CC62 Sagrado Corazón

La Devoción al Sagrado Corazón de Jesús

La vida espiritual es más que una doctrina espiritual, pero si lo fuera, sería acerca de Jesús: «¡Yo soy la verdad!» «En él están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento» (Col 2,3), y Jesús sería nuestro maestro, «Nosotros sabemos que eres un maestro venido de parte de Dios» (Jn 3,2), «uno solo es tu maestro: Cristo» (Mt 23,10). La vida espiritual es más que la práctica de la virtud; pero si así fuera, Jesús se presenta a sí mismo como nuestro modelo: «Aprende de mí, porque soy manso y humilde de corazón» (Mt 12,29). Jesús no solo es el modelo sino la fuente de nuestra virtud, porque «de Su plenitud, todos hemos recibido gracia sobre gracia» (Jn 1,16), y Él nos asegura: «Mi gracia es suficiente para ti» (2Cor 12,9). La vida espiritual es más que una peregrinación, un viaje hacia el cielo, pero si así lo fuera, Cristo es el camino y el guía: «Yo soy el camino,… nadie va al Padre sino por mí» (Jn 14,6), «¡Ven, sígueme!» (Mt 19,21). La vida espiritual es acerca de la vida eterna, y por lo tanto, sobre una unión en el amor y el conocimiento (visión) de Dios. El desarrollo de la vida espiritual, por lo tanto, es inseparable del desarrollo de la devoción a Jesús. Escuchamos, por supuesto, acerca de muchas devociones diferentes basadas en distintas prácticas de oración. Estas no son nuestra preocupación actual; aquí queremos reflexionar sobre la virtud de la devoción y su principal expresión: la devoción al Sagrado Corazón.

Para apreciar mejor la devoción al Sagrado Corazón, necesitamos comprender la verdadera naturaleza de la devoción. ¿Qué se entiende con devoción? ‘Devoción’ deriva de la palabra latina que significa hacer un voto. En consecuencia, «devoción», según explica Faber, «significa una propensión particular del alma a Dios, mediante la cual se dedica a sí misma, se compromete,  se consagra, a la adoración y al servicio a Dios. Esto lo puede hacer por voto, por medio de un sentimiento simple. «Por su propia naturaleza, la devoción tiende al compromiso permanente. La devoción, por lo tanto, es una virtud que agrada a Dios. Después de las virtudes teologales, esta devoción pertenece a la virtud más importante de la vida espiritual, a la virtud de la religión. San Francisco de Sales advierte que aquellos que no conocen la naturaleza de la verdadera devoción, serán fácilmente engañados y descarriados por sus propias proclividades. Necesitamos algo más grande que nuestros propios gustos y aversiones personales para guiar nuestra vida espiritual.

Santo Tomás muestra que la devoción no es solo una emoción («sentimiento de devoción») sino que es una virtud y un acto de la voluntad por el cual nos dedicamos fácilmente a las cosas que tienen que ver con el servicio a Dios. La caridad nos mueve, por supuesto, a adherirnos internamente con toda nuestra mente, voluntad, fuerza y corazón a la bondad divina; pero es la virtud de la religión lo que nos mueve a ofrecer el servicio público apropiado y adorar a Dios. La devoción nos mueve a hacer esto con mayor disposición y prontitud.

En la Introducción a la vida devota, San Francisco de Sales presenta la devoción a la luz de la caridad dinámica. «La medida en que el amor divino adorna el alma, se llama gracia… En la medida en que nos fortalece para hacer el bien, se llama caridad. Cuando se haya alcanzado un grado de perfección en el que no solo nos haga hacer el bien, sino que también lo haga con delicadeza, con frecuencia y sin demora, se llama devoción». La devoción «no solo nos hace prontos, activos y fieles en la observancia de los mandamientos de Dios, sino que además nos impulsa a hacer de forma rápida y amorosa tantas buenas obras como sea posible». La devoción, dice, es la reina de las virtudes, porque es la perfección, la llama del fuego de la caridad. La devoción se extiende para estimar los consejos evangélicos, y para abrazar algunos de ellos, en la medida que nuestra vocación personal nos ño permita.

