La Imitación de María
Caminemos hacia María
En la meditación final sobre las características propias de los miembros de la Obra de los Santos Ángeles, dirigimos nuestra mirada y nuestro corazón a María. Ella es nuestra Madre, nuestra vida, nuestra dicha y nuestra esperanza. Cuán apropiado es que nos dirijamos a ella, a fin de que ella, que formó a Jesús, haga también nuestro corazón semejante al suyo. Vamos a aprender a amar como ella.
¡María es, en verdad, un regalo del cielo! Desde su Inmaculada Concepción hasta el triunfo de su Inmaculado Corazón ella es un «evangelio» que nos revela la manera como el amor divino puede y debe formar y vivificar el corazón humano. Hay que volverse nuevamente como un niño e ir, con toda confianza, hacia la tierna Madre. ¡Ella nos ama inefablemente!
¡Hay que dejarse tocar por ella con amor! De esta manera se aprenderá a amar como ella. ¡Hay que aprender a conocer mejor a María, de una manera más íntima y personal! Es muy probable que uno haya deseado esto desde mucho tiempo atrás, quizá uno también siente temor de pensar en esto… temor de ser conocido por Maria como uno es; temor de ser rechazado por ella, o de que dicha relación con ella no resulte en nada, debido a la falta de perseverancia en el amor.
María es la solución
¿Qué nos puede ayudar en estas circunstancias? Aceptar el amor de María. Sí, aceptar su amor, aun cuando lo más doloroso sea descubrir cuán indigno se es en realidad. ¡Sólo cuando uno acepta el amor de María y toma su mano, es posible ser digno de su amor de una manera sobrenatural!
Hay que reflexionar en lo siguiente: sería un error fatal y frustrante creer que primero es necesario merecer el amor de Dios o el de María. Incluso si uno está en estado de gracia, el amor debería ser simple y llanamente una respuesta al amor de Dios y de María, que nos han amado primero.
Pero no hay que contentarse sólo con aceptar su amor, hay que percibir el deseo que ella tiene de nuestro amor. Ella anhela tenernos en sus brazos como a sus hijos amados, representando, con ello, los intereses de Dios y deseando, como Él, regalar no sólo amor, sino recibir su amor.
María es la respuesta a todas nuestras necesidades. Ella es la suma del amor. Nuestra sanación comienza con la aceptación de su amor. La experiencia de su amor incondicional y cordial nos ayudará a amar como ella. A este respecto, la sencillez, la humildad y la docilidad son la clave para la imitación de María.
La imitación
La imitación de María tiene aspectos paradójicos. Por una parte, es imposible llegar a semejarse cada vez más a María, si al mismo tiempo no se renuncia a todo lo que nos aparta de su imagen. A este respecto, una novicia decía: «Yo sé que aún debo apropiarme muchas cosas », a lo cual respondió Santa Teresita del Niño Jesús: «En lugar de decir ‘apropiarme’, dí despojarme; pues Jesús llenará de belleza y brillo tu alma, en la medida en que la liberes de tus imperfecciones».
María, Templo del Espíritu Santo, vivió la entrega del amor. El Espíritu Santo tenía pleno dominio de su corazón. «Llena de gracia», vivía una cierta plenitud de los dones del Espíritu Santo. Por esto, nuestra meditación se concentra en los siete dones en la vida de María. «Estos dones no sólo son inseparables del amor, sino que constituyen (si todo se considera bien y se expresa con exactitud) las principales virtudes, atributos y características del amor» (San Francisco de Sales, Tratado del amor divino, XI, 15).
Hay, además, un segundo inconveniente. No es posible imitar inmediatamente los dones que operan en el alma de María. Su acción no depende de nuestra iniciativa; más bien hay que hacerse como niños y dejar que el Espíritu Santo obre libremente en nosotros, tal como lo hizo María.
Si se medita en la docilidad de María al Espíritu Santo, se puede también descubrir lo que uno hace equivocadamente y dónde se encuentran la propia actitud voluntariosa y la resistencia personal frente a la gracia.
