CC65 Padre nuestro -Reino

La belleza del Reino: El regalo del Padre

“Padre nuestro que estás en el cielo,… venga a nosotros Tu Reino!”.

Esta es la segunda petición ardiente que elevamos confiadamente a nuestro Padre celestial.

El Reino futuro ya tiene su principio en esta vida en Cristo. Se nos manifestó muy de cerca, en la Encarnación, cuando el Hijo de Dios fue plantado, de hecho, en el campo del mundo. El Reino es anunciado en los evangelios como su tema principal; realmente, Cristo proclamó el Reino desde el inicio de Su ministerio: “El tiempo se ha cumplido, el Reino de Dios está cerca. Conviértanse y crean en el Evangelio” (Mc 1,15; cf. CIC 2816) y habla del Reino en 90 ocasiones diferentes en el transcurso de los evangelios. El Reino de Dios se inaugura de forma definitiva por el misterio Pascual de la muerte y resurrección de Cristo, y está presente dentro de nosotros y en medio de nosotros en la Santa Eucaristía (cf. CIC 2816).

El Reino es el objeto de todas nuestras esperanzas, el objeto propio y formal de la virtud teologal de la esperanza: “Si me olvido de ti, Jerusalén, que se me paralice la mano derecha; que se me pegue la lengua al paladar, si no me acuerdo de ti; si Jerusalén no es para mí, mi mayor alegría” (Sal 136,5ss). Antes que cualquier otra cosa, deberíamos buscar el Reino de Dios y su justicia, confiados en que todo lo demás nos será concedido. (cf. Mt 6,33). Podemos rogar al Padre con confianza por este regalo esencial de gracia, ya que sabemos que El creó el mundo precisamente para guiarnos hacia Su Reino: “No temas, pequeño rebaño, porque el Padre de ustedes ha querido darles el Reino” (Lc 12,32). Realmente, el Hijo nos invita: “¡Venid, benditos de Mi Padre, tomad posesión del Reino que ha sido preparado para ustedes desde el principio del mundo!” (Mt 25,34).

Que gran aprecio deberíamos tener por el Reino de Dios. Nuestro Señor lo compara con un tesoro escondido en un campo (Mt 13,43) y con una perla inapreciable (Mt 13,45), por la cual deberíamos vender prontamente todo lo que tenemos. San Pablo, quien antes persiguió a la Iglesia, una vez que conoció a Cristo, consideró todo lo demás, como mera basura. (cf. Flp 3,8).

El crecimiento del Reino: la Misión del Hijo

Espiritualmente, el Reino de Dios ya está presente en medio de nosotros (cf. Lc 17,21; 10,9.11.20). Es sembrado en nosotros por medio de la palabra de Dios y germina por la fe: “La Buena Nueva del Reino de Dios es predicada”(Lc 16,16) y, “a todos los que la recibieron, a los que creen en su Nombre, les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios(Jn 1,12). El Reino echa raíz en nosotros sacramentalmente, con la gracia del bautismo: “el que no renace del agua y del Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios” (Jn 3,5). Y así, esta realidad espiritual crece dentro de nosotros: “¡Quiso Dios darles a conocer cuál es la riqueza de la gloria, que reservaba en su plan misterioso,… que es Cristo entre ustedes, la esperanza de la gloria!” (Col 1,27).

Desafortunadamente muchas, muchas almas aún no han progresado, en la vida espiritual, al punto que puedan penetrar y saborear íntimamente la belleza del Reino – “¡Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni vino a la mente del hombre, lo que DIOS ha preparado para los que le aman!” (1 Cor 2,9) – pero todos están invitados a “probar y ver qué bueno es el Señor” (Sal 33,9). A Sus amigos íntimos, Cristo revela todo lo que el Padre le dio a conocer (cf. Jn 15,15): “¡A nosotros, sin embargo, Dios nos lo ha revelado por medio del Espíritu, pues el Espíritu escudriña todo, hasta lo más profundo de Dios!” (1 Cor 2,10). Es en la comunión con Dios que el alma, ya en esta vida, puede recibir una pregustación del cielo: “Lo que hemos visto y oído, se los damos a conocer, para que vivan en comunión con nosotros, con el Padre y con Su Hijo Jesucristo. Les escribimos esto para que nuestra alegría sea completa” (1 Jn 1,3s). Esta experiencia de Dios inflama a las almas con el anhelo por el Reino de Dios, por cuya venida rogamos ardientemente.

El reto del Reino

Aunque el Reino de Dios es un don divino, es también nuestra futura recompensa, la recompensa a una rectitud moral. Pero requiere fe –“sin fe es imposible agradar a Dios” (Heb 11,6). Requiere virtud y resistencia: “imiten a aquellos que por su fe y su constancia consiguieron lo prometido” (Heb 6,12). Requiere resolución y esfuerzo: “Hijos míos, ¡qué difícil es entrar en el Reino de Dios!” (Mc 10,24), “Es necesario que pasemos por muchas pruebas para entrar en el Reino de Dios” (Hch 14,22).

