OA04 Amor

Sobre el Amor Divino
El Amor: el Juego de los Juegos La beata Dina Bélanger (beatificada en 1993), cuenta como un día el Niño Jesús la retó diciéndole: “¿Quieres apostar conmigo al amor?” Ella, haciéndose pequeña como Él, Le respondió: “¡Oh, sí, Jesús mío!” “Muy bien”, respondió Él, “¡el que más ame de nosotros será el ganador!”
Pensando que tenía buenas posibilidades de alcanzar el mayor puntaje en este juego, dije: “¡Estoy lista!”
– El Señor agregó: “Yo te cree, Yo te di el don de la fe desde el primerísimo instante de tu existencia, Yo te he colmado de innumerables y preciosas gracias. Yo te redimí, yo te he perdonado, y te he llamado a la vida religiosa. Todo esto es Mi amor. ¿Cuál es el tuyo?”
-“Jesús, yo Te amo lo más que puedo, y a fin de demostrarte mi amor, no Te negaré nada, ni siquiera el más pequeño sacrificio.”
-“Yo lo sé”, repuso Él, “pero Mi amor es infinito. ¿Y el tuyo?”
-“¡Oh Niño divino, mi amor es tan infinito como el Tuyo, pues yo Te amo con Tu propio corazón!”
-“Tienes razón. El juego ha terminado empatado. Los dos hemos ganado”  (tomado de su Autobiografía).

La Seriedad del Amor divino Nuestra felicidad depende de que juguemos lo mejor posible este ‘juego del amor’. Sin amor no somos nada (1 Co 13,2). El amor es como un juego, y sin embargo es la ley de la vida. ¡Cuán fascinante es que Dios nos encomiende precisamente eso: que Lo amemos! Pero no con un amor cualquiera. Debemos amarlo como se ama al propio padre, como se ama al esposo. ¿Quien se hubiese jamás atrevido a amar a Dios de una forma tan íntima, si Él mismo no nos lo hubiese mandado? ¿Y habríamos podido aceptar realmente este mandamiento en la fe, si Él no se hubiera hecho hombre previamente y no nos hubiese vivido y manifestado Su inconmensurable amor, al extender Sus brazos en la Cruz?A través de todo el Antiguo Testamento Dios preparó al hombre para este amor: le dio a Abraham la promesa de la alianza, y dio a Israel, por medio de Moisés, la ley de la antigua alianza. La ley mosaica mostraba externamente la áspera cáscara de la justicia, pero en su interior albergaba el amor, en la esperanza del Mesías prometido. Así, la dinámica de la antigua ley consistía, por una parte, en el miedo al castigo, y por otra, en la esperanza por el Redentor.En la presente circular confrontaremos inicialmente la ‘ley del miedo’ con la ley del amor, a fin de que nuestra estima y agradecimiento por la gracia que se nos ha dado en el amor de Cristo se despliegue aún más. Más adelante, haremos unas reflexiones sobre la esencia del amor. La Ley del Temor frente a la Ley del Amor Para ganar la vida, debemos cumplir los mandamientos; para alcanzar la perfección, debemos seguir a Cristo con todo el corazón (Mc 10,19-21). Sólo hay dos posibilidades de instar al hombre a que haga el bien y se aparte de obrar el mal: la coacción externa del temor o la motivación interna del amor. Los diez mandamientos, que resumen toda la ley natural, son una obra maestra de concisión. Hasta un niño los puede recordar y seguir. Puesto que la ley dada en el Sinaí carecía de la fuerza interna de la gracia santificante, fue impuesta con la amenaza del castigo. Es frecuente escuchar la queja de que los diez mandamientos son negativos y ajenos a la ley del amor. Ambas afirmaciones son, ya desde su raíz, falsas. Si bien algunos mandamientos están formulados como prohibición (p. ej. “No robarás”), ello se debe a que en el Antiguo Testamento, Dios se conformaba con un  m í n i m o  de exigencias. Mandamientos expresados como prohibiciones son precisamente más fáciles de cumplir, puesto que sólo incluyen el ámbito de los pecados prohibidos., p. ej., robar, pero nos dan libertad en los demás ámbitos, p. ej., en el uso de nuestros bienes. La ley del amor va mucho más allá, pues no sólo nos prohíbe, por ejemplo, no robar al prójimo, sino que además nos manda ayudarlo en sus necesidades: “Si alguno que posee bienes de la tierra, ve a su hermano padecer necesidad y le cierra su