El "Padrenuestro" y los Ángeles
Santa Margarita María Alacoque escribe sobre el amor paternal y tierno de Dios:
Una vez, tomando un retiro, Nuestra Señora, mi Santa Libertadora, me honró con su visita. Ella traía a su Divino Hijo en sus brazos, lo puso en los míos y me dijo: “Contémplalo, Él te enseñará lo que debes hacer”. Me sentí penetrada de vivísimo gozo y ardiente deseo de acariciarle y Él me permitió hacerlo todo el tiempo que quise. Cuando me cansé, incapaz de continuar, Él me dijo: “¿Ya estas contenta? Que esto te sirva siempre como una lección. Yo deseo que tú te abandones en mis manos para hacer de ti lo que me plazca, del modo como has visto que lo hice yo. Ya sea que te acaricie o que te atormente, no tendrás otros sentimientos excepto los que Yo te dé”. Desde entonces me hallo en una dichosa impotencia de resistirme a Él. (Cfr “Vida y Obra de Santa Margarita M. Alacoque”, traducción del alemán.)
“Padre Nuestro”
Nuestro Padre Dios, está en el cielo. Él nos creó en Su amor infinito para llevarnos a Su beatitud y vida eternas. Y nos ha amado tanto “que Él nos dio a Su único Hijo, para que aquel que crea en Él, nunca perezca sino que tenga vida eterna” (Jn, 3,15). ¿Cómo podríamos no amarlo, cómo podríamos no alabarlo?
Un día la hermana mayor de la Florcita la visitó en el Carmelo; era bastante evidente que ella estaba inmersa en la contemplación, aunque estaba ocupada cosiendo. Su hermana le preguntó: “¿En qué piensas?”, “Estoy meditando el Padre Nuestro”, replicó. “Es una delicia poder llamar a Dios: Padre Nuestro”. Lágrimas de emoción brillaron en sus ojos.
“Santificado sea Tu Nombre”
Debe entenderse aquí que cuando santificamos el Nombre de Dios, no provocamos algo en Él, sino que por nuestro gozo y por la aprobación de Su bondad y santidad, reconocemos y tratamos Su Nombre con reverencia. Así es como, “en la adoración, esta invocación se entiende a veces como una alabanza y una acción de gracias” (cf. Sal 11,9; Lc 1,49, CIC 2807). Jesús nos enseñó a presentarla como nuestra más alta petición al Padre. Ella caracteriza la relación filial que aspiramos tener con Él. No existe mayor esperanza que entrar en una unión íntima y santa con Dios, porque “la santidad de Dios es el centro inaccesible de Su misterio eterno” (CIC 2809). Pidiéndole al Padre que Su Nombre sea santificado, nos atrae a Su plan de amorosa bondad en la plenitud de los tiempos, “conforme al designio misericordioso que estableció de antemano en Cristo”, para que “seamos santos e irreprochables en Su presencia, en el amor” (Ef 1,9; CIC 2807).
El Nombre de Dios es santo, no meramente como una descripción, sino “Santo es Su Nombre” (cf. Magnificat, Lc 1,49): que corresponde a Su ser, el cual es amor, (cf. 1 Jn 4,9) que “sobrepasa todo entendimiento” (Ef 3,19). Tal santidad, tal amor, no se nos pueden comunicar simplemente como una palabra, sino que se nos deben revelar en los hechos salvíficos de Cristo “en quien están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento” (Col 2,3).
Cristo inició esta santificación del Divino Nombre: “Padre, Yo te he glorificado en la tierra, llevando a cabo la obra que me encomendaste” (Jn 17,4) y que continúa en y a través de los miembros de Su Cuerpo Místico. San Pablo afirma que Dios, “por medio de nosotros derrama la fragancia de su conocimiento en todo lugar. Porque somos para Dios el buen olor de Cristo” (2 Co 2,14-15). Verdaderamente son los santos, los benditos que atraen almas a Dios, revelando la atractiva belleza de Su santidad. Esta es la fragancia que mejor santifica el Nombre de Dios.