La devoción facilita nuestro progreso en el camino hacia la perfección. Podemos ver por qué Fabro afirma: «Junto al don de la fe, no debemos valorar nada más que esta devoción sustancial», que se basa en el fundamento seguro de la fe y consiste en la resolución generosa y sólida de servir a Dios bajo cualquier circunstancia.»

1. Su Fuente

Dado que la devoción se trata del servicio amoroso de Dios, y dado que nuestro acceso al amor y al servicio de Dios es en y por medio de Cristo, se deduce que nuestra devoción debe centrarse principalmente en Cristo. La semilla de la devoción al Sagrado Corazón está plantada en la Sagrada Escritura. Jesús nos invita a venir a Él y aprender de Aquel que es «manso y humilde de corazón» (Mt 11,29). San Juan se reclina sobre el pecho de Jesús en la Última Cena (cf. Jn 13,22) y debajo de la Cruz es testigo de la perforación de Su Sagrado Corazón por la lanza del soldado (cf. Jn 19,34ff).

Esta semilla germinó a principios del segundo milenio y comenzó a prosperar a fines de la Edad Media. Los escritos y las experiencias místicas de Santa Gertrudis la Grande ayudaron a que floreciera la devoción. Fue reforzado por las experiencias y escritos de Santa Margarita María y San Claude de la Colombière. Doctrinalmente, fue llevado a la madurez por los escritos de San Juan Eudes, a quien San Pío X declaró ser el Padre, el Doctor y el Apóstol de la devoción al Sagrado Corazón. El fruto está listo y esperándonos.

La verdadera naturaleza de las devociones es que son formas de doctrina «encarnadas», es decir, llevan las verdades de nuestra fe al nivel de la vida diaria y a la práctica; arrojan su luz ejemplar sobre el objetivo a perseguir, el camino a seguir y las cosas que deben hacerse y evitarse. Las devociones, cuando se inspiran doctrinalmente, son literalmente escuelas de espiritualidad para crecer en la fe, la esperanza y la caridad. Por medio de la devoción debemos asimilarnos cada vez más perfectamente al Verbo Encarnado de Dios, Jesucristo. La verdadera devoción nos hará más semejantes a Cristo.

Las almas razonablemente quieren saber: «¿Hay alguna forma de saber hacia dónde avanzo espiritualmente o voy hacia atrás?» Si lo hay. Podemos indicar dos signos adicionales de salud espiritual y vigor que reflejan una creciente intimidad con Cristo:

Una conciencia constante y profunda de la propia nada y miseria ante Dios. Esta conciencia es de origen divino cuando se recibe con gran tranquilidad interior, gratitud y alegría en el amor de Dios. Tal humildad nos hace servidores modestos pero dispuestos de Dios. Con gusto entregamos nuestras voluntades a Él y servimos en silencio y sin pretensiones donde sea que la Divina Providencia nos ubique.

Un deseo genuino de ser purificado por Dios de la manera y forma que Dios elija. Este espíritu de mansedumbre solo es posible con una creciente interioridad en la que el hombre vive en contacto continuo con Dios. El deseo de unión, aumenta la disposición del alma para el sacrificio. La humildad y la mansedumbre, por supuesto, son los atributos del Corazón de Jesús. La devoción perfecta, evidentemente, debería unirnos a Jesucristo, el único medio de salvación. La devoción a Cristo, por lo tanto, es la suma y el ejemplo de todas las devociones.

