreso… La fidelidad del padre a sí mismo, es un rasgo ya conocido en el Antiguo Testamento, con el término jesed, el cual es al mismo tiempo expresado de una manera particularmente cargado de afecto”. Esto es lo que San Pablo quiere decir cuando escribe: “si somos infieles, él permanece fiel, porque no puede negarse a sí mismo”. El Padre no puede negar su paternidad aunque nosotros, sus hijos, neguemos nuestra dignidad filial por el pecado. Él permanece fiel a su paternidad, a su amor constante. Esta es la base de nuestra propia fidelidad. No sólo nos da el ejemplo perfecto, para que podamos ser “imitadores de Dios” (Efesios 5, 1), sino que también nos da la base para la fe mediante la cual construimos sobre la roca de Dios.
B. El Pacto
Como señala nuestro Santo Padre, los términos jesed y emet, están relacionados con el deseo de Dios de hacer un pacto con el hombre. La naturaleza de un pacto, es distinta de cualquier otro contrato o acuerdo, por el hecho de que un pacto no se basa en un simple intercambio de promesas, más bien, se basa en el juramento mayor. Cada parte en un pacto se compromete con un juramento hecho en el santo Nombre de Dios, para transmitir el hecho de que así como Dios es inmutable y fiel, también lo es la promesa de uno. “¡Lo juro por Dios! ¡Lo juro por el santo Nombre de Dios!” Tal es la naturaleza de un pacto. Esto se explica en la Carta a los hebreos: “Porque cuando Dios hizo la promesa a Abraham, como no podía jurar por alguien mayor que Él, juró por sí mismo, diciendo: Sí, yo te colmaré de bendiciones y te daré una descendencia numerosa. Y por su paciencia, Abraham vio la realización de esta promesa. Los hombres acostumbran a jurar por algo más grande que ellos, y lo que se confirma con un juramento queda fuera de toda discusión. Por eso Dios, queriendo dar a los herederos de la promesa una prueba más clara de que su decisión era inmutable, la garantizó con un juramento. De esa manera, hay dos realidades irrevocables –la promesa y el juramento– en las que Dios no puede engañarnos. Y gracias a ellas, nosotros, los que acudimos a él, nos sentimos poderosamente estimulados a aferrarnos a la esperanza que se nos ofrece. Esta esperanza que nosotros tenemos, es como un ancla del alma, sólida y firme, que penetra más allá del velo, allí mismo donde Jesús entró por nosotros, como precursor, convertido en Sumo Sacerdote para siempre, según el orden de Melquisedec”. (Hebreos 6, 13-20)
Como señala el Dr. Scott Hahn: “Al jurar, una promesa se transforma invocando el nombre de Dios para pedir ayuda o bendición (‘ayúdame, Dios mío’). El que jura se coloca bajo el juicio divino y bajo una auto maldición condicional (‘sino, seré condenado’). El juramento es, por lo tanto, una forma de compromiso mucho más fuerte y más sagrado”.
También es importante tener en cuenta, que el pacto es distinto de cualquier otro contrato, en el sentido de que no implica el intercambio de bienes o servicios, sino el intercambio de personas. “Seré tu Dios y tú serás mi pueblo”, es una declaración frecuente del pacto. Se establece una relación personal que implica una entrega total. No es una entrega de una parte. Esto se ve en una analogía que se usa en las Escrituras: el hombre puede hacer un contrato con una prostituta para darle dinero a cambio de su cuerpo, pero esto es obviamente diferente del hombre que hace un pacto con su esposa, el cual implica, el intercambio mutuo de la totalidad de sí mismos. El primero no exige fidelidad, mientras que el segundo obviamente sí. El pacto hecho con Dios no fue una negociación de bienes, sino el establecimiento de la Familia de Dios. La totalidad de la entrega de sí mismo, por parte de Dios, se cumplió en la plenitud de los tiempos, cuando Dios envió a su Hijo unigénito a semejanza de nuestra carne.