No todos van a entrar en él; muchos serán rechazados: “Es más fácil para un camello pasar por el ojo de una aguja, que para un rico entrar en el Reino de los cielos” (Mt 19,24). Considérese la tragedia del joven rico, a quien Cristo le ofreció la perfección y los tesoros del cielo, si hubiese abrazado la santa pobreza por causa del Reino: “Cuando oyó esto, se fue triste porque era muy rico.Comentando aquello, Nuestro Señor señala: “un rico difícilmente entrará en el reino de los cielos” (Mt 19,22-23).

El Reino pertenece a los pobres de espíritu (cf. Mt 5,1): “¿No escogió Dios a los pobres de este mundo para hacerlos ricos en la fe, no será para los pobres el Reino?” (St 2,5). Pertenece a los obedientes: “¡No es el que me dice: ‘Señor, Señor’ el que entrará en el Reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de Mi Padre del cielo!” (Mt 7,21). Pertenece a los perseguidos, “quienes son perseguidos por causa del bien” (Mt 5,10). Pertenece a los sencillos y humildes de corazón: “¡Si no cambian y vuelven a ser como niños, no podrán entrar en el Reino de los cielos!” (Mt 18,3).

Finalmente, pertenece a los arrepentidos, el buen ladrón rogó a Jesús: “Señor, acuérdate de mí cuando estés en Tu Reino.” Y Jesús prometió: “¡En verdad, te digo, que hoy mismo estarás conmigo en el paraíso!” (Lc 23,42-43).

Las almas puras buscan y desean la venida del Reino, mientras que los impuros y los pecadores temen su venida, porque no pueden entrar al Reino de Dios: “nada manchado entrara en ella [ciudad de los cielos]” (Ap 21,27).

La realización del Reino: la eficacia del Espíritu

El Padre nos eligió para ser coherederos con Su Hijo en la gloria (cf. Ef 1,4ss). Nuestra esperanza de una felicidad perpetua en el Reino de Dios está firme (cf. Hb 6,19), basada en la promesa divina y en la victoria de Cristo. Por otra parte, hemos sido “sellados con el Espíritu Santo prometido, el cuál es el anticipo de nuestra herencia, así va liberando al pueblo que hizo suyo con el fin de que sea alabada Su gloria” (Ef 1,13,14). La realidad del Reino se encuentra en el desbordamiento del Espíritu Santo: “El Reino de Dios es justicia, paz y alegría en el Espíritu Santo” (Rom 14,17). San Gregorio de Niza – refiriéndose a una variante de esta segunda petición: “Su Espíritu Santo viene a nosotros y nos purifica” – argumenta que la venida del Espíritu Santo constituye el Reino de Dios (cf. Disc. del Padrenuestro, 4-5), y de hecho, Pentecostés es el “nacimiento” de la Iglesia, el Reino de Dios en la tierra. Por Su inhabitación, Dios establece el Reino en nuestros corazones. Ese es el anhelo de Dios, “Dios tiene sed de que el hombre tenga sed de Él” (CIC 2560).

Por Su gracia, no sólo deseamos que Dios sea santificado en nosotros, sino también que Él habite y reine dentro de nosotros, y anhelamos gozar y participar del reinado soberano de santidad. Queremos compartir Su vida y felicidad. Queremos ver la gloria del Padre con el rostro descubierto (cf. 2 Cor 3,18), para contemplarlo cara a cara, tal cual es – eso será suficiente para nosotros (cf. Jn 14,8) – “esta es la vida eterna … conocerte a Ti, [Padre], único Dios verdadero, y al que enviaste, Jesús, el Cristo” (Jn 17,3). Deseamos el reinado perfecto de Dios en nosotros y en toda la creación: 1) para Su beneficio en amor puro, porque Él nos señaló que “vivamos para alabar Su gloria” (Ef 1,12) – y 2) por el nuestro, “nos gloriamos en la esperanza de compartir la gloria de Dios” (Rom 5,2). A través de esta petición, aprendemos a amarnos en Dios. (cf. St. Thomas Summa. II-II.89,3,c).