SANTIFICACIÓN Y CONSAGRACIÓN
Tanto en hebreo como en griego, (lenguas de la Sagrada Escritura), la misma palabra significa tanto “consagrar” como “santificar”. La raíz de la palabra en hebreo, significa “apartar”. Primero Dios nos aparta para Él, para que encontremos Vida eterna y felicidad sólo en Él. Y nosotros, “dando gracias al Padre, que nos ha hecho dignos de participar de la herencia luminosa de los santos” (Col 1,12), santificamos Su Nombre. Dios consagró a Israel e hizo una alianza con él, para que fuera su pueblo fuera santo ante Su vista (cf. Dt 7,6; Lv 19,2). En la Nueva Alianza en Cristo, a través del bautismo, llegamos a ser “un linaje escogido, un sacerdocio real, una nación santa, un pueblo adquirido para anunciar las maravillas de Aquel que los llamó de las tinieblas a su admirable luz” (1 P 2,9) “para ejercer un sacerdocio santo y ofrecer sacrificios espirituales, agradables a Dios por Jesucristo” (1 P 2,5).
SANTIFICAR EL NOMBRE DEL SEÑOR
¿Cómo santificamos el Nombre del Señor? ¿Cómo le damos una respuesta digna a Su amor paternal y caritativo? La mejor forma es celebrando dignamente la Sagrada Eucaristía: “¿Con qué pagaré al Señor todo el bien que me hizo? Alzaré la copa de la salvación invocando el nombre del Señor” (Sal 116,12f); y por el don de nuestras vidas y de nuestros labios: “Cumpliré los votos hechos al Señor en presencia de todo su pueblo” (Sal 116,12-14).
Primero, santificamos el Nombre de Dios con nuestra vida y con nuestras acciones. Nos volvemos santos si disponemos de nuestra vida para el cielo, para gloria y alabanza de Dios: “Así como Aquel que los llamó es santo, también ustedes sean santos en toda su conducta” (1 P 1,15s). Nuestra santidad refleja y aumenta Su santidad. Los hechos de fe que obran por medio del amor (cf. Ga 5,6) son la primera glorificación que ofrecemos a Dios. De este modo Abraham, confiando en la promesa de Dios “fue fortalecido por la fe dando gloria a Dios” (Rm 4,20). Y San Pedro exclama: “Bendito sea Dios, el Padre de Nuestro Señor Jesucristo que, en su gran misericordia y por Su poder, sois guardados mediante la fe… En lo cual os llenáis de gozo, bien que ahora, por un poco de tiempo seas, si es menester, apenados por varias pruebas… a fin de que vuestra fe, redunde en alabanza, gloria y honor, el día de la Revelación de Jesucristo” (1 P 1,3-7).
Por la docilidad de la fe aceptamos y observamos la Ley de Dios. Como Moisés declaró a Israel: “Y el Señor hoy te ha hecho declarar que tú serás el pueblo de su propiedad exclusiva, como él te lo ha prometido, y que tú observarás todos sus mandamientos. Y Él te elevará en estima, en renombre y en gloria, a todas las naciones que hizo; y que serás un pueblo consagrado al Señor, como Él te lo ha prometido” (Dt 26,18-19).
El nuevo mandamiento del amor produce frutos en la unión, por la cual Dios es glorificado nuevamente: “Si ustedes permanecen en Mí y Mis palabras permanecen en ustedes, pidan lo que quieran y lo obtendrán. La gloria de mi Padre consiste en que ustedes den fruto abundante, y así sean mis discípulos” (Jn 15,7-8).
De esto, nacen otros frutos: obediencia, castidad, buena conducta, paciencia y armonía en la caridad, que también glorifican a Dios:
– “Glorificarán a Dios por la obediencia con que ustedes confiesan el Evangelio de Cristo, y por la generosidad con que comunicáis lo vuestro a ellos y a todos” (2 Co 9,13);
– “Porque fuisteis comprados ¡y a qué precio!. Glorifiquen entonces a Dios en sus cuerpos”, esto es en la castidad” (1 Co 6,20);
– “Tened en medio de los gentiles una conducta irreprochable, a fin de que, mientras os calumnian como malhechores, al ver vuestras buenas obras, glorifiquen a Dios en el día de Su visita” (1 P 2,12).
– “Pero si uno sufre (con paciencia) por ser cristiano, no se avergüence; antes bien, glorifique a Dios por llevar este nombre” (1 P 4,16).
– “Que el Dios de la paciencia y del consuelo les conceda tener los mismos sentimientos unos hacia otros, a ejemplo de Cristo Jesús, para que con un solo corazón y una sola voz, glorifiquen a Dios, el Padre de nuestro Señor Jesucristo. Sean mutuamente acogedores, como Cristo los acogió a ustedes para la gloria de Dios”. (Rm 15,5-7).