C. La Encarnación
La Encarnación del Hijo Eterno del Padre es la promesa irrevocable de fidelidad de Dios a la raza humana. Dios se ha unido a nosotros irreversiblemente. Este es el fundamento del nuevo y sempiterno pacto. “Juró El Señor, y no se arrepentirá: Tú eres sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec” (Sal 110, 4). Jesucristo es el sacerdote según el orden de Melquisedec en virtud de la Encarnación, porque él es el mediador perfecto entre Dios y el hombre. “Voy a proclamar el decreto del Señor: Él me ha dicho: ‘Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy‘” (Salmo 2, 7). Aunque Cristo es el Hijo encarnado de Dios Padre, Él llama a todos los hombres a la filiación divina.
Como consecuencia de la Encarnación, llamamos a la dispensación de la gracia, el “Nuevo Testamento” o la Nueva Alianza. Es interesante notar, que sólo hay un lugar donde Cristo mismo hace referencia explícita a una nueva alianza. ¿Dónde? Cuando él dice: “Tomen y beban todos de él, este es el cáliz de mi sangre, la sangre de la alianza nueva y eterna” (cf. Mat. 26, 27-8; 1 Cor. 11, 25). Es con la institución del Santísimo Sacramento, que Cristo enseña más claramente acerca de su intención de hacer un nuevo pacto. Esto es muy significativo. Como hemos dicho, un pacto consiste en el intercambio mutuo de juramentos, que implica la recíproca entrega de personas.
En el año 112 DC, Plinio el Joven, escribió una carta al emperador Trajano, cuyo texto se conserva hasta hoy. En esta carta, entre otras cosas, Plinio informó que un interrogatorio había sido hecho a un cristiano capturado. El cautivo se vio obligado a revelar lo que hacen los cristianos en sus reuniones secretas. El declaró que cuando los cristianos se reunían, “se sacramento obstringere” (para unirse por juramento). Eso puede parecernos extraño. ¿Es eso lo que hacemos cuando nos reunimos? ¡Sí! Esto se refiere al sacrificio eucarístico del que ya se habló en el primer siglo como sacramento (del que derivamos la palabra sacramento). La palabra latina sacramentum, en la época de la Iglesia cristiana primitiva, se refería al juramento de lealtad de un soldado al emperador romano. Por lo tanto, los primeros cristianos entendieron la Eucaristía en términos de un juramento de lealtad a Jesucristo, el rey de reyes, cuyo reinado trascendió el Imperio Romano. Esto fue sin duda, en gran parte, una de las razones básicas, para la persecución romana de los cristianos. Los funcionarios imperiales romanos, tenían una tenue visión de sus súbditos, haciendo juramentos de lealtad a cualquier otra persona que no fuera el emperador. Este juramento de lealtad no buscaba destronar políticamente al emperador romano. Sin embargo, tampoco estaba simplemente en el ámbito espiritual. Como dice un erudito:
Esta sumisión se produjo no sólo en el nivel intangible “espiritual” o simplemente en el nivel “litúrgico”, que probablemente Roma hubiera tolerado, sino en el nivel tangible de la ética y la declaración de valores en el ámbito social de las relaciones interpersonales. … En otras palabras, pocos cristianos en esos primeros siglos podrían haber consumido el [Cuerpo y la Sangre de Cristo en la Eucaristía] a menos que también se hayan constituido real y tangiblemente como el cuerpo de Cristo en el mundo.
El intercambio mutuo de personas es evidente en el acto de la Sagrada Comunión, en el cual Cristo dice a cada uno de los fieles: “tomen y coman, este es mi cuerpo”, y los fieles responden dando su cuerpo y alma para ser el cuerpo de Cristo en el mundo. Lo que se dice aquí acerca de la Eucaristía es cierto para todos los sacramentos. Cada uno a su vez implica un juramento de Dios y una respuesta del hombre. Los votos bautismales, la renovación de los mismos en la confirmación, los votos matrimoniales, el acto de contrición que contiene la promesa: resuelvo firmemente no pecar más, etc. son todas promesas serias hechas a Dios, en respuesta a su promesa de hacer de nosotros sus hijos.