2. Sus razones

Cristo es la imagen, el icono del Padre, la manifestación de la divinidad eterna, del amor misericordioso de Dios. Ahora el símbolo de este amor es el corazón. Por lo tanto, el Sagrado Corazón de Jesús representa: 1) Su Persona y Su amor; 2) su Divinidad y su humanidad; 3) su amor por el Padre y por nosotros; 4) su amor divino y humano. En una palabra, la devoción al Sagrado Corazón abraza todo el misterio de la Unión Hipostática, en virtud de la cual el hombre, Jesús, es el mismo Hijo de Dios. El Papa Pio XII escribe:

«El Corazón de Jesús es el Corazón de una Persona Divina, es decir, del Verbo Encarnado, y que, por consiguiente, representa y pone ante los ojos todo el amor que Él nos ha tenido y nos tiene aún. Y aquí está la razón de por qué el culto al Sagrado Corazón se considera, en la práctica, como la más alta expresión de la piedad cristiana. Verdaderamente, la religión de Jesucristo se funda toda en el Hombre-Dios Mediador; de manera que no se puede llegar al Corazón de Dios sino pasando por el Corazón de Cristo, conforme a lo que El mismo afirmó: Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie viene al Padre sino por Mi” (Jn 14,6).

Consideremos ahora las ideas claves que motivaron a San Juan Eudes en su gran amor por el Sagrado Corazón, para comprender «Que Cristo pueda morar en sus corazones por la fe y sean arraigados y edificados en el amor. Así podrán comprender, con todos los santos, cuál es la anchura y la longitud, la altura y la profundidad, en una palabra, ustedes podrán conocer el amor de Cristo, que supera todo conocimiento, para ser colmados por la plenitud de Dios » (Ef 3,17-19). Dos pensamientos interrelacionados lo abrumaron; primero:

«El Sagrado Corazón de Jesús, considerado en Su Divinidad o en Su humanidad, se enciende más ardientemente por el amor a Su Padre, amándolo infinitamente más en cualquier momento, que todos los corazones de los ángeles y los santos juntos, que pudieran amarlo por toda la eternidad».

El primer gran dolor y anhelo del amante, es poder devolver apropiadamente amor por amor. Pero, ¿cómo puede una criatura responder adecuadamente al amor de Dios que es infinito?. Para la criatura es imposible, pero no para Dios. La solución de Dios fue la Encarnación. Dios creó el corazón sagrado para ofrecer su amor, al Padre, junto con el de toda la creación. Cristo en su humanidad, se hace una criatura como nosotros: el Sagrado Corazón ocupa el amor de todos los ángeles y santos, y de cada uno de nosotros, pobres pecadores, al igual que muchos pequeños afluentes, que en su gran corriente de amor, fluyen de regreso al mar infinito del amor divino. En Cristo, nuestro amor se ha hecho digno del Padre, porque Cristo, que es uno con el Padre en su ser y santidad, se ha dignado hacer de nuestro amor y de nuestras oraciones parte de los suyos. Podríamos llamar a esto, la primera gran ‘divinización’ de nuestro amor.

El segundo pensamiento que alegra el corazón de San Juan Eudes se extiende sobre el primero:

[Jesús, el Hijo de Dios] «ha querido ser nuestra cabeza y nos eligió como sus miembros. Él nos ha asociado a sí mismo en su amor inefable [el Padre]. Él nos ha dado, como resultado, el poder amar al Padre con el mismo amor con el que Él ama [al Padre], con un amor eterno, ilimitado e infinito».

«Para comprender bien esta verdad», explica que debemos considerar tres puntos importantes: Primero, que el amor del Hijo de Dios por su Padre Celestial, siendo eterno y divino, no pasa, sino que permanece para siempre. En segundo lugar, porque el amor del Hijo de Dios por su Padre, llena todas las cosas por su inmensidad, que por consiguiente permanece en nosotros, en lo más íntimo de nuestros corazones. ‘Intimo meo intimior’ como dice San Agustín. Por lo tanto, no necesitamos buscar fuera de nosotros mismos el amor de Aquel que está tan íntimamente presente y amando dentro de nosotros. En tercer lugar, dado que el Padre de Jesús nos ha dado todas las cosas en Él: «Hijo, todo lo que tengo es tuyo» (cf. Rom 8,32 y Lc 15,29), se deduce que «el amor del Hijo de Dios por el Padre, nos ha sido a nosotros como un regalo que nos pertenece y que se puede y debe utilizar, como una posesión que es nuestra».

