OA01 Fidelidad

I. La Fidelidad

En la Obra de los Santos Ángeles, sus miembros son animados a vivir siete virtudes particulares, que les ayudarán a unirse de manera más íntima con los santos Ángeles. Estas son: fidelidad, humildad, obediencia, amor, silencio, templanza y la imitación de María. En ésta y en las próximas cartas circulares abordaremos de manera secuencial cada una de estas virtudes.

La fidelidad contribuye al perfeccionamiento de cada virtud

Al comienzo, con la prueba de los Ángeles –así se dice-, se produjo la división, cuyo origen fue la cuestión de la fidelidad a Dios. Con San Miguel -“¡Quién como Dios!”-, los Ángeles  f i e l e s  decidieron mantener la fidelidad a Dios, mientras que los Ángeles c a í d o s abjuraron de Dios y quebrantaron la fidelidad a Él. Por esta razón, la fidelidad es el primer rasgo característico de los santos Ángeles.

La fidelidad, entonces, ha de ser la primera cualidad del carácter de los miembros de la Obra de los Santos Ángeles. Así, en la presente carta circular trataremos sobre la fidelidad, una de las virtudes más fundamentales. Se dice con frecuencia que la humildad es el  f u n d a m e n t o de la vida espiritual; pero si se mira con detenimiento, podremos darnos cuenta de que la función de la humildad consiste en cavar la zanja y apartar los escombros del amor propio, para que la vida espiritual pueda levantarse realmente sobre la piedra angular de la fe, y de que la labor de la fidelidad consiste en cimentar firmemente la vida espiritual en la fe. De ahí que la palabra latina para fidelidad, ‘fidelitas’, esté emparentada con la palabra latina para la fe: ‘fides’. Sin fidelidad es imposible que puedan darse la perfección o la santidad. Concretamente, el camino de los fieles hacia la santidad es el de la fidelidad a la voluntad de Dios, manifiesta en Su palabra, en Sus mandamientos y en las inspiraciones del Espíritu Santo. Respecto a nosotros, el amor perfecto -al igual que con María y con todos los santos- consiste en una absoluta y confiada entrega a las manos del Padre según el ejemplo de Jesús” (Juan Pablo II, Audiencia general del 22/07/1998).

Expresiones de fidelidad

Antes de analizar detalladamente los aspectos específicos de la fidelidad, vamos a efectuar un breve inventario de sus funciones, denominaciones y relaciones. Dichosos aquellos cuyas actitudes y relaciones estén marcadas por las múltiples expresiones de fidelidad descritas a continuación. ¡Quiera Dios que correspondamos a este elevado ideal!

Primero, debemos ser fieles a Dios, a quien debemos un absoluto y fiel acatamiento como nuestro Creador, Redentor y Santificador. Luego, hemos de ser fieles a la Iglesia, tanto en relación con su autoridad magisterial (respecto a la doctrina de la Iglesia debemos ser firmes y estables, pues el Evangelio de Cristo es uno solo e inalterable) como en relación con su autoridad gobernativa (como siervos obedientes, leales, confiables e imperturbables).Debemos ser consistentes en la práctica de nuestra fe, perseverantes en el ejercicio de las virtudes y pacientes en las pruebas. Debemos ser leales con nuestros parientes y amigos (el verdadero amigo se muestra como tal, sólo en la necesidad). Debemos ser patriotas frente a nuestro país; debemos cumplir a conciencia nuestras obligaciones. Debemos ser fieles a nuestra palabra, a nuestras promesas y a nuestros deberes.

Después de treinta años de la publicación del Decreto Presbyterorum Ordinis, (Decreto sobre el ministerio y la vida de los sacerdotes. Concilio Vaticano II), podemos reconocer la providente sabiduría, cuando allí se afirma que “la clave del verdadero ser del sacerdote radica en la fidelidad y el entusiasmo hacia el don recibido del Señor…” (Emilio Carlos Berlie Belaunzaran, Arzobispo de Yucatán, Mexico).Debemos ser particularmente fieles a nuestro estado de vida y sus correspondientes obligaciones: los sacerdotes a su ministerio sacerdotal, a sus obispos, a su compromiso celibatario; los consagrados a su profesión pública, mediante la cual se comprometen a imitar perfectamente a Cristo, según los consejos evangélicos de la castidad, de la obediencia y de la pobreza; los casados deben ser fieles el uno al otro, pues su unión es un signo sacramental del fiel amor de Cristo hacia Su esposa, la Iglesia.