corazón, ¿cómo puede permanecer en él el amor de Dios?” (Jn 3,17). Incluso si algunos de los diez mandamientos prohíben algo, son fundamentalmente mandamientos del amor. San Pablo exhortó a los romanos con las siguientes palabras: “Con nadie tengáis otra deuda que la del mutuo amor. Pues el que ama al prójimo, ha cumplido la ley. En efecto, lo de: No adulterarás, no matarás, no robarás, no codiciarás y todos los demás preceptos, se resumen en esta fórmula: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. La caridad no hace mal al prójimo. La caridad es, por tanto, la ley en su plenitud” (Rm 13,8-10).El Señor mismo también enseñó que los dos más grandes mandamientos resumen toda la ley: “Jesús le contestó: “El primero es: Escucha, Israel: El Señor, nuestro Dios, es el único Señor, y amarás al señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas. El segundo es: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No existe otro mandamiento mayor que éstos” (Mc 12,29-31) “De estos dos mandamientos penden toda la Ley y los Profetas” (Mt 22,40).Si sólo vemos los mandamientos como algo negativo, entonces los sentiremos como una carga y una limitación, y nuestra vida estará determinada por un temor servil. Pero si los contemplamos a la luz del amor, aprenderemos a verlos como guías y sendero hacia la libertad y podremos, finalmente, gozar de la libertad de los hijos de Dios. “De todo lo perfecto he visto el límite: ¡Qué inmenso es Tu mandamiento. ¡Oh, cuánto amo Tu ley! Todo el día es ella mi meditación” (Sal 119,96-97).Preeminencias de la nueva Ley del Amor San Pablo nos exhorta con estas palabras: “¡Buscad el amor!” (1 Co 14,1). A fin de fomentar en nosotros aún más esta comprensión positiva de la nueva ley del amor, vamos a meditar sobre algunas preeminencias de la nueva ley del amor por sobre la antigua ley. Es claro que la nueva ley no anula los diez mandamientos, sino que facilita su cumplimiento en el amor por la sobreabundante gracia de Cristo. Los santos del Antiguo Testamento estaban animados por la esperanza en el Mesías y por el amor a Dios, mientras que hoy en día muchas personas evitan pecar principalmente por temor al castigo (cf. Catecismo de la Iglesia Católica = CIC, Nr. 1964).1. La antigua ley, “a causa del pecado, que ella no puede quitar, no deja de ser una ley de servidumbre” (CIC, Nr. 1963). Sólo por la Sangre de Cristo fuimos liberados de nuestros pecados (Hb 9,28; 10,4.10-14). Por eso la antigua ley nos hacia siervos; la nueva ley del amor, por el contrario, nos hace hijos de Dios y amigos de Cristo: “Pues todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús” (Gal 3,26) y “Vosotros sois Mis amigos, si hacéis lo que Yo os mando. (…) Lo que os mando es que os améis los unos a los otros” (Jn 15,14.17). Además, el amor cubre, por la gracia de Cristo, muchos pecados (cf. 1 P 4,8).2. La antigua ley, con su enorme cantidad de prescripciones era asfixiante y difícil de cumplir: “¿Por qué, pues, ahora tentáis a Dios queriendo poner sobre el cuello de los discípulos un yugo que ni nuestros padres ni nosotros pudimos sobrellevar?” (Hch 15,10). El yugo de Cristo, sin embargo, no oprime y Su carga es ligera (Mt 11,30).
3. “Aunque la ley antigua prescribía la caridad, no daba el Espíritu Santo, ‘por el cual la caridad es difundida en nuestros corazones’” (CIC Nr. 1964; citando S. Tomás de Aquino y a Rom 5, 5).
4. En la antigua ley, la tienda de la alianza y el templo de la presencia de Dios eran algo que estaba fuera de los hombres. Ahora, Dios vive en nuestros corazones por el amor. “¿No sabéis que sois santuario de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?…porque el santuario de Dios es sagrado, y vosotros sois ese santuario” (1 Co 3,16.17).
5. “La ley evangélica ‘da cumplimiento’, purifica, supera, y lleva a su perfección la Ley antigua. (cf. Mt 5,17-19). En las ‘Bienaventuranzas’ da cumplimiento a las promesas divinas elevándolas y ordenándolas al Reino de los cielos” (CIC Nr. 1967).