Entonces, el amor de Cristo es nuestro mayor talento, y no sólo un don que recibimos pasivamente, sino un verdadero talento bíblico que debemos administrar para que aumente y se multiplique. Y este es el punto práctico para San Juan Eudes. ¿Cómo podemos aprovechar mejor el don total del Sagrado Corazón con su infinito tesoro de amor? ¡Solo por amar! «Sobre esta base», afirma, «puedo, con mi Salvador, amar a Su Divino Padre y al mío, con el mismo amor con que Él lo ama». Hombre práctico como era, San Juan Eudes nos ofrece la siguiente oración, que resume toda la doctrina:

«¡Dios de mi corazón!, me entrego a Ti, a fin de unirme al amor con que me amas desde toda la eternidad para amarte con este mismo amor! Me entrego también a Ti para unirme al amor con que tu Padre te ama y al amor con que Tú amas a tu Padre, antes de todos los siglos, a fin de amar al Padre y al Hijo con un amor eterno.”

Así como nuestro amable Salvador nos dice: ‘Como el Padre me amó, también Yo los he amado’ (Jn 15,9), puedo decirte:

‘Oh, Padre Divino, te amo, así como tu Hijo te ama». Por lo tanto, podemos y debemos amar al Padre con el amor infinitamente digno del Hijo al aceptar humildemente este regalo en nuestros corazones miserables. Uniéndonos con Jesús, debemos gritar ‘¡Abba, Padre!’ Generalmente, las almas se ven sorprendidas por su propia indignidad; no logran ver que se trata de revestirse completamente de Cristo, de permitir esta unión e intercambio de Corazones.

3. Sus frutos

En la Encarnación, el Hijo de Dios no solo buscó a la humanidad para llevarla a Sí, sino que aspiró a unir a toda la humanidad en una “persona mística”’, como así lo llama el Papa Pío XII en su encíclica sobre el Cuerpo Místico. En la última Cena oró por todos los que creen en él: «[Yo oro] para que todos sean uno: como Tú, Padre, estás en Mí y Yo en Ti, que también ellos estén en nosotros, para que el mundo crea que tú me enviaste. Yo les he dado la gloria que tú me diste, para que sean uno, como nosotros somos uno» (Jn 17,21-22). Evidentemente, la principal glorificación de Dios en la creación es este amor de Jesucristo. En consecuencia, debemos reconocer que esta es la razón principal de por qué Dios incorpora a los hombres y a los ángeles en el Cuerpo Místico de Cristo, para que todos sean uno y puedan amar y glorificar al Padre, con el amor infinitamente agradable y con el poder del Sagrado Corazón. En verdad, el Corazón pertenece a todo el Cuerpo. Sin embargo, seamos humildes como miembros del Cuerpo Místico, como miembros de Cristo, en Su Divino Corazón, con todo Su fuego y amor, que es completa y enteramente nuestro.

A continuación, San Juan Eudes procede a dibujar una ramificación más allá de la realidad de la donación de todas las cosas en Cristo, es decir, que el Espíritu Santo ha sido dado a nosotros.

El Santo Padre Juan Pablo II, en la encíclica sobre el Espíritu Santo (Nº 10) escribe: “Dios, en su vida íntima, «es amor», amor esencial, común a las tres Personas divinas. El Espíritu Santo es amor personal como Espíritu del Padre y del Hijo. Por esto «sondea hasta las profundidades de Dios», como Amor-don increado. Puede decirse que en el Espíritu Santo la vida íntima de Dios Uno y Trino, se hace enteramente don, intercambio del amor recíproco entre las Personas divinas, y que por el Espíritu Santo Dios «existe» como don. El Espíritu Santo es pues la expresión personal de esta donación, de este ser-amor. Es Persona-amor. Es Persona-don. Tenemos aquí una riqueza insondable de la realidad y una profundización inefable del concepto de persona en Dios, que solamente conocemos por la Revelación.