En esta categoría de fidelidad a Dios y a la Iglesia debemos incluir nuestra fidelidad a la Madre de Dios y a los Ángeles y Santos, que en el Credo confesamos como “comunión de los santos”. Y puesto que todos nosotros, miembro por miembro, formamos un solo cuerpo en Cristo, estamos obligados de una manera particular a ser fieles a los que creen en Cristo, es decir, a los miembros de la Iglesia. Mediante nuestra Consagración a los santos Ángeles nos hemos comprometido, además, a ser especialmente fieles a los santos Ángeles y a la Obra de los Santos Ángeles.

“¡Dejaos guiar por los Ángeles Custodios!”

En la Audiencia general del 2 de octubre de 2002, el Papa Juan Pablo II, hizo un llamamiento a los creyentes en general, y en especial a los jóvenes, a redescubrir en la propia vida la ayuda de los Ángeles de la guarda. Al concluir la audiencia, en la que participaron algo más de quince mil peregrinos en la Plaza de San Pedro del Vaticano, el papa recordó que el 2 de octubre la Iglesia celebra la fiesta de los santos Ángeles Custodios. Esta celebración, añadió el papa, ‘nos invita a pensar en estos protectores celestiales que la providente atención de Dios ha puesto junto a cada persona’, aclaró el obispo de Roma. Después, dirigiéndose particularmente a los jóvenes, dijo: ‘dejaos guiar por los Ángeles Custodios para que vuestra vida sea una vivencia fiel de los mandamientos divinos’. (Zenit News Service).

La esencia de la fidelidad

No cabe duda de que apreciamos la fidelidad en nuestros amigos, pues ella constituye un soporte de la vida moral. Sin ella, no subsistirían la sociedad ni la familia. Ciertamente, es justo poner el amor en primerísimo lugar, pero no sería un amor verdadero, si no fuese, al mismo tiempo, fiel. “Dicho concretamente, el amor significa fidelidad” (Congregación para el Clero, L’Osservatore Romano, 21.7.99). El amor implica tanto el agrado por el bien que encontramos en el otro como también la generosa benevolencia, mediante la cual buscamos promover su bienestar. La fidelidad sella esta buena intención a través de un auto-compromiso duradero. ¡Cuando se ama realmente a alguien, se le quiere amar por siempre y ayudarle siempre!

Esta fidelidad, entonces, constituye la virtud por la cual permanecemos fieles al cumplimiento de nuestras obligaciones -“en las buenas y en las malas”-, como se dice en el momento de contraer matrimonio, que es la promesa humana de la fidelidad por excelencia.

Fidelidad heroica de un joven amor

Antonio y María se encontraban en la primavera de su vida y se habían enamorado mutuamente. Él ya le había propuesto matrimonio, y ella había respondido con un “sí”. Así pues, con la bendición de sus padres, campesinos pobres, se dispusieron a hacer planes para un futuro en común.

Había, sin embargo, un pequeño problema: su aldea, ubicada en el interior del Brasil, se encontraba tan alejada, que muy raras veces era visitada por el párroco misionero. Antonio y María aceptaron la situación y decidieron esperar hasta que apareciera nuevamente por allí el sacerdote y los casara. Esperaron y esperaron… Era probable que ‘su’ párroco hubiese muerto ya hacía tiempo. El tiempo pasaba. Antonio y María, que vivían a ambos lados de un río, llegaban todas las mañanas a la orilla, se saludaban desde lejos y oraban juntos antes de iniciar sus labores en el campo.

La joven pareja esperó nada menos que diez años, hasta que apareció por allí otro sacerdote, que finalmente los pudo casar.

Para la gente del mundo, la paciente fidelidad de esta joven pareja habría sido considerada una gran pérdida de tiempo y una estupidez. Si bien el derecho canónico, teniendo en cuenta las circunstancias, permitía a Antonio y María que efectuaran las promesas matrimoniales en presencia de algunos testigos (cosa que evidentemente desconocían), por su testimonio heroico y fiel respecto a la santidad del matrimonio merecieron una bendición eterna y una radiante corona.