HOMBRES Y ÁNGELES EN ALABANZA A DIOS
Una vez que hemos glorificado (bendecido) el nombre del Padre interiormente en nuestros corazones por la fe, esperanza y caridad y exteriormente por una vida de virtud cristiana, deberemos estar dispuestos a ofrecer nuestros dones de alabanza y acción de gracias. El autor de la carta a los hebreos nos exhorta: “Ofrezcamos a Dios por medio de Él [Jesús] un continuo sacrificio de alabanza, es decir, el fruto de los labios que confiesan Su Nombre” (Hb 13,15).
En esta última sección, queremos acentuar nuestra unión con los Ángeles en alabanza del Nombre de Dios. Los Ángeles son los primeros adoradores de Dios. Desde la creación del mundo, cuando Dios determinó y estableció la “piedra angular” (Cristo). “las estrellas de la mañana cantaban en coro, entre las aclamaciones de los hijos de Dios” (Jb 38,7).
Cuando Moisés preparó el “Santo de los Santos”, colocó dos Querubines en adoración ante el propiciatorio (figura de Cristo, el Cordero Inmolado) porque refleja su ministerio ante Dios (cf. Ex 25,18ss.40; 1 Jn 2,2). Los Ángeles fueron los primeros adoradores de Cristo en la hora de Su nacimiento: “Y junto con el Ángel, apareció de pronto una multitud del ejército celestial, que alababa a Dios, diciendo: “¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra, paz a los hombres amados por él!” (Lc 2,13-14).
Desde el Antiguo Testamento, los Ángeles (por ejemplo, San Rafael) exhortaron al hombre a alabar a Dios: “Cuando yo estaba con vosotros, no era por mi propia iniciativa, sino por voluntad de Dios. Es a él al que deben bendecir y cantar todos los días” (Tb 12,18). Ellos los ayudaron a presentar los sacrificios adecuados para Dios y para la salvación de Israel (cf. Jc 6,21; 13,16). Isaías contemplaba a los Serafines bendecir el Nombre de Dios, no en los cielos altísimos sino en el templo en Jerusalén, gritando: “¡Santo, Santo, Santo es el Señor de los ejércitos! Toda la tierra está llena de Su gloria” (Is 6,3).
Dándose cuenta de su incapacidad para alabar a Dios dignamente, los profetas del Antiguo Testamento exhortaban a los Ángeles a alabar a Dios: “¡Bendecid al Señor, todos sus Ángeles, guerreros poderosos que ejecutáis sus órdenes apenas oyen la voz de su palabra!, ¡Bendigan al Señor, todos sus ejércitos, sus servidores, los que cumplen su voluntad!” (Sal 103,20-21). Israel anhelaba unirse a este canto, como si esta oración fuera testigo en la sinagoga: Tú, ¡oh Señor!, eres Santo, y Santo es Tu Nombre, bendito seas Señor, Dios Santo. Santificaremos Tu Nombre en el mundo, como los Serafines lo santifican en los cielos altísimos.
En el Nuevo Testamento, encontramos al Querubín (que Ezequiel vio primero como portador de la gloria y poder purificador de Dios), entonando –primero solo- el “Santo, Santo, Santo, es el Señor Dios, el Todopoderoso, el que era, el que es y el que viene” (Ap 4,8). En este himno al Creador, los 24 ancianos (que representan a la humanidad) dan su aprobación: “Tú eres digno, Señor y Dios nuestro, de recibir la gloria, el honor y el poder. Porque has creado todas las cosas: ellas existen y fueron creadas por tu voluntad” (Ap 4,11).
Después de que el Redentor ascendió triunfante y se sentó a la derecha del trono de Dios, los Querubines y los veinticuatro ancianos se postraron simultáneamente ante el Cordero; “Cada uno tenía un arpa, y copas de oro llenas de perfume, que son las oraciones de los Santos. Y cantaban un cántico nuevo, diciendo: “Tú eres digno de tomar el libro, y de abrir sus sellos; porque tú fuiste inmolado, y con tu sangre compraste para Dios a hombres de toda tribu y lengua, pueblo y nación; Tú has hecho de ellos un Reino sacerdotal para nuestro Dios, y ellos reinarán sobre la tierra”. Y después oí la voz de una multitud de Ángeles que estaban alrededor del trono, de los Seres Vivientes y de los Ancianos. Su número se contaba por miles y millones, y exclamaban con voz potente: “Digno es el cordero que fue inmolado de recibir el poder y la riqueza, la sabiduría, la fuerza y el honor, la gloria y la alabanza”. Y a todas las creaturas que hay en el cielo, sobre la tierra, debajo de la tierra, y en el mar, y a todas las cosas que hay en ellos, oí que decían: “Al que está sentado en el trono, y al cordero, la alabanza, el honor, la gloria, y el imperio por los siglos de los siglos.” Y los cuatro vivientes decían: “Amén”. Y los ancianos se postraron y adoraron.” (Ap 5,8ss).