El Reino es futuro

¿Qué deseamos cuando rogamos por la venida del Reino? Principalmente deseamos la venida definitiva del Reino al fin del mundo, cuando se establezca definitivamente y se manifieste en toda su gloria y poder (cf. CIC 2818), cuando ya no exista más pecado, y cuando finalmente la muerte haya sido derrotada, cuando Cristo le haya entregado todas las cosas al Padre, para que Dios pueda ser “todo en todos” (1 Cor 15,28). Por lo tanto, esta petición es el “maranatha”, la llamada del Espíritu y de la novia: “¡Ven, Señor Jesús!”, para que Él nos eleve hacia Su gloria eterna (cf. CIC 2817). Fue a partir de este concepto que San Cipriano entendió que, “Incluso puede ser que el Reino de Dios signifique Cristo en persona, al cual llamamos con nuestras voces todos los días y de quien queremos apresurar su advenimiento por nuestra espera. Como lo es nuestra Resurrección, porque resucitar en Él, puede ser también el Reino de Dios porque en Él reinaremos” (San Cipriano, Dom. orat. 13; CIC 2816).

 

La Gracia Santificante: la semilla del Reino

La gracia santificante es la vida de Dios dentro de nosotros; la caridad que engendra es la amistad con Dios en el Espíritu Santo: ”el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado… recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar “Abbá, Padre!. El mismo Espíritu se une a nuestro espíritu, para dar testimonio de que somos hijos de Dios” (Rm 8,15ss). La gracia establece el Reino de Dios en las almas donde Dios reina. Por la gracia del bautismo nos hemos “acercado al monte Sión, a la ciudad (reino) del Dios vivo, a la Jerusalén celestial, y a miríadas de ángeles, reunión solemne y asamblea de los primogénitos inscritos en los cielos… y a Jesús, mediador de una nueva Alianza” (Heb 12,22ss). Por eso, ya aquí y ahora, somos ciudadanos del cielo (cf. Fil 3,20) junto con los Ángeles y santos (cf. CIC 336).

La gracia santificante vivifica nuestra alma, haciéndola hermosa con un divino esplendor y confiriéndole el poder para merecer, para realizar actos que sean dignos y agradables a Dios. Además, “a través de la gracia, entramos en la más íntima y viviente unión con Cristo y con todos los santos, por la que estamos unidos, junto con ellos, a un solo cuerpo místico, cuya alma es el Espíritu Santo. Pero, si en esta unión prevalece la más perfecta comunión en el bien, entonces el tesoro íntegro de los méritos y satisfacciones que Cristo y los santos han acumulado por sus buenas obras y sufrimientos, pertenecen a todos los que están unidos por la gracia… El mérito de los santos es, por un lado, personal. Sin embargo, estamos tan íntimamente unidos a través de la gracia, que su mérito gana también para nosotros, un incremento en la gracia santificante” (M. Scheeben. Glorias de la Gracia, III. c. 12, p. 135). Naturalmente, esto también se aplica a nuestra relación con los Santos Ángeles.

Los Ángeles y el Reino de Dios

Los Siervos del Reino

Los Santos Ángeles tienen un ministerio importante en el Reino de Dios. A través de ellos, el Reino de Dios está en medio de nosotros, porque ellos están siempre presentes entre nosotros. Ellos son los siervos de Cristo, ellos fueron creados por Él y para Él; todos ellos son “espíritus servidores con la misión de asistir a los que han de heredar la salvación” (Heb 1,14; cf. CIC 331). “De aquí que toda la vida de la Iglesia se beneficie de la ayuda misteriosa y poderosa a los ángeles” (CIC 334). Ellos nos iluminan y nos amonestan, ellos nos fortalecen y nos consuelan, infunden en nuestros corazones el fuego de la divina sabiduría (cf. San Juan de la Cruz, Noche Oscura, II. c. 12). Ellos son nuestros guías espirituales y nuestros compañeros a lo largo de todo nuestro peregrinar hacia el Reino (cf. Ex 23,20); son ellos los que guían a las almas de los justos hacia la gloria del cielo (cf. CIC 336) donde brillarán como el sol y serán como Ángeles en la gloria (cf. Mt 13,43; 22,30).

En los Evangelios, los Ángeles se nos presentan como los operarios en el campo [Reino] de Dios (cf. Mt 13,24ff. 38ff); ellos son los pescadores que recogerán las redes en la pesca del Reino (cf. Mt 13,47ff). En el Apocalipsis ellos son los defensores y los protagonistas de la Iglesia quienes con el encargo de Cristo preparan a la Iglesia-novia para el banquete nupcial del Reino (cf. Apc 19,7f). Y finalmente, cuando el Hijo del Hombre venga en Su gloria con Sus Santos Ángeles (cf. Mt 16,27; 25,31; Mk 8,38; Lc 9,26), ellos separarán a los buenos de los malos en el mundo, arrojando a los malos al fuego del infierno (cf. Mt 13,30. 41ff).