Fidelidad y Justicia

Como tal, la fidelidad hace parte de la justicia, pues debemos cumplir nuestra palabra dada al otro. También hace parte de la veracidad a nosotros mismos y a la rectitud de nuestro entendimiento, reconocer la verdad y cumplir la palabra dada. Por eso nuestra promesa de ser fieles puede ser implícita o también formal.

En relación con las criaturas, la verdad significa reconocer que lo que es, es, y aclarar que lo que no es, no es. La verdad es la correspondencia o la conformidad de nuestro entendimiento con la realidad. Naturalmente, el mundo creado por Dios (y en últimas Dios mismo) es el parámetro para la verdad. Somos veraces cuando percibimos, conocemos y afirmamos la realidad tal como es.

Puesto que el entendimiento ha sido creado para la verdad, afirma de manera natural esta luz cuando brilla en nuestro corazón. Igualmente, la voluntad tiene una inclinación innata a obrar el bien y a evitar el mal. Así pues, ya con la percepción del orden natural estamos inclinados a optar por el bien. Esta es la ley natural que está escrita en nuestros corazones y de la cual da testimonio nuestra conciencia (cfr. Rom 2,14ss).

Al reconocer y obligarnos a vivir de acuerdo con las consecuencias morales que resultan de nuestra posición en el mundo y la sociedad, nos adentramos en el ámbito de la fidelidad. Más allá de las inmutables obligaciones de la ley natural, a la cual debemos ser fieles, se nos abre el vasto reino de la libertad humana, en la cual hemos de optar por una determinada manera de actuar. En estas circunstancias el hombre no se encuentra como un individuo aislado, pues hace parte de un entramado social que también exige estabilidad. De ahí surgen la necesidad y la obligación de vincularse de múltiples maneras a través de promesas, contratos o votos, bien sea en el matrimonio, en el trabajo, en la amistad, etc., y por el reino de los cielos, a los consejos evangélicos en la vida consagrada, al ministerio sacerdotal, a particulares formas de devoción, como las consagraciones al Sagrado Corazón de Jesús, a María y a los Santos Ángeles.

Fidelidad y veracidad

En su relación con la veracidad, la fidelidad tiene en sí algo de ‘divino’. En la veracidad reconocemos la verdad de seres existentes. Debemos permanecer fieles a la palabra dada en los vínculos de fidelidad que asumimos libremente. Mediante esta fidelidad surge y nace algo bueno y nuevo. En este sentido la fidelidad es casi ‘creativa’; al menos podemos decir que llegamos a la perfección mediante la fidelidad. Además, siendo fieles es como colaboramos más eficazmente con los santos Ángeles. El objetivo de su ministerio, de su servicio, consiste en ayudarnos a ser configurados a semejanza de Dios, a ser semejantes a Él en el amor y en las virtudes. Cuanto más grande sea nuestra fidelidad para seguir Sus inspiraciones y exhortaciones, mayor será nuestra fidelidad en medio de pruebas y más rápidamente seremos transformados a semejanza de Cristo (cfr. 2 Co 3,18).

Si negásemos la ley natural establecida por Dios o rompiésemos nuestras promesas, estaríamos, claro está, siendo infieles. Esta es la razón por la cual los espíritus que fueron rechazados fueron acusados de infidelidad hacia Dios. En el instante de su creación, todos los espíritus creados se dirigieron con amor hacia Dios y se comprometieron, a la luz de su entendimiento natural, a servirle (cfr. Summa Theologica I. 63,5,c). Pero en el momento en que fueron aún más iluminados por la luz de la fe y conocieron el Reino sobrenatural de Dios y su propio lugar en él, el demonio y sus Ángeles se rebelaron y fueron infieles.