Con todo, hay una cierta manera en la que se puede ‘imitar’ la docilidad de María a las inspiraciones del Espíritu Santo. Algunas virtudes morales, en particular la humildad, la docilidad y la obediencia alegre, son semejantes a los dones. La práctica de estas virtudes ayuda a que uno se vuelva más receptivo a las inspiraciones del Espíritu Santo. Si uno se despoja de sus propios errores, poco a poco verá y probará la dulzura del Señor (cf. Salmo 33, 9), y dirá, con María: “Mejores al olfato tus perfumes; ungüento derramado es tu nombre, por eso te aman las doncellas. Llévame en pos de ti: ¡Corramos! El rey me ha introducido en sus mansiones” (Ct 1, 3-4).
Fuera de los siete dones del Espíritu Santo abordaremos también las siete peticiones del Padre Nuestro, las cuales se corresponden de manera especial con los dones. Confiamos, pues, que la imitación de María nos conduzca a la esperanza y el amor perfectos.
Si seguimos los pasos de María, estaremos en el camino de Cristo, pues ella se configuró plenamente con Él. Asemejarnos a Jesús a través de María también causará alegría a nuestro Ángel de la guarda, pues el Espíritu Santo lo ha hecho como “vientos” y “llamas de fuego” (cf. Hb 1, 7). Le es propio y le complace fomentar los dones del Espíritu Santo, más que apoyar los trabajosos esfuerzos de nuestra frágil y humana manera de proceder, propios de las virtudes morales.
El don de entendimiento: santificación del nombre de Dios
Dios creó a María como Su propiedad particular, como Su morada entre los hombres. Él dijo: „Yo santifiqué… está casa. Mi nombre estará por siempre aquí, Mis ojos y Mi corazón reposarán aquí por todas las edades“ (1 R 9, 3). María fue redimida en el primer instante de su existencia. Su vida comenzó en la gracia y el amor de Dios. Ella recibió el Amor Divino, el Espíritu Santo, y se le concedió conocer a Dios y responder a Su amor.
María es la creatura por antonomasia, condición que en últimas se funda en la receptividad: “¿Qué tienes que no hayas recibido?” (1 Co 4, 7). Todo lo que tenemos lo hemos recibido de Dios: la existencia, la vida, los talentos y la meta. Además de la naturaleza, hemos recibido también una llamada a la unión personal y sobrenatural con Dios. ¡Por cierto perdimos los dones y gracias originales a causa del pecado original, pero no la llamada!
Dios nos llama nuevamente en el Nuevo Adán, en la Nueva Eva; por eso nuestra llamada está incluida en la llamada a María, como un niño en el seno de su madre.
Cuán honrosa es la respuesta original de María a Dios, respuesta que ella dio también por nosotros. Su respuesta brilla en el don de entendimiento, mediante el cual indagó la profundidad de la majestad y bondad de Dios (cf. 1 Co 2, 13). En cierta manera, el Magnificat tuvo su comienzo en ese primer instante: “Mi alma glorifica la grandeza del Señor, y mi espíritu se gloría en Dios mi Salvador, pues ha mirado la humillación de Su sierva” (Lc 1, 46).
Si pensamos en cómo Juan el Bautista saltó de alegría en el seno de su madre con la llegada de Cristo en María, ¿cuál no debió ser la alegría de María al recibir el Espíritu Santo en el instante de su concepción? Ella se sabía mucho más segura amparada en los brazos del Amor Divino que en el seno de su madre. En ese primer instante de la gracia, María se convirtió en la hija del Padre.
En la gracia, María comprendió, de manera mística, la bondad paternal de Dios, y ella lo amó con todo su ser: “Mi alegría consiste en estar cerca de Dios. He puesto mi esperanza en Dios, el Señor. Proclamaré Tus maravillas” (Salmo 73, 28). Ella exultó en el conocimiento: “Pues el poderoso ha hecho obras grandes …, Su nombre es santo” (Lc 1, 49). ¿No significa esto algo así como: “Santificado sea Tu nombre”?