Al mismo tiempo, el Espíritu Santo, consustancial al Padre y al Hijo en la divinidad, es amor y don (increado) del que deriva como de una fuente (Fons Vivus) toda dádiva a las criaturas (don creado): la donación de la existencia a todas las cosas mediante la creación; la donación de la gracia a los hombres mediante toda la economía de la salvación. Como escribe el apóstol Pablo: « El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado »

El Espíritu, por supuesto, es dado como el Espíritu de Cristo. Como Espíritu de Cristo, el Espíritu Santo nos vivifica en el amor y en la gracia de Cristo y nos une al Padre. En el Espíritu, el mismo ser de Dios se convierte en ‘Don’ y ‘Amor’; este Espíritu nos ha sido dado a cada uno de nosotros personalmente, para que podamos amar con un poder y una belleza propios de Dios. Al darnos el Espíritu, el Padre nos ha dado Su propio amor personal por el Hijo. Por lo tanto, no estamos limitados en nuestro amoroso Jesús, a la leve medida de nuestros corazones frágiles, pero podemos reclamar el amor omnipotente del Padre.

Así podemos orar con San Juan Eudes: «¡Dios de mi corazón!, me entrego a Ti, a fin de unirme al amor con que me amas desde toda la eternidad para amarte con este mismo amor! Me entrego también a Ti para unirme al amor con que tu Padre te ama y al amor con que Tú amas a tu Padre, antes de todos los siglos, a fin de amar al Padre y al Hijo con un amor eterno”.

Por lo tanto, podemos ser capaces de decir: «Oh Jesús, te amo, así como el Padre te ama.»
Este intercambio perfecto de amor es posible porque, al santificar la gracia, no solo somos llamados hijos de Dios, sino que verdaderamente lo somos; somos un solo espíritu en Cristo. Por eso, nuestro Señor en la oración de sumo sacerdote al Padre, no duda en afirmar: «Que Yo los amé, como Tú me amaste… para que el amor con que tú me amaste esté en ellos, y yo también esté en ellos» (Jn 17,23-26). Este es el mayor invento del Amor Divino, Dios descubrió una manera para introducirnos en los intercambios amorosos de la Trinidad. Y esto se ofrece y tiene lugar en y a través del Sagrado Corazón de Jesús. Realmente valemos más que muchos gorriones. Para algunas almas estas oraciones son tan abrumadoras, que se sienten constreñidas a preguntar, ‘¿Es esta la doctrina tradicional y verdadera de la Iglesia, y puede ser esto cierto?’ El Catecismo de la Iglesia Católica nos ofrece una respuesta citando a San Juan Eudes en esta doctrina en particular: «Te ruego que pienses […] que Jesucristo, Nuestro Señor, es tu verdadera Cabeza, y que tú eres uno de sus miembros […]. Él es con relación a ti lo que la cabeza es con relación a sus miembros; todo lo que es suyo es tuyo, su espíritu, su corazón, su cuerpo, su alma y todas sus facultades, y debes usar de ellos como de cosas que son tuyas, para servir, alabar, amar y glorificar a Dios. Tú eres de Él como los miembros lo son de su cabeza. Así desea Él ardientemente usar de todo lo que hay en ti, para el servicio y la gloria de su Padre, como de cosas que son de Él». (CIC 1698) III.

Las llamas del amor provienen del Corazón de Jesús

Cuanto mejor conozcamos el amor del Sagrado Corazón, mejor saltará nuestro amor como una llama en respuesta a Su amor. En lugar de tratar de adquirir crecimiento espiritual a través del ascetismo, que es lento y doloroso, debemos asimilar el fuego de nuestro amor en el Corazón de Jesús. Esto no es negar la necesidad del ascetismo; el ascetismo es necesario, solo debe estar inspirado en el amor. Con este fin, queremos considerar cómo el Corazón Eucarístico de Jesús se nos acerca con amor desde el tabernáculo, para inflamar nuestros corazones para dar una respuesta recíproca de amor. San Juan Eudes discierne ocho llamas de amor diferentes que emanan del Corazón de nuestro Señor en el tabernáculo y que aquí se adaptan libremente a nuestras necesidades actuales.

