La Eucaristía – Memorial de la Pasión del Señor

Es interesante observar cómo el Señor realizó sus mayores obras en las postreras horas de su vida terrena. Su Pasión –comenzando por la agonía en el Monte de los Olivos hasta su último suspiro en la Cruz– es un acto mucho mayor que todos sus milagros juntos, por eso estas horas fueron las más decisivas en la vida del Señor. Si él no hubiese pasado por estas horas de la Pasión, aún no estaríamos redimidos, y faltaría lo más importante de lo que hizo en favor nuestro. Por ser un acto tan grande y perfecto, la Pasión del Señor quedará presente para siempre en la historia, tal como se lee en el Catecismo de la Iglesia Católica: “Cuando llegó su hora, vivió el único acontecimiento de la historia que no pasa: Jesús muere, es sepultado, resucita de entre los muertos y se sienta a la derecha del Padre “una vez por todas”. Es un acontecimiento único “que participa de la eternidad divina y domina así todos los tiempos y en ellos se mantiene permanentemente presente” (Cat. 1085).

Este texto del Catecismo nos lo dice claramente: la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor están presentes también en nuestros días. Y cuando nos preguntamos cómo es esto posible, debemos mirar hacia el Misterio de la Sagrada Eucaristía. El Señor no se alejó de sus apóstoles, sin haberles dejado antes el Santísimo Sacramento, que es la perpetuidad de todo lo que Él había hecho en favor de sus amados. Esto es algo que nosotros, los hombres, nunca lograremos imitar. Podemos, por ejemplo, filmar un acontecimiento y ver después, en la película, lo que sucedió. Así, por ejemplo, en la película de Mel Gibson sobre la Pasión de Cristo. Aunque fuese una película de Jesús mismo en su Pasión, sería muy diferente de lo que es la Santa Misa. Dicha película sería menos real de lo que sucede en la Santa Misa, pues mostraría cómo fue la Pasión, pero no cambiaría nada, porque la celebración de la Santa Misa sí hace realmente presente el acontecimiento, de tal manera que podemos participar, de manera misteriosa, en aquello que Jesús hizo en esas horas y recibir el fruto de su maravilloso acto. Al instituir el Santísimo Sacramento, el Señor dio a los hombres la posibilidad de vivir cerca de Él y de unir cada instante de la vida a su obra y su vida, a su Encarnación, a su Pasión, Muerte y Resurrección. Al hacer esto, Él quiso cambiar radicalmente toda nuestra vida.

En los siguientes párrafos, reflexionaremos sobre cómo aplicar esto a nuestra labor diaria, pues el Señor quiere cambiar también el sentido del trabajo humano por medio de la Sagrada Eucaristía.

La Santísima Eucaristía y el trabajo humano

Ya al comienzo de sus discursos sobre el Pan de vida, Jesús dice: “Trabajad, no por el alimento que perece, sino por el alimento que permanece para la vida eterna, el que os dará el Hijo del Hombre” (Juan 6,27 ). Esto significa que al instituir el Santísimo Sacramento, el Señor quiso cambiar realmente el sentido de nuestro trabajo. “Trabaja, no por el alimento que perece” es una palabra que toca la raíz de nuestra existencia, pues todo hombre tiene que trabajar para ganarse el pan de cada día, de lo contrario muere de hambre. El mismo San Pablo nos exhorta: “El que no trabaja que no coma.”(2 Tes 3, 10). La Santísima Eucaristía es algo tan precioso que no puede haber cosa alguna en nuestra vida desvinculada de este “Santísimo y Divinísimo Misterio”. Cuando el Señor nos exhorta diciendo: “Trabaja no por el alimento que perece”, podemos percibir tras estas palabras su preocupación, porque al comenzar a trabajar por el pan que perece –y por las cosas terrenas– nos olvidemos del gran don de la Sagrada Eucaristía. El Señor quiere que trabajemos aproximándonos más al Pan Celestial por medio del trabajo mismo. De hecho, nuestro trabajo tiene una íntima relación con la Santísima Eucaristía. Así, el sacerdote en el ofertorio de la Misa reza: “Bendito seas Señor, Dios del universo, por este pan, fruto de la tierra y del trabajo de los hombre, que recibimos de tu generosidad y que ahora te presentamos. El será para nosotros Pan de Vida”. Por medio de esta oración, el sacerdote ofrece todo nuestro trabajo al Padre Celestial. De esta manera, todo lo que hacemos es transformado y participa de la obra redentora del Señor. Más aún, podríamos decir que sin el trabajo humano no habría Misa; pues no tendríamos pan, si nadie sembrase el trigo y lo cogiese, si otro no hiciese de ese trigo harina, si otro no hiciese con esta harina una masa y de esta masa un pan. Vemos que el sentido de nuestro trabajo no es simplemente ganar dinero, sustento de nuestra vida, por más necesario que sea, sino que el trabajo tiene un sentido más profundo. Y es la Santa Misa la que nos revela este sentido: así como el pan es producto del trabajo humano y después es transformado en el cuerpo de Cristo, así todo nuestro trabajo debe servir para la edificación del Cuerpo de Cristo, también por su Cuerpo Místico que es la Santa Iglesia, el Reino de Dios en la tierra. El Señor podría haber escogido otro elemento, por ejemplo una piedra preciosa, para ser transformada en su Cuerpo, y una fruta sabrosa para ser transformada en su Sangre, pero no lo quiso así. El Señor usó pan, el cual, desde la salida del paraíso, el hombre tiene que ganar “con el sudor de su frente”. De esta manera, el Señor nos enseña que sin el esfuerzo humano, sin el trabajo del hombre, no quiere realizar el misterio de la transubstanciación.

El Señor no quiso convertir cualquier cosa en su Cuerpo; escogió el pan, que exige de nuestra parte la colaboración para preparar el divino Misterio, así como también quiere la colaboración de los sacerdotes en la transformación del pan en su Cuerpo: “Trabaja no por el alimento que perece”. He aquí la razón de nuestro trabajo: ¡el Pan del Cielo! Recibimos un salario por nuestro trabajo, y así debe ser. Pero al ofrecer nuestro trabajo al Señor en la Santa Misa por las manos del sacerdote, Él también acepta todo lo que hacemos, si lo realizamos con recta intención, y nos paga también el salario: nos da el Pan del Cielo. Este es el verdadero salario de nuestras obras. Son las monedas celestiales (el denario), las gracias que nos hacen entrar por la puerta del cielo.

Oración al Sumo y Eterno Sacerdote

“Oh JESÚS, Eterno Sacerdote, guarda a Tus sacerdotes en Tu Sagrado Corazón, donde nada pueda mancharlos. Conserva inmaculadas sus manos ungidas, que tocan todos los días Tu Cuerpo Sagrado. Consérvalos puros y libres de todo afecto terreno en sus corazones, marcados con el sello sublime del Sacerdocio. Conserva limpios sus labios, teñidos diariamente con tu Preciosa Sangre. Que Tu Santo amor los rodee y no permita que el espíritu del mundo los contamine. Bendice sus trabajos apostólicos con abundantes frutos y permite que las almas puestas a su cargo sean su alegría y consuelo en esta vida y formen en el cielo su hermosa e imperecedera corona”. Amén. (Santa Teresita del Niño Jesús)