6. El misterio de la salvación, que en el Antiguo Testamento brillaba sólo débilmente, llega a su cumplimiento mediante la revelación y la luz de Cristo en el Nuevo Testamento: “Pues de Su plenitud hemos recibido todos, y gracia sobre gracia. Porque la Ley fue dada por medio de Moisés; la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo. A Dios nadie Le ha visto jamás: El Hijo único, que está en el seno del Padre, Él lo ha contado” (Jn 1, 16-18). Dicho brevemente: fuera del mismo cielo, el don más grande que Dios nos haya podido regalar es esa participación en Su vida (por la gracia) y en Su amor en Cristo, pues en ellos la vida eterna ya ha echado raíces en nuestros corazones; por ellos alcanzamos todo bien y sin ellos nada está bien.La Esencia del Amor La Complacencia: Deleite del Amor¡Nada es más deseable que amar, conocer al amado y ser amado y conocido por Él! En ninguna otra cosa podemos encontrar la plena felicidad. El amor no es anhelo, sino la explicación de todo anhelo. El amor no es alegría, sino el principio de toda alegría. El amor no es saber, sino una respuesta al saber y la sed de más. El amor no es el bien, sino una inclinación hacia el bien.El amor tiene que ver con el bien. El amor y el bien están íntimamente relacionados, tanto que se definen mutuamente: El bien es aquello que todos aman; el amor es la inclinación, el movimiento hacia el bien. El amor posee finalmente dos movimientos a las que se remiten todos los demás actos de la voluntad:la complacencia y la benevolencia.El amor es el principio que mueve la voluntad, movimiento por el cual tendemos hacia un determinado bien, visto como un objetivo. La fuerza de atracción del bien proviene de una cierta vinculación o correspondencia entre la voluntad y el bien percibido. El concepto complacencia alude a un deleitoso reposar en un bien elegido y conveniente (cf. Summa Theol. I-II.26, 1, c). En el plano natural puede compararse con la fuerza de atracción entre un imán y un pedazo de hierro o entre un bebé lactante y una madre que lo alimenta con su leche.”La voluntad está tan esencialmente orientada al bien, que tan pronto lo percibe se dirige inmediatamente a él, para hallar su complacencia en él, que es siempre su objeto complaciente. (…) Si por mediación del entendimiento, que le muestra el bien, la voluntad lo percibe y toma conciencia de él, entonces siente inmediatamente alegría y gusto por ese encuentro. Y esto la atrae, amorosamente, pero con ímpetu, hacia el objeto amado para unirse con él, y la deja buscar todos los medios apropiados a fin de realizar esa unión” (San Francisco de Sales. Tratado del amor divino, I,7).Este bien provoca una sensación de gozo al ser percibido, y de alegría al ser poseído. El movimiento hacia el bien, a fin de abrazarlo, es el primer acto del amor, es complacencia o delectación. Es una alegría que precede a la alegría del poseer. Precede incluso a la alegría previa; es la alegría por la simple y pura percepción del bien, que fue elegido en el instante. Es una elevación del corazón (voluntad), que saluda con alegría su elección del amor. Se quisiera, de puro amor, saltar de gozo: “¡Pueblos todos, batid palmas, aclamad a Dios con gritos de alegría!” (Sal 47,1). “‘Cuán hermoso eres Tu, amado mío’, exclama, entonces, el alma que ama a Dios. ‘Eres digno de todo deseo; sí, el deseo mismo. Así es mi amado, Él es el amigo de mi corazón, hijas de Jerusalén…’” (San Francisco de Sales, Tratado del amor divino, V, 1, citando el Cantar de los cantares 5,16). Sí, sólo mediante la complacencia del amor es que Dios será el Dios de nuestro corazón, nuestra herencia para toda la eternidad (cf. Sal 119,10.57).La Complacencia: Inicio del Amor por Parte de la Criatura Es importante entender que la complacencia es el único inicio posible de nuestro amor como creaturas, y que también en ella alcanzaremos reposo. Hemos nacido (sido creados) pobres, pero ‘ricos’ en anhelar la felicidad. La búsqueda de la felicidad comienza y termina con el amor; él determina toda la historia de nuestra vida. En realidad todo lo que hacemos va a desembocar en el amor, pues apunta directa o indirectamente hacia un bien al que tendemos y que nos corresponde, de alguna manera, en razón de la naturaleza o la gracia. Con respecto a las cosas (p. ej., la comida y la bebida, la música y la ciencia), las apreciamos de una manera adecuada como medios que nos ayudan a alcanzar nuestra meta final. Apreciamos su bienhechora utilidad; las apreciamos, pues, porque