La primera llama impele a Cristo para que permanezca con nosotros

«La primera llama es el amor inconcebible del Sagrado Corazón de Jesús que lo impulsó a permanecer aquí continuamente, día y noche, durante casi 2000 años, para estar siempre con nosotros, a fin de cumplir [Su] promesa». «Yo estoy con vosotros todos los días, hasta la consumación del mundo’ (Mt 28,20). San Juan Eudes, en consecuencia, entiende esto como una promesa eucarística. Como él señala, esto es una cadena de amor ¿Y la soledad, la frialdad y el abandono?», “nunca un amante fue tan despreciado y tan descuidado, ¿no has podido velar ni siquiera una hora conmigo ?!» Por otro lado – cuando se encuentra en medio de amigos, es una delicia: «Fue una delicia estar con los hijos de los hombres».

La segunda llama repara todas nuestras deudas

La segunda llama de este horno ardiente, es el amor del Corazón de nuestro Señor que emite y eleva al cielo para pagar nuestras mayores deudas. «Él está allí [en su humanidad escondida] adorando, alabando y glorificando continuamente a su Padre por nosotros, para satisfacer al máximo nuestras obligaciones infinitas de adorar, alabar y glorificar. Él está dando continuamente gracias al Padre por los dones espirituales que nos ha dado». Así lo expresa el autor de la Carta a los Hebreos: «Él siempre vive para interceder por nosotros» (Hb 7,25).

La tercera llama revela la autoinmolación de su amor

La tercera llama de este Corazón surge de la perpetua y renovada auto-inmolación de Cristo en nuestro nombre. En su pasión Él se dejó hacer pecado, para que nosotros podamos llegar a ser la justicia de Dios. Cristo no sólo repara nuestras innumerables omisiones, sino que en el amor, Él lleva místicamente la carga de nuestros pecados, y así por la abundancia de la gracia, nuestra ceguera puede ser curada, nuestra dureza de corazón puede ser suavizada, y podría recibir de nuevo la gracia del perdón.

La cuarta llama da vida y unidad a la iglesia

La cuarta llama del Amor del Corazón Eucarístico de Cristo es como el impulso de Su Preciosa Sangre que da vida y unidad a todo Su Cuerpo, la Iglesia. Le debemos a Su Corazón Eucarístico nuestro amor y gratitud no solo por nuestra reconciliación con el Padre, sino que también debemos reconocer que la unidad de la Iglesia, de la sociedad y de la familia se debe a la presencia y el amor de nuestro Señor en el Santísimo Sacramento, el sacramento de la unidad.

La quinta llama nos asimila a El mismo

La quinta llama que emana del Corazón Eucarístico de nuestro Señor nos asimila a Sí Mismo, quien es manso y humilde de corazón. Pertenece a la naturaleza del fuego de transformar todas las cosas en sí. El amor de Cristo es un fuego. Aquellos que se expongan voluntaria y suficientemente a esta llama, serán transformados a su semejanza, y también probarán y verán la bondad del Señor.

La Sexta Llama nos hace mensajeros de su amor

La sexta llama que sale de Su Corazón en el tabernáculo nos hace instrumentos y mensajeros de Su amor. Por el ardor de este amor, ya no vivimos para nosotros mismos, nosotros vivimos en y por Cristo, que vive en nosotros y nos hace sus instrumentos de paz y de reconciliación. Solo podemos convertirnos en instrumentos dignos y útiles de reconciliación para Jesús en la medida en que la sed insaciable de Cristo por la paz y la reconciliación, nos haya penetrado y llenado nuestro propio corazón.

La séptima Llama nos llena de sus Bendiciones

La séptima llama que emana de Su Corazón Eucarístico es la plenitud de las bendiciones en el amor de Su Padre. Como San Pedro atestigua: «Dios envió a su Hijo para bendecirte» (Hch 3,26). Del mismo modo, San Pablo da fe de su experiencia personal: «Si Dios está con nosotros, ¿quién está contra nosotros? El que no perdonó a Su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿no nos concederá con Él, toda clase de favores?» (Rom 8,32).