La humildad llenó todas las fibras de su ser. Ella exultaba por ser una pequeña creatura de Dios. Llena de alegría, dejó que Él se gloriase en ella de la manera que a Él le pareciese más complaciente. En todo esto vislumbramos el brote del cual florecerá pronto su santísimo voto de virginidad. ¿Cómo podría ella, que amó tan incondicionalmente a Dios, ser otra cosa diferente que una virgen consagrada a Dios? “La que es virgen se preocupa de las cosas del Señor, de ser santa en el cuerpo y en el espíritu, de cómo agradar al Señor” (1 Co 7, 34.32).
Sede de la sabiduría: Madre de Dios
“Desde la eternidad fui fundada, desde el principio, antes de la tierra” (Pr 8, 23).
“Desde el principio y antes de todos los tiempos [El Padre eterno] escogió una Madre para Su Hijo unigénito, y determinó que Él habría de nacer como hombre en la dichosa plenitud de los tiempos. Le manifestó, más que a cualquier otra creatura, Su particular amor y halló en ella Su máxima complacencia (Papa Pío IX, Inefable Deus, 1). „A Él unida con estrecho e indisoluble vínculo, está enriquecida con esta suma prerrogativa y dignidad: ser la Madre de Dios Hijo… con un don de gracia tan eximia, antecede con mucho a todas las criaturas celestiales y terrenas” (Lumen Gentium, 53).
María fue introducida, de manera paulatina, en los más profundos planes de la sabiduría divina en relación con el Reino de Dios. Ella fue „en forma singular la generosa colaboradora entre todas las creaturas y la humilde esclava del Señor“ (Lumen Gentium, 61) en la obra de restaurar el Reino de Dios y de reunir todas las cosas en Cristo. Ninguna otra creatura podría jamás tener un tal amor y anhelo del Reino de Dios. Por eso, vemos reflejada en este don la petición: „Venga a nosotros Tu Reino“.
Este Reino es nuestra esperanza y alegría. „Los ‚pequeños’ pregustan esta alegría, pues a ellos revela el Padre Sus planes (cf. Mt 11, 15). María es quien conduce este rebaño de ‚pequeños’, que llevan en el corazón la sabiduría de Dios“ (Audiencia de Juan Pablo II del 11.2.1981).
A este respecto, la imitación de María se inicia con nuestras promesas bautismales, momento en que renunciamos a cualquier otro reino o ilusión de un paraíso terrenal y anhelamos con sinceridad la venida del Reino de Dios y trabajamos por ello con total entrega. La búsqueda de otros ‘reinos’ (paraísos perdidos) estremece el corazón y lo llena de pesar y tristeza. Incluso si nuestros deseos apuntan hacia un mundo de justicia y paz, es necesario fijarse en que no estemos esperando un reino en el cual no haya lugar para la Cruz de Cristo. Cristo, el Crucificado, es “fuerza de Dios y sabiduría de Dios” (1 Co 1, 24).
El don de consejo: aceptación de la voluntad de Dios
Los caminos de Dios son sobrecogedores. ¡Él sobrecogió incluso a María! Movida por el Espíritu Santo se consagró a Dios como virgen. En los designios de Dios esto constituyó la preparación para llegar a ser la Madre de Su Hijo. Cuán alentadora es su agilidad espiritual y su espontaneidad con las que abrazó de manera inmediata la voluntad de Dios. El don de consejo es el don que nos permite tener gusto en agradar a Dios.
Es un don de intuición sobrenatural, mediante el cual el alma reconoce lo que Dios quiere de ella y para qué debe decidirse dentro de una gama de posibilidades. ¡Son necesarias mucha confianza y pobreza de espíritu, a fin de liberar en nuestro corazón el don de consejo! Este don queda paralizado allí donde dominan nuestras propias y prejuiciosas opiniones y planes; pero si abandonamos nuestras opiniones y planes, ese don nos guiará.