nos son útiles. Cuando son apreciadas y utilizadas apropiadamente, se trata de un amor mesurado y concupiscible. También esto pertenece al amor de la complacencia. La Ambigüedad de la Complacencia y sus Riesgos La complacencia, sin embargo, no puede quedarse en un mero complacer, pues tarde o temprano se convierte en una complacencia noble o innoble. Esta última constituye un apetito desordenado. La complacencia es como jugo fresco de uva: muy dulce y agradable al paladar. Pero si no es manejado rápida y adecuadamente, es decir, si no se convierte en vino noble, se vuelve agrio e impotable como el vinagre. Jorge Washington, primer presidente de los Estados Unidos, dijo una vez: “¡El poder estatal, como el fuego, es un siervo peligroso y un terrible maestro!” Lo mismo puede decirse al respecto: “¡La complacencia, como el fuego, es una sierva peligrosa y una terrible maestra!” ¡Cuán necesario es el fuego, pero cuán terrible cuando está fuera de control!Estos dos aspectos aclaran por qué algunas personas omiten la complacencia y buscan poner directamente en práctica el amor perfecto, cuya perfección formal, sin embargo, radica –aunque no exclusivamente- en la benevolencia. Pero no por esto se puede omitir sin más la complacencia. Sin complacencia no hay felicidad –ni siquiera en Dios. ¿No dijo el Padre: “Tú eres Mi Hijo amado, en Ti Me complazco” (Mc 1,11; cf. 2 1,17)? Esto vale tanto para el amor del Padre hacia el Hijo en Su eterna unión divina, como también en relación con el amor del Padre hacia la humanidad creada de Cristo. Dios no creo todo porque buscaba alegría y felicidad, sino porque quería compartir Su alegría y Su felicidad. Así pues, en el orden del amor el orden creado constituye el reverso del orden divino. El amor benevolente de la Santísima Trinidad movió a Dios, en pura libertad, a comunicar Su bondad mediante el acto creador. Y cuando la creación estuvo ante Él, se complació por la bondad de Sus criaturas: “Vio Dios cuanto había hecho, y todo estaba muy bien” (Gn 1,31). Pero respecto a las criaturas el amor comienza con la complacencia y sólo desde este punto de partida puede avanzar hasta la benevolencia.

En relación con objetos o cosas, la complacencia noble radica en emplearlas provechosa y placenteramente como medios para alcanzar nuestro verdadero fin. Se volverá innoble, si el placer se convierte en la meta del amor: “Porque muchos viven según os dije tantas veces, y ahora os lo repito con lágrimas, como enemigos de la cruz de Cristo, cuyo final es la perdición, cuyo Dios es el vientre, y cuya gloria está en su vergüenza, que no piensan más que en las cosas de la tierra. Pero nosotros somos ciudadanos del cielo, de donde esperamos como Salvador al Señor Jesucristo, el cual transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el Suyo, en virtud del poder que tiene de someter a Sí todas las cosas” (Flp 3, 18-21).Respecto a las personas (criaturas y Dios) la relación con la complacencia es más sutil. Con frecuencia la santa complacencia es malentendida, razón por la cual las personas caen fácilmente de una complacencia noble a una complacencia innoble. Vamos a profundizar aquí en las características esenciales de la complacencia noble en el campo de las relaciones personales.La complacencia es un acto de amor, en el que el provecho propio juega un papel: uno se alegra del amado, porque se tiene algo de la persona amada. Esta motivación para el amor es ciertamente imperfecta, y pese a todo, buena, en cuanto no se quede sólo en esto. ¿Quién pondría en duda que el amor agradecido de un paciente por el médico que le ha salvado la vida, o el de un deportista por su entrenador, que le ha ayudado a ganar una medalla de oro, no es algo bueno? ¡Hasta nosotros sentimos una complacencia de amor, cuando pensamos en las extraordinarias proezas de los grandes atletas!Démonos cuenta de que en esta complacencia nos alegramos por el bien (la excelencia) del otro, sin querer separar este bien de la persona altamente apreciada. Más bien nos alegramos de que ese bien exista en otros y queremos también que continúe siendo suyo. Y precisamente por nuestra alegría de que le pertenezca, se convierte también en propiedad nuestra. Al dirigirnos hacia otros en un torrente de amor, ellos no se convierten en propiedad nuestra; más bien nos volvemos en propiedad suya en la complacencia del amor. (En la ‘religión’ del deporte, los hinchas pertenecen más al héroe, que el héroe a los hinchas. Y sin embargo , él es ‘su’ héroe).Por nuestra alegría de que Dios es bueno, seremos, por este amor de complacencia, Suyos, y sólo entonces Él será nuestro: “Yo soy para mi amado, y mi amado es para mí” (Ct 6,3). Esta es una complacencia noble, mediante la cual nos convertimos en usufructuarios de los bienes del amado, y pese a ello, sentimos alegría de que esa belleza y ese bien pertenezcan a nuestro amado. Qué diferente es la complacencia, cuando se desvía hacia la sensualidad, de tal manera que el amante sólo busca poseer, disfrutar y  u t i l i z a r  en provecho propio lo bueno del amado, sin tener en consideración el bien de éste. El verdadero amor es noble, está estrechamente vinculado con el respeto, con una especie de enorme aprecio, por el cual nos sentimos humildes frente a nosotros mismos en relación con la persona amada. El auténtico amor busca ser cada vez más personal, se afana cada vez más por una unión espiritual, pero sin negar el cuerpo. En el matrimonio, por ejemplo, la unión conyugal debería ser expresión y señal de entrega amorosa y personal, y de sentimiento mutuo de felicidad. La Complacencia: Raíz de la EsperanzaCuando San Francisco de Sales se refirió a la nobleza de la complacencia y la aplicó a la esperanza (que añade a la complacencia el aspecto del futuro y del esfuerzo), escribió: “El amor que cultivamos en la esperanza, apunta hacia Dios, pero vuelve nuevamente a nosotros; mira hacia el bien divino, pero tiene en consideración nuestro provecho; anhela la máxima perfección, pero busca nuestra satisfacción. En una palabra: No nos conduce hacia Dios por el hecho de que Él sea el bien en Sí mismo, sino porque Él es, por encima de todo, bueno con nosotros. (…) En este amor hay algo nuestro y de nosotros; es amor, pero amor concupiscente, que quiere poseer algo para sí. Esto, sin embargo, no significa que este amor está tan vuelto hacia nosotros, que Dios sólo fuese amado por causa nuestra. ¡Oh, Dios, no! El alma que sólo ama a Dios por amor a sí misma y tiene en la mira su propio provecho como fin del amor a Dios, comete un gran sacrilegio. Una mujer que amase a su marido sólo por amor al siervo de éste, amaría a su esposo como un siervo y al siervo como a su esposo. Y un alma que ama a Dios sólo por amor a sí misma, se ama a sí misma tal como ella debería amar a Dios, y a Dios, como ella misma debería amarse…””Cuando yo digo: ‘amo a Dios para mí’… quiero decir: ‘Amo poseer a Dios; me alegro de que Dios sea mi heredad y mi máximo bien.’ Este es el amor santo, que hace que la novia exclame cientos de veces y con ardiente deseo: ‘Mi amado es para mí, y yo soy para mi amado’ (Ct 2,16).… Cuando amamos a Dios como nuestro máximo bien, entonces sin duda lo amamos por causa de una cualidad, mediante la cual no relacionamos a Dios con nosotros, sino a nosotros con Él. No somos nosotros Su meta, Su anhelo, Su perfección, sino Él la nuestra; no es Él quien nos pertenece, sino nosotros a Él. En una palabra: siendo, como es, el máximo bien -y como tal lo amamos-, Dios no recibe absolutamente nada de nosotros; nosotros, en cambio, recibimos todo de Él. …Amar a Dios como el máximo bien significa manifestarle, con nuestro amor, la honra y la reverencia; significa confesar que Él es nuestra perfección, nuestro descanso y nuestra meta; aquella meta cuya posesión constituye toda nuestra dicha” (ob. cit. II.17). El Amor de BenevolenciaLa benevolencia es la forma perfecta del amor, con la cual amamos a otro por sí mismo y buscamos, según nuestros medios, fomentar su bien. Por la benevolencia del amor hemos de amar a Dios sobre todas las cosas, con todo nuestro corazón, con todo nuestro entendimiento, con toda nuestra alma y con todas nuestras fuerzas. “Amar a Dios…
• sobre todas las cosas significa preferirlo a Él antes que a cualquier criatura, incluso la más querida y perfecta, y estar dispuesto a perder todo antes que ofenderlo o no seguir amándolo;
• con todo nuestro corazón significa consagrarle todo nuestro afecto;
• con todo nuestro entendimiento significa dirigir todos nuestros pensamientos hacia Él;
• con toda nuestra alma significa consagrarle el uso de las potencias de nuestra alma;
• con todas nuestras fuerzas significa aspirar a crecer cada vez más en Su amor y actuar de tal      manera que el único motivo y meta de nuestras acciones sean el amor a Él y el deseo de agradarlo”
                                                                                                       (Catecismo de San Pío X).