El anhelo de los Ángeles por la realización del reino

Ahora podríamos preguntarnos ¿por qué los Ángeles, que son naturalmente mucho más perfectos que nosotros, se alegran tanto con la conversión de un solo pecador (cf. Lc 15,7)? ¿Por qué están dispuestos, incluso ansiosos de venir en nuestra ayuda? La respuesta se encuentra en la naturaleza de la gracia y en el amor de Dios. “Por la naturaleza, deberíamos servir a los Ángeles, que ellos a nosotros. Pero la gracia nos da un rango tal, que incluso los más elevados Ángeles no lo consideran por debajo de su dignidad, sino que ellos mismos se consideran afortunados de poder brindarnos su ayuda. Ellos saben mejor que nosotros que la gracia nos ha elevado a ser verdaderos hijos y novias de nuestro Rey, y eso nos ha dado una dignidad que ellos mismos no poseen por naturaleza. Ellos reconocen en nosotros la sobrenatural imagen de Dios y honran y sirven a Dios mismo en nosotros” (M. Scheeben, Glories of Grace, cap. 2, 12-14).

La justificación, a saber, es la obra más grandiosa de Dios, la revelación más grandiosa de Su amor por nosotros en Cristo. Su alcance excede, afirma San Agustín, la creación del cielo y la tierra, ésta última se acabará, pero la justificación permanecerá por siempre! (Ev. Jo. 72,3; CIC 1994). Cuán anhelantes están los Ángeles por la consumación final de la salvación en Cristo. (cf. Ef 3,10 y 1 Pe 1,12).

“¿Qué maravilla que vengan a nosotros y que Dios nos los envía cuando el Espíritu Santo y toda la Trinidad Bendita vienen al alma para habitar en ella como en un templo? Si el Rey de todos los Ángeles viene a nuestra alma, y con gozo permanece en ella y no se puede separar de ella, ¿cómo pueden Sus seguidores quedarse atrás y no apresurarse a rodear y vigilar el lugar de reposo de su Rey en circuito cerrado?

“La obra de la gracia y de la salvación es tan sublime, que Dios mismo no puede conferir nada más grande a una criatura pura. Ahora, ellos son ‘espíritus auxiliares, enviados para servir, para el beneficio de aquellos que heredarán la salvación’ (Hb 1,14). Cuanto más reconocen la grandeza de la gracia y de la salvación, tanto más comprenden que la bondad tan grande de Dios, es la que nos ha dado estas bendiciones, así como a ellos, cuánto más fielmente entran en los designios de Dios, tanto más ven claramente, cuánto requerimos nosotros, pobres seres, estos dones divinos y con mayor alegría ellos sirven a Dios ayudando a Sus hijos a alcanzar la salvación, su herencia celestial” (ibid.).

La comunión en el Reino

Cuando consideramos que la gratitud, no sólo abre el corazón del Dador para nuevos dones, sino que también dilata del corazón que recibe en generosidad, entonces podemos ver que tan fructífera es la gratitud en la vida espiritual. Tal intercambio es una bella manifestación de amor, el cuál es la vida del Reino.

La gratitud nos liga y nos obliga con nuestros amigos y bienhechores. Ahora, la beneficencia de los Santos Ángeles se incrementa por su presencia y solicitud constantes, por tanto, nuestra deuda es ilimitada y sin plazo. Fue esta reflexión que llevó a San Bernardo a concluir que les debemos reverencia, amistad y gratitud. Como San Pablo exhorta: “Con nadie tengáis otra deuda que la del mutuo amor.” (Rom 13,8).

Matias Scheeben describe bien el efecto saludable que la gratitud hacia los Ángeles tendrá en nuestras vidas: “¡Cuánto deberíamos agradecer a los Santos Ángeles, cuán dispuestos y gozosos deberíamos aceptar su ayuda y utilizarla!, ¡Y qué esfuerzo deberíamos hacer para hacernos dignos de su compañía y permanecer dignos de su ayuda! Llevemos una vida que les agrade, una vida que pueda mantenerse ante el ojo de Dios sin ninguna vergüenza. Cultivemos modales celestiales propios de los hijos de Dios que habitan en la corte celestial. Permitamos que nuestra mente se desvíe de las cosas terrenas y que esté con los Ángeles en el Reino celestial, donde ellos permanecen de pie ante la faz de Dios. Qué nuestro corazón esté atento a sus consejos y dócil a sus sugerencias. Pero sobre todo, sujetémonos firmemente a la gracia, la cual ya aquí en la tierra nos hace conciudadanos y hermanos de los Ángeles y sólo a través de la cual, somos dignos de su compañía y servicio.

La alta estima por la gracia trae consigo la gran honra a los Santos Ángeles. A través de la gracia, entramos en una relación espiritual con ellos ya que ellos poseen la misma gracia. Cuanto más aprendamos a atesorar la gracia, tanto más grande será nuestra estima por los Ángeles, ya que en ellos honramos a los espíritus que son bendecidos con la gracia en un grado mucho mayor que nosotros. Más aún, ellos están confirmados en ella para siempre.”(M. Scheeben, Glorias de la gracia IV, cap. 2, p. 17-18).