Mediante el don de consejo, el alma posee, por gracia, una íntima unión con Dios y con el prójimo mediante una cierta comunión de corazones y una estima mutua. “¡Llévame en pos de Ti!” -dice la novia- “¡Corramos! … Mejores al olfato Tus perfumes. … Por Ti exultaremos y nos alegraremos. …¡Con qué razón eres amado!” (Ct 1, 3-4).
El corazón de la mujer, naturalmente dispuesto a la maternidad, está más inclinado desde su ser a esta unión íntima que el corazón del hombre. De todas maneras, María nos asiste con este don, plena de amor materno y solicitud de hermana. La verdadera consideración hacia los otros es otro supuesto para el don de consejo.
La elección de vocación es uno de esos casos en que se necesita este don. Un alma que se encuentra en armónica relación consigo misma y con la amorosa bondad de Dios, ha de sentir cómo quisiera agradar a Dios y de qué manera le agradaría a Dios, para que ella le agrade. La vocación es una invitación única y personal del amor, que sólo puede ser asumida en la libertad del amor y reconocida con un libre anhelo de aceptar también esta invitación. ¡Nadie, como María, se encuentra tan acucioso a nuestro lado a la hora de tomar esta decisión!
Dios envió a San Gabriel a María con la invitación de ser la Madre de Dios. Con total sencillez manifestó ella su dilema: “¿Cómo ha de ser esto, puesto que no conozco varón?” (L.c. 1, 34). ¡Por la fuerza de Dios Padre, por la venida del Espíritu Santo, ella, como virgen, ha de ser la Madre del Hijo de Dios! Su íntima experiencia de Dios y su profunda vivencia de la bondad divina la prepararon de manera tan perfecta para esta primera revelación de una pluralidad de Personas en Dios, que esto apenas nos llama la atención, cuando admiramos su docilidad: “He aquí a la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra” (Lc 1, 38).
En esto podremos reconocer que con el tiempo nos volvemos más marianos: si aceptamos la voluntad de Dios de manera espontánea y llenos de agradecimiento (¡sin lamentarnos!), cualquiera que sea el momento en que se nos manifieste; y si en lugar de evitarla la cumplimos. Entonces rezaremos verdaderamente como María: “Hágase Tu voluntad”. Incluso si la voluntad divina le profetizó dolores –„Una espada atravesará tu alma“-, pudo, sin embargo, alegrarse íntimamente, pues de esta manera comprendió que jamás estaría separada en nada de su Hijo y de Su misión. ¿No es acaso el amor “fuerte como la Muerte [?] … Grandes aguas no pueden apagar el amor” (Ct 8, 6-7).
La ciencia de la Cruz y el pan de los fuertes
Cuando Jesús cumplió doce años, José y María Lo llevaron a Jerusalén. Luego de pasada la fiesta marcharon de regreso a casa. Sólo llegada la tarde se dieron cuenta de que habían perdido al Hijo de Dios. Volvieron a Jerusalén y Lo buscaron llenos de angustia. Pasados tres días Lo encontraron en el templo. El sufrimiento y la incomprensión de María eran enormes. No pudo más que exclamar: “Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Tu padre y yo, angustiados, Te andábamos buscando.” También Jesús estaba sorprendido. “¿Por qué Me buscabais? ¿No sabíais que tengo que ocuparme de las cosas de Mi Padre?” (Lc 2, 48-49).
A los doce años Jesús había celebrado precisamente Su bar mitzvah, ceremonia por la cual se convertía en un ‘hijo de la ley’. Así pues, estaba obligado a cumplir la ley y tenía el derecho de leerla y enseñarla. Por eso, es comprensible que se dedicara precisamente, y de lleno, a esta tarea.