Tomás de Aquino enseña: el demonio pecó porque se apartó, lleno de odio, de la disposición divina (De Malo, 16, 3, 1m, 10m, 15m). En cambio, el hombre justo y fiel ama la ley de Dios: “¡Cuánto amo Tu ley, oh Señor!” (Sl 119, 97). “Fiel y justas son las obras de Sus manos. Sus preceptos son todos infalibles. Son afirmados eternamente y para siempre, hechos con verdad y rectitud” (Sl 111,7-8). Con la gracia de Dios, lograremos permanecer fieles. Jesús nos asegura: “Separados de Mí no podréis hacer nada” (Jn 15,5); y San Pablo confiesa: “Todo lo puedo en Aquel que me conforta” (Fil 4,13); pues “Dios es fiel y no permitirá que seáis tentados más allá de vuestras fuerzas” (1 Co 10,13); “fiel es el Señor, el cual os fortalecerá y os guardará del maligno” (2 Tes 3,3), pues “Su fidelidad es escudo y protección” (Sl 91,4). Sí, Él, que nos ha llamado, es fiel y nos santificará enteramente en cuerpo, alma y espíritu, para que seamos irreprochables cuando Cristo venga” (1 Tes 5,23-24).

La Fidelidad de Dios

Dios, «El que es», se reveló a Israel como el que es «rico en amor y fidelidad» (Ex 34,6). Estos dos términos expresan de forma condensada las riquezas del Nombre divino. En todas Sus obras, Dios muestra Su benevolencia, Su bondad, Su gracia, Su amor; pero también Su fiabilidad, Su constancia, Su fidelidad, Su verdad. «Doy gracias a Tu nombre por Tu amor y Tu verdad» (Sl 138,2; cfr. Sl 85,11). Él es la Verdad, porque «Dios es Luz, en Él no hay tiniebla alguna» (1 Jn 1,5); Él es «Amor», como lo enseña el apóstol Juan (1 Jn 4,8)” (CIC 214).”«Es verdad el principio de Tu palabra; y eternos todos Tus justos juicios» (Sl 119,160). «Ahora, mi Señor Dios, Tú eres Dios, Tus palabras son verdad» (2 Sam 7,28); por eso las promesas de Dios se realizan siempre (cfr. Dt 7,9). Dios es la Verdad misma, Sus palabras no pueden engañar. Por ello el hombre se puede entregar con toda confianza a la verdad y a la fidelidad de la palabra de Dios en todas las cosas” (CIC 215). Puesto que Dios no tiene ninguna obligación natural frente a la creación, sólo podemos hablar de Su fidelidad respecto a Su inmutable bondad, respecto a Sus planes y promesas (pactos), que Él nos ha dado por nuestra salvación.

La fidelidad de Dios, Su eterna firmeza y la seguridad que nos da Su bondad, son, en definitiva, el único fundamento sobre el cual se puede sostener la fidelidad de las creaturas. Por eso, generaciones incrédulas están marcadas por el caos, la inseguridad y las guerras. Una vez, un sabio sacerdote preguntó a una joven pareja que vivía en concubinato: “¿Cómo pretendéis vosotros -meras creaturas- ser fieles el uno al otro, si no estáis dispuestos, antes que todo, a ser fieles a Dios, cumpliendo Sus leyes?”.

La vergüenza de la mentira y la impureza es su infidelidad. Así como la mentira es la vergüenza para el hombre, asimismo la impureza es la vergüenza para la mujer, pues con ello manifiestan su infidelidad a su vocación original. Con la mentira, el hombre se niega a recibir la verdad; con la impureza, la mujer se niega a recibir la vida. Estos dos males se encuentran unidos en los espíritus impuros, denominados así por el rechazo al misterio de la fe: en su prueba, estos espíritus impuros se negaron a aceptar la Palabra de Vida. Por eso el demonio es el padre de la mentira y un asesino desde el comienzo (cfr. Jn 8, 44), pues lo que despreció fue el plan divino, según el cual el Verbo de Dios habría de hacerse hombre. En ese mismo momento decidió matar al Verbo de Dios, cuando se encarnase.La fidelidad como atributo de Dios, significa la firme e irrevocable consistencia en la que Yahvé permanece: Dios rico en benevolencia y misericordia. Incluso en medio de un mundo lleno de infidelidad (Dt 32, 4; Os 4, 1; Sir 11, 30), Él continúa siendo el ‘Dios fiel’ (Sl 31,6), que frente al rompimiento de la alianza por parte de los hombres, no rompe Su fidelidad (Os 11)” (LTK, X,333ss).