La octava llama nos da vida eterna

La octava llama que sale del Sagrado Corazón de Cristo en el tabernáculo, nos da la vida eterna y nos lleva a la eternidad. «Yo soy el pan vivo, que descendió del cielo; si alguien come de este pan, vivirá para siempre… El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y Yo lo resucitaré el último día». (Jn 6,51.54). Es un hecho interesante en la vida de la Iglesia, que los moribundos no están necesariamente obligados a confesarse, a menos que, por supuesto, tengan que reconciliarse con Dios. Del mismo modo, los moribundos no están necesariamente obligados a recibir la unción de los enfermos, a pesar de que sería tonto si no se beneficiaran de esta gran fuente de gracia que prepara para la vida eterna. Únicamente los moribundos están seriamente obligados a desear y pedir el santo Viático, que es la última comunión, el pan vivo para el último viaje a la vida eterna. La razón de esto radica en la naturaleza singular de la Sagrada Eucaristía. Los sacramentos de la penitencia y la unción de los enfermos también deberían recibirse. Sin embargo, ellos contienen sólo el poder de Cristo, mientras que el Viático es el corazón substancial y vivo de nuestro Salvador Jesucristo. «Como el Padre viviente me envió, y como vivo por [mi comunión con] el Padre, así también el que Me come, él también vivirá por [su comunión con] Mí» (Jn 6,57)

Recapitulación

No hay nada más deseable ni más necesario en el peregrinar de las almas, que un profundo amor y unión con el Sagrado Corazón de Jesús. Sin Él no podemos hacer nada; sin Él nunca llegaremos al Padre. Con Él podemos hacer todas las cosas. Ahora está físicamente presente y esperándonos en la Eucaristía.

El Sagrado Corazón está tocando a la puerta de nuestro corazón. ¿Le abriremos la puerta? ¿Vamos a hacer un compromiso de dedicación para servirle con mayor celo y fidelidad? ¿Lo dejaremos entrar? La elección ahora es nuestra. Aquellos que quieren crecer, saben que el Sagrado Corazón está esperando la respuesta de su amor, y saben cómo imitar su amor en su vida diaria. Reanudemos todo lo que ha sido dicho con una reflexión final de San Juan Eudes: «El Hijo de Dios nos da su corazón no sólo para ser el modelo y el estado de nuestra vida, sino también para ser nuestro corazón, para que por el don de este corazón, inmenso, infinito y eterno, que podamos cumplir con todos nuestros deberes para con Dios de una manera digna, para alcanzar sus infinitas perfecciones. [Así] los que hemos recibido de nuestro Divino Salvador el don de su adorable corazón, que es el medio perfecto para el cumplimiento de todas nuestras obligaciones. Debemos emplear el Sagrado Corazón como si fuera nuestro propio corazón, para corresponder a su amor, adorar a Dios, amarlo perfectamente, y para satisfacer todas nuestras obligaciones de manera adecuada para que nuestro homenaje y amor, sean dignos de Su Majestad Suprema, eterna e infinita y nos concedas estas gracias, oh buen Jesús, por el don infinitamente precioso de tu Divino Corazón. Que todos los ángeles, santos y todas las criaturas Te alaben por siempre!» Amén.

Notas:

Frederick Faber. Crecimiento en santidad. Burnes & Oates, Londres. (sin fecha; dedicación escrita a mano desde 1921). ch. 22, p. 365

Summa Theologiae. II-II.82,1, c. San Francisco de Sales. Introducción a la vida devota. Doubleday, Image Books, Garden City, 1972.ch. 1 , p.39. San Francisco de Sales. loc. cit. cap.1, pág. 40)

P. Pío XII. Encíclica sobre el Sagrado Corazón. Nr 106

San Juan Eudes. El Sagrado Corazón de Jesús. Kennedy, Nueva York, 1946. p. 2. Todas las referencias adicionales a San Juan Eudes, a menos que se indique lo contrario, se toman de este primer capítulo. cf. San Juan Eudes. El Sagrado Corazón de Jesús. ch. 7, págs. 31-35. San Juan Eudes. Loc. Cit. P. 99.