Este suceso constituyó un giro en la vida de María en su relación con Jesús. Hasta entonces, Jesús había sido el niño; ahora era mayor de edad. Ciertamente “volvió con ellos a Nazaret, donde vivió obedeciéndolos en todo” y “Su madre guardaba todas estas cosas en su corazón” (Lc 2, 51). Sin embargo, a partir de entonces Él explicaría a José y María, y más tarde también a Sus discípulos: “¿Acaso no tenía que sufrir el Mesías estas cosas antes de ser glorificado?” (Lc 24, 25.44-47).
A través de Cristo, María comprendió con mayor perfección que la Cruz y el sufrimiento no son un mal que hay que evitar, sino que constituyen el camino real de la Redención. Ni para Jesús, cuya alma estaba atribulada hasta la muerte en la noche previa a Su Pasión, ni para la Madre de los Dolores la Cruz fue algo agradable y fácil. Pero puesto que era el medio que había escogido el Padre antes de todos los tiempos (Ef 1, 7; Col 1, 13.19-20), afirmaron esta verdad, la verdadera ciencia, con todo su entendimiento, sus corazones y con todas las fuerzas. „En cuanto a mí -podía decir María- de nada quiero gloriarme sino de la cruz de nuestro Señor Jesucristo“ (Gl 6, 14 ss). María fue la primera en comprender que no hay otra puerta hacia la gracia del Espíritu Santo: “Es mejor para vosotros que Yo Me vaya [y haga el camino de la Cruz]. Porque si no Me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito” (Jn 16, 7).
No basta comprender el misterio de la Cruz con el entendimiento; debemos abarcarlo con el corazón. El Sacrificio de la Cruz, que debemos amar y renovarlo en nuestro corazón, es renovado diariamente por nosotros en el altar. Así como María estuvo unida con Cristo en Su Sacrifico en la Cruz, al ofrecerlo -un solo corazón con Él- al Padre (cf. Lumen Gentium, 61), así también los fieles deberían ser uno con Cristo en Su sacrificio, al participar en el santo Sacrifico de la Misa junto con María. Este solo sentimiento proporciona a nuestra petición con María su pleno sentido: “Danos hoy nuestro pan de cada día”, puesto que pedimos el fruto de la Cruz.
El don de la fortaleza: ¡el verdadero amigo se muestra en la necesidad!
La Madre Dolorosa es la Reina de los mártires a raíz de todo lo que hubo de sufrir debajo de la Cruz. Ella “mantuvo fielmente su unión con el Hijo hasta la Cruz, junto a la cual, no sin designio divino, se mantuvo erguida (cf. Jn 19, 25), sufriendo profundamente con su Unigénito y asociándose con entrañas de madre a su sacrificio, consintiendo amorosamente en la inmolación de la víctima que ella misma había engendrado” (Lumen Gentium, 58).
Con valiente amor era un solo corazón con Él, cuando dijo: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Al mismo tiempo, no temió hacerse cargo de nosotros: ella es nuestra intercesora. También nosotros debemos orar unos por otros. Que ella rece con nosotros: “Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. En esta petición hacemos bien en imitar a Jesús y María.
Hay otra dimensión de su valiente amor, la cual deberíamos también imitar. El enemigo de la fortaleza es el enemigo del progreso en la vida espiritual: tibieza, pereza espiritual. La pereza es la tristeza y desánimo crónicos, que sobrecogen al alma que se lamenta porque el cumplimiento de nuestras obligaciones cristianas cuesta demasiado esfuerzo. Precisamente a este respecto María nos da un ejemplo luminoso de desprendida magnanimidad, único medio para que la vida espiritual se convierta en alegría.
En las bodas de Caná, fue ella quien con amor solícito se dio cuenta de la necesidad y se la presentó a Jesús: “No tienen más vino” (Jn 2, 4).