Por consiguiente, bendecimos mejor el Nombre del Padre en unión con los Ángeles en Cristo y por medio de Cristo, nuestro Sumo Sacerdote: «nadie va al Padre sino por Mí” (cf. Jn 14,6).
Este pasaje del Apocalipsis ha inspirado a la liturgia de la Iglesia desde el principio. Y el Vaticano II enseña: “En la liturgia terrena pregustamos y tomamos parte en aquella Liturgia celestial, que se celebra en la santa ciudad de Jerusalén, hacia la cual nos dirigimos como peregrinos, y donde Cristo está sentado a la diestra de Dios como ministro del santuario y del tabernáculo verdadero; cantamos al Señor el himno de gloria con todo el ejército celestial” (SC 8). En todas las misas, pedimos a Dios que una nuestras voces a los Ángeles en su himno interminable de alabanza: “Santo, Santo, Santo”. Esta es la expresión del querer de la Iglesia para ser asociada y unida a los Ángeles en la celebración de la Sagrada Liturgia. En el rito siro-malabar, el cual es celebrado en el sur de la India, esta unión con los Ángeles en alabanza, recibe una maravillosa expresión al principio de cada Misa. Nótese cómo en esta oración, se entrelaza el himno de los Ángeles de Navidad, “Gloria in excelsis Deo”, con el “Sanctus” y con la primera petición del “Padre nuestro”:
“¡Gloria a Dios en las alturas! Amén.
Y en la tierra, paz y firme esperanza
A los hombres de todos los tiempos,
Por los siglos de los siglos. Amén.
Padre Nuestro en el cielo,
Santificado sea Tú nombre;
Venga tu reino:
Santo, Santo, Santo, eres Tú
Padre Nuestro en el cielo,
Los cielos y la tierra
Están llenos de la grandeza de Tu gloria.
Los ángeles y los hombres te aclaman diciendo:
Santo, Santo, Santo, eres Tú!”
Alabanza con los Serafines
Santa Margarita M. Alacoque:
“Una vez, cuando las hermanas estaban ocupadas haciendo su trabajo, me retiré a un pequeño jardín cerca del Santísimo Sacramento. Allí hice mi trabajo de rodillas, e repentinamente me encontré en un completo recogimiento interior y exterior. Al mismo tiempo se me mostró el Corazón amable de mi adorado Jesús, más resplandeciente que el sol. Estaba en medio de las llamas de Su amor puro y rodeado de Serafines, que cantaban en una armonía admirable: “El Amor triunfa, el amor goza, el amor del Sagrado Corazón regocija”. Y estos espíritus benditos me invitaron a unirme a sus alabanzas a este Corazón Divino, pero no me atreví a hacerlo. Ellos me reprendieron por esto, diciéndome que ellos habían venido a unirse conmigo para rendir un homenaje perpetuo de amor, de adoración y alabanza a Él y para este fin, ellos tomarían mi lugar ante el Santísimo Sacramento para que, por su mediación, yo pudiera amarle sin cesar, mientras ellos participaban en mi amor, sufriendo en mi persona, tal y como yo me deleitaba en la de ellos.
Al mismo tiempo, ellos inscribieron esta alianza con letras de oro y con caracteres imborrables de amor en este Sacratísimo Corazón. Esto duró como por dos o tres horas, fueron dos los efectos que experimento a lo largo de mi vida: la asistencia que recibí, y la dulzura que me produjo y que me sigue produciendo…Y cuando les rezo, en adelante no los llamo por ningún otro nombre, excepto por mis socios celestiales. Esta gracia me produjo tal anhelo por la pureza de intención y una concepción tan alta de la pureza que uno debe tener para comunicarse con Dios, que comparado con esto, todo lo demás me parece impuro” (Cf. Autobiografía, traducida del alemán).