Nacimiento y Crecimiento de la Benevolencia Una vez que hemos adquirido una noción sobre el ser, la posición y la perfección de la benevolencia, debemos concentrarnos ahora en su nacimiento y crecimiento en el alma, pues en esto se funda la verdadera ciencia y sabiduría de los santos. Aquí podemos comprender, por qué algunas personas avanzan con pasos de gigante y otras se rezagan. Con mucha frecuencia la puesta en práctica del amor perfecto es malentendida, como si la complacencia tuviese que ser totalmente suprimida en aras de la benevolencia. Pero si consideramos con detenimiento el asunto, sabiendo que el ser de Dios es el amor y que Él es infinitamente bienaventurado, entonces nos daremos cuenta de que con respecto al amor hay un tratamiento diferente. Así pues, no puede pensarse la complacencia aparte del amor perfecto.San Francisco de Sales nos revela el misterio en una sola y breve afirmación: “Nuestro amor a Dios comienza con la complacencia que hallamos en la soberana bondad y en la infinita perfección que sabemos que existe en Dios. A partir de esto llegamos, entonces, al ejercicio de la benevolencia.”¿Cómo ocurre esto? A ello responde el santo: “Así como la complacencia que halla Dios en Sus criaturas no es otra cosa que una continuación de Su benevolencia hacia ellas, así también la benevolencia [del amor] que manifestamos a Dios no es otra cosa que una aprobación y perseverancia en la benevolencia que hallamos en Él” (ob. cit. V,6).La complacencia no es sólo el comienzo del amor de la criatura, es el único camino para el perfecto amor en la plenitud de la caridad, es decir, en el amor benevolente, por el cual amamos a Dios por ser Él quien es. La complacencia genera benevolencia, y la benevolencia genera una complacencia aún mayor. Comenzamos a sentir complacencia en la bondad de Dios, y si pensamos más puntualmente en ella, comenzamos a amar y a alabar a Dios por ser Él quien es. De esta manera penetramos más profundamente en Su bondad y nos alegramos aún más en ella. Pronto nos daremos cuenta de que las palabras no alcanzan para alabarlo, y desearemos glorificarlo mediante nuestra vida. Aspiraremos cada vez menos a la perfección por amor a nosotros y cada vez más para glorificarlo a Él y agradarlo. Las consolaciones que recibamos de Él como señal de que nuestro amor Le agrada, nos alegrarán tanto más.

Nos volveremos, entonces, en misioneros de Su amor. Queremos que todos los hombres y todas las criaturas bendigan Su nombre. Nos alegramos por perfección de los santos, particularmente del Corazón Inmaculado de María, que fue la única que no cesó de glorificar a Dios. Adoremos el Sacratísimo Corazón de Jesús con un nuevo entendimiento y afecto, como nuestro Sumo sacerdote humano y divino. Sólo Él pudo manifestar al Padre la glorificación y honra debidas a Su nombre. Anhelamos el cielo para unirnos al infinito canto que entonan los Ángeles y santos: “Santo, Santo, Santo…”.El amor benevolente purifica y aumenta aún más nuestra alegría de amar a Dios: ambos se fortalecen mutuamente. La ascética del amor es, pues, el santo concierto del amor, de la benevolencia y de la complacencia en nuestra unión con Dios. Finalmente, nos alegramos por la infinita y eterna glorificación que manifiestan entre sí el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo en la vida intratrinitaria,
“como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén.”