Con Su respuesta, Jesús dio a entender que un milagro no sólo contribuiría a una feliz fiesta de bodas, a un feliz inicio de Su predicación, sino que también señalaría el inicio de Su camino hacia el Gólgota, pues el texto original griego, traducido literalmente, dice: “¿Qué significa eso [el vino] para ti y para Mí? ¿Ha llegado Mi hora?”
Sin retroceder lo más mínimo, María aprovecha la ‘hora’ y nos da su último consejo para el camino al hablarnos a nosotros a través de los sirvientes: “¡Haced lo que Él os diga!” (Jn 2, 5).
El santo temor: preservación del amor
La santísima Virgen María, nuestra “maestra de noviciado” en la vida espiritual, señala su humildad como la razón para su elección, y el temor de Dios como el requisito para el derramamiento fecundo de la divina misericordia. “Porque ha mirado la humillación de su esclava. Desde ahora me felicitarán todas las generaciones” (Lc 1, 48.50).
Con una cierta ‘envidia santa’ hacia los pecadores arrepentidos, santa Teresita del Niño Jesús se puso inconsolable cuando escuchó que a quien más se le perdona, más ama (Lc 7, 47). Pero entonces se dio cuenta: “Yo también sé que Jesús me ha perdonado más a mí que a Magdalena, pues Él me perdonó desde antes al preservarme de caer en el pecado” (Historia de un alma, Manuscrito A).
Cuán infinitamente mayor no sería el amor reverente y el agradecimiento de María, a quien Dios había preservado no solamente de la mancha del pecado original, sino que también la había hecho incapaz de pecar, en un acto único de la providencia mediante la gracia: “¡Toda hermosa eres, amada mía, no hay tacha en ti” (Ct 4, 7; cf. Summa Theol! III. 27,4,1m).
En la noble claridad de su sabiduría y amor divinos, ningún bien creado la podía apartar lo más mínimo de Dios: “A nada le concedo valor si lo comparo con el bien supremo de conocer a Cristo Jesús” (Fl 3, 8). Su reverente asombro ante el Señor hizo que correspondiera inmediatamente a la gracia divina; la aterraba sobremanera ofenderle.
Muchas almas, atormentadas por temor servil, libran una desmoralizadora batalla en retirada contra las tentaciones. Por miedo al infierno resisten al pecado que las incita, y no saben como superar esta situación (cf. Rm 7, 14-23). Deberían apartarse de las seducciones bajas y engañosas y dirigir su mirada hacia Cristo con respeto y confianza filiales: “¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte? ¡Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo nuestro Señor!” (Rm 7, 24). Mediante la persistencia en esta esperanza y soportados por el don del temor a Dios, no sólo superarán la tentación, sino también la incitación al pecado, pues la esperanza libera y transforma.
La disponibilidad de María merece ser atendida e imitada; ella siempre practicó las virtudes con plena intensidad y nunca fue descuidada o insensible en el amor. El temor de Dios de María estuvo marcado por una sublime preocupación de agradar a Dios. Ella vivía permanentemente en Su presencia y anhelaba ardientemente conocer y hacer Su voluntad. Lo hacía sencillamente en su veracidad; ella podía expresar simplemente sus pensamientos y sentimientos sin resistir a Dios, como sí lo hizo Zacarías cuando dudó (Lc 1, 18). Ella buscaba más bien averiguar la voluntad de Dios: “¿Cómo podrá ser esto, pues no conozco varón?” (Lc 1, 34). A la explicación de San Gabriel respondió con total sencillez: “He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra” (Lc 1, 38).
Cuando halló a Jesús en el Templo, le preguntó: “Hijo, ¿por qué nos has hecho esto?“ (Lc 2, 48). Aunque ella no comprendió la respuesta de Jesús, “conservaba todas las cosas en su corazón” (Lc 2, 51). En una palabra: ella entregó reverencialmente corazón y entendimiento al incomprensible plan de Dios.