Una y otra vez, las Sagradas Escrituras alaban la fidelidad de Dios, particularmente en relación con la fidelidad de Dios a la alianza, fidelidad que es vista a la luz de Su incomparable bondad: “Todos los caminos del Señor son benevolencia y verdad para los que guardan Su alianza y Sus mandamientos” (Sl 25,10). La fidelidad de Dios es Su decisión unilateral de guardar y cuidar la creación, que Él, por sobreabundante bondad, hizo surgir de la nada. Dios era libre de crear o no crear. Para ser más precisos, todo el universo podría volver a la nada en un instante, si Dios, por causa de los pecados de la humanidad, se ‘arrepintiese’ totalmente de haber creado el mundo. Él, sin embargo, nos hizo saber: “Que Dios no hizo la muerte; ni Se goza en la pérdida de los vivientes. Pues Él creó todas las cosas para la existencia” (Sab 1,13-14). Y frente a nuestros pecados Él mismo dice: “No llevaré a efecto el ardor de Mi cólera, no volveré a destruir a Efraím, porque Yo soy Dios y no un hombre, soy santo en medio de ti y no Me complazco en destruir” (Os 11,9). San Pablo atestigua: “pues los dones y la vocación de Dios son irrevocables” (Rom 11,29). Esto no quiere decir que todos estén salvados -pues muchos rechazan el llamado de la gracia-, sino que mientras un ser humano viva en este mundo, a éste le será ofrecido el amor fiel y misericordioso de Dios.

Las Promesas de la Alianza y el Juramento de Dios

Muchas veces la humanidad y el pueblo elegido abjuraron de Dios; sin embargo, otras tantas veces Dios siguió siendo fiel a Su plan de salvación y le ofreció a la humanidad, una y otra vez, el perdón y un redentor. El renovó Su pacto con la humanidad a través de todas las generaciones:

– Prometió a Adán y Eva, incluso después de su caída, un redentor (Gén 3,15).

– Prometió a Noé que nunca más volvería a destruir el mundo a través de un diluvio (Gén 8, 21s; 9,11-15).

– Prometió a Abraham un hijo, una descendencia eterna y una herencia eterna (Gén 12,2ss; 15,4-5; 17,2).

– Prometió a David (no porque estuviese sin pecado, sino porque se arrepintió sinceramente de sus pecados y se sostuvo ante el Señor) el Mesías como un vástago de su estirpe y la eterna permanencia de su reino (Sl 132,11).

Cuando Dios hizo a Abraham la promesa, como no tenía ninguno mayor por quien jurar, juró por sí mismo, diciendo: ‘Te bendeciré abundantemente, te multiplicaré grandemente…’ Por lo cual, queriendo Dios mostrar solemnemente a los herederos de las promesas la inmutabilidad de Su consejo, interpuso el juramento, a fin de que por dos cosas inmutables, en las cuales es imposible que Dios mienta, tengamos firme consuelo los que corremos hasta dar alcance a la esperanza propuesta” (Heb 6, 13-14; 17-18).Esta promesa y este juramento se cumplieron con el nacimiento de Cristo y mediante Su muerte en la Cruz. En relación con el nacimiento de Cristo el salmista dice: “Voy a proclamar un decreto (juramento) del Señor. Él me ha dicho: ‘Tú eres Mi hijo, Yo Te he engendrado hoy… Te daré en posesión los confines de la tierra’” (Sl 2,7.8). En relación con la muerte de Cristo, San Pablo explica: “Cristo nos redimió de la maldición de la ley haciéndose por nosotros maldición, pues escrito está: ‘Maldito todo el que es colgado del madero’, para que la bendición de Abraham se extendiese sobre las gentes en Jesucristo y por la fe recibamos la promesa del Espíritu” (Gál 3, 13-14). Así, todos los pactos de la fidelidad de Dios se resumen en el nacimiento del Señor y en Su misterio pascual. Por Su muerte en la Cruz nos reconcilió con el Padre y estableció un pacto eterno. Este misterio de nuestra redención fue eternizado por Él a través de la instauración del sacrificio y sacramento de la Sagrada Eucaristía, la nueva y eterna alianza en Su sangre (cfr. Lc 22,20). Mediante el santo Sacrificio de la Misa se renueva diariamente en medio de nosotros el sacrificio de Cristo; su eficacia se nos actualiza de manera incruenta, y mediante la recepción de Su Cuerpo y de Su Sangre permanece en nosotros de una manera única, y nosotros en Él. También de esta manera, el Siervo fiel de Dios nos hace partícipes de Su sacrificio expiatorio, a fin de que participemos de Su gloria.

Así es la fidelidad de Dios en Sus intenciones y en Sus promesas: Él llama a Sus criaturas a ser Sus siervos, a Sus siervos a ser Sus amigos. Y lo que Él nos aconseja, Él mismo lo cumple: “Si tienes un siervo [fiel], trátale como a ti mismo” (Eclo 33, 31, según la Vulgata). “Muy bien, siervo bueno y fiel… entra en el gozo de tu señor” (Mt 25, 21).

La historia de una fidelidad que salva

Era de noche, y el padre Eugenio, capellán en una universidad norteamericana, se encontraba arreglando la oficina luego de un día lleno de trabajo, y esperando, al mismo tiempo, a una última persona que tenía concertada una cita con él. Era con Henry, un estudiante de la universidad, quien debería llegar a las 7:00 p.m. El padre había calculado que una vez pasada la charla, podría presenciar, a partir de las 8:00 p.m., el partido de fútbol que iba a jugarse en el estadio de la universidad.

Henry había pasado últimamente por muchas dificultades, pero incluso si la charla se llegara a extender -pensaba el padre Eugenio- alcanzarían a ver la parte más emocionante del juego. Pero el padre Eugenio no contaba con que Henry pudiera demorarse. El reloj marcó las siete, marcó las siete y media, y Henry no aparecía. A las ocho en punto, el padre Eugenio escuchó el grito de entusiasmo de la muchedumbre cuando se dio el pitazo inicial en el estadio; él comenzó a perder la serenidad. Llegó a pensar, que como Henry llevaba una hora de retraso, ya no valía la pena seguir esperando y más se iría a ver el juego. Algo, sin embargo, le decía: “¡Espera, ya viene!”.

Luego de veinte minutos más de nerviosa espera, el padre Eugenio cogió el abrigo y la bufanda, murmurando: ¿Para qué sigo esperando más? Con seguridad Henry olvidó la cita; muy probablemente se encuentra allá en las tribunas viendo el juego.” Una vez más, sin embargo, una voz interior lo hizo detenerse. Se quitó el abrigo y lo arrojo sobre una silla, diciendo: “Tal vez ya viene”.

Los gritos emocionados del público, al comenzar el segundo tiempo del partido, lo pusieron aún más de mal humor. Estaba realmente enojado por la irresponsabilidad e indelicadeza del estudiante. Agarró el abrigo y la bufanda, pero una vez más no llegó sino hasta la puerta: sentía un terrible conflicto interior, que no podía explicarse. No tuvo más remedio que sentarse a esperar a Henry. El mismo no sabía que le pasaba y estaba sorprendido de su irresoluta actitud. “Quizá no me siento bien” -pensó para sí.

Pasado un momento, golpearon a la puerta de la oficina del padre Eugenio. Era Henry. Tenía una pistola en la mano y se veía totalmente trastornado. Antes de que el padre Eugenio pudiera decir algo, Henry gritó: “¿Por qué se quedó usted aquí? ¿Por qué no se fue a ver el partido de fútbol? ¿Por qué no me dejó plantado como todos los demás?” — “No podía irme. Algo me retuvo todo el tiempo, como si dijera: ‘¡Quédate donde estás! ¡Henry ya viene! No pude hacer más que esperarte. ¡Entra, Henry, charlemos un rato! Cuéntame que te sucede.”

Henry le entregó la pistola al padre y entró. Ambos sostuvieron una conversación larga y fructífera. Mientras tanto el partido de fútbol había concluido. Fue el comienzo de la sanación de Henry. Sin embargo, hubiera podido ser el fin, pues la permanencia o la partida del padre Eugenio era la señal que Henry había determinado para quitarse o no la vida, la señal de que alguien lo tenía en cuenta.

Más tarde, el padre Eugenio reconoció que en aquellos instantes no había entendido lo sucedido. Sin embargo, luego se dio cuenta de que su Ángel, sabiendo lo que pasaría si se hubiera ido, lo había instado a quedarse. “¡Cuán agradecido estoy con Dios de haber sido fiel a aquella inspiración de la gracia!”