La solicita preocupación de María por las necesidades del prójimo ayuda particularmente -en la eficacia del temor de Dios- a sus hijos en peligro moral, cuando se hallan en una ocasión de pecar. El temor de Dios es la nutritiva sal del amor que expía. Al identificarse María con nosotros en amor, reza con nosotros: “¡No nos dejes caer en la tentación!”.
La bienaventuranza de Dios: ¡la redención definitiva!
“¡Que me bese con los besos de su boca!” (Ct 1, 1). El don de piedad o bienaventuranza de Dios perfecciona la virtud de la justicia y la entrega. A fin de comprender adecuadamente esta relación, debemos considerar que la virtud de la justicia alcanza su máxima perfección en la virtud de la religión. Santo Tomás de Aquino afirma que en el más alto grado “la justicia, imitando la mente divina, se asocia con ella en alianza perpetua” (Summa Theol. I-II. 61, 5c).
De esta manera la bienaventuranza de Dios alcanza la transformación en Dios. San Juan de la Cruz escribe al respecto: “El alma ama a Dios con la voluntad y la fuerza de Dios mismo. … Él también le enseña a amar con aquella fuerza que Él le manifiesta, al transformarla en Su amor. Él le concede Su fuerza para poder amar como Él” (Cántico espiritual, 38, 4-5).
Por el don de piedad, María fue elevada a la perfecta adoración a Dios y unión con Dios. Con la suave y atrayente fuerza de esta gracia, María reunió a los discípulos en el Cenáculo a la espera del Espíritu Santo.
Desde el comienzo de su vida, Dios introdujo a María en esta transformadora unión del amor; pero fue particularmente desde Pentecostés que María, la esposa del Espíritu Santo, vivió este misterio en el corazón de la Iglesia. En esta gracia reza ella con nosotros y por todos: “Líbranos del mal”, es decir, del demonio (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2851). La redención definitiva es la victoria de la vida eterna que nosotros recibiremos a través del amor de María, la Mediadora de las Gracias.
Síntesis
A fin de imitar el amor de María contemplemos mejor la acción del Espíritu Santo en ella:
Mediante el entendimiento conoció la santidad de Dios y Lo amó como Padre. ¡Que la luz y la alegría de la hija del Padre nos motive también a alabar y glorificar al máximo a Dios!
Mediante la sabiduría, ella, la virgen, se consagró incondicionalmente a Dios en el servicio por el Reino de Dios y llegó a ser la Madre de Dios. ¡Anhelemos también nosotros la venida del Reino de Dios y entreguémonos sin condiciones a Su providencia!
Mediante el consejo, ella, la esclava del Señor, descubrió su vocación y aceptó plenamente ser la Madre del Redentor. ¡Que ella, nuestra Madre, nos ayude a conocer y amar la voluntad de Dios, como se nos muestra en nuestra vocación y en el día a día!
Mediante la ciencia, María, la primera discípula de Jesús, aceptó de todo corazón el Evangelio de la Cruz. ¡Que su abnegación en el seguimiento de Cristo nos ilumine en relación con la necesidad de la cruz y el sacrificio como único camino hacia la salvación!
Mediante la fortaleza, la Madre Dolorosa estuvo valientemente bajo la Cruz y oró por nosotros. ¡Que su ejemplo nos impulse a ser verdaderos amigos y auxiliadores de todas las personas que se encuentran en necesidades!
Mediante el temor de Dios, María se preocupó únicamente por agradar en todo a Dios. ¡Que su amoroso ejemplo nos enseñe a amar la ley de Dios y a ver en ella no tanto una limitación de la libertad como un sencillo pero profundo camino para mostrarle a Dios nuestro amor y docilidad reverentes!
Mediante la bienaventuranza de Dios, María, la esposa de Cristo, vivió, como templo del Espíritu Santo, una incesante unión del corazón con Cristo. ¡Que su amor incendie nuestros corazones, para que nos atrevamos a aspirar a una semejante unión de amor con Cristo, a fin de ser uno con Él, como Él es uno con el Padre (cf. Jn 17, 21-22)!