María, Madre de DIOS

“El estado al cual Dios eleva a María, para hacerla Madre Suya, es el más excelso que se haya podido conceder a una creatura pura; de tal manera que Dios no podría haberla exaltado más” (San Bernardino de Siena). “La maternidad divina de María es tan excelsa”, escribió San Buenaventura, “que no podría ser superada por nada. Dios pudo haber creado un mundo aún más grande, pero no hubiera podido exaltar tanto a una creatura como lo hizo con Su Madre”. Y puesto que Cristo vino a nosotros mediante el amor y el consentimiento de la santísima Virgen María, es justo y bueno que vayamos hacia Él a través de ella. El año 2000 será inaugurado con la festividad de María, Madre de Dios. Meditemos, entonces, sobre su dignidad y amor, de la mano de los escritos de San Alfonso María de Ligorio.

I. La realeza de María

María es la Reina del universo

Con justicia la santa Iglesia honra a la siempre Virgen María y desea que todos la honren con el glorioso título de “Reina”, pues fue elevada a la condición de Madre de Aquel que es el Rey de reyes. “Si el hijo es rey” -dice San Atanasio-, “con toda razón la madre ha de ser estimada y llamada reina”, pues ella le ha dado la vida. Dice San Bernardino de Siena que “desde el momento en que María dio su consentimiento para ser la Madre del Verbo eterno, mereció ser elevada a la condición de Reina del universo y de todas las creaturas.” El abad Arnoldo de Chartres comenta: “¿cómo habrá de ser separada la Madre de la monarquía del Hijo? De donde se deduce que la gloria del reino no sólo es común entre la Madre y el Hijo, sino también es la misma.”

Y si Jesús es Rey del universo, del universo es igualmente Reina María. “Y como Reina”, escribe el abad Ruperto, “posee por derecho todo el Reino de su Hijo.” Añade San Bernardino de Siena: “cuantas son las creaturas que sirven a Dios, tantas han de ser las que sirvan a María; los ángeles, los hombres y cuanto hay en el cielo y en la tierra, por el solo hecho de estar sujetos al imperio divino, lo están también al dominio de la Virgen. “Por eso el abad Guerrico, dirigiéndose a la divina Madre, dice: “Prosigue, ¡oh María!, prosigue gobernando con toda seguridad; dispón como te plazca de los bienes de tu Hijo, porque, siendo Madre y Esposa del Rey del mundo, te corresponde, en calidad de Reina, el reinado y el dominio.”

María es la Reina de la misericordia

María, por tanto, es Reina. Pero todo el mundo debe saber, para consuelo general, que es Reina suavísima, clementísima e inclinada a dispensarnos bienes, a nosotros, necesitados de misericordia. Por eso la santa Iglesia quiere que la saludemos en el Salve Regina como “Reina y Madre de misericordia”.

Pero María no es Reina de la justicia, para castigarnos, sino solamente de la misericordia, siempre inclinada a ejercerla con los pecadores. Por eso la Iglesia desea que la invoquemos con el glorioso nombre de “Reina de misericordia”. Meditando el gran canciller de París Juan Gerson la sentencia de David: “Estas dos (cosas) escuché: que es de Dios el poder y que es tuya, ¡oh Señor!, la gracia”, dice que, basándose el reino de Dios en justicia y en misericordia, lo dividió el Señor, reservándose Él el reinado de la justicia y entregando el ejercicio de la misericordia a María, y ordenando que toda suerte de misericordia que se dispense a los hombres pase por sus manos y se dispense a su arbitrio. Todo lo cual confirma Santo Tomás en el prefacio a las Epístolas canónicas, diciendo: “Cuando María concibió al Hijo y luego lo dio a luz, obtuvo la mitad del reino de Dios, llegando a ser Reina de misericordia y reservándose Jesucristo el reinado de la justicia.”

El Eterno Padre constituyó a Jesucristo Rey de justicia, por lo que lo hizo Juez universal de todo el mundo. De ahí que el Profeta cantara: “Otorga, ¡oh Dios!, al rey tus poderes, y tu justicia al hijo de reyes”. Comentando estas palabras, dice un docto intérprete: Tú, Señor, diste la justicia a Tu Hijo, porque la misericordia se la habías dado a la madre del rey. Este verso del salmo es aplicado en el Salterio Mariano de la siguiente forma: “Otorga, ¡oh Dios!, al Rey tus poderes y tu misericordia a su Madre.” Y de igual modo, Ernesto, arzobispo de Praga, dice que el Padre Eterno dio al Hijo el derecho de juzgar y castigar, y a la Madre el de compadecer y socorrer a los necesitados de misericordia. Esa fue la razón por la que el profeta David anunció que el mismo Dios, por decirlo así, consagró a María como Reina de misericordia, ungiéndola con el óleo de la alegría, a fin de que todos nosotros, miserables hijos de Adán, nos alegrásemos pensando tener en el Cielo a esta excelsa Reina, ungida con el óleo de la misericordia y de compasión hacia nosotros. Como dijera San Buenaventura: “¡Oh, María, plena de la unción de la misericordia y del óleo de la piedad. Por eso Dios te ungió con el óleo de la alegría.”

Pregunta San Bernardo por qué la Iglesia llama a María “Reina de misericordia”, y responde que para que sepamos que la Virgen abre los tesoros de la misericordia de Dios a quien le place, cuando le place y como le place; así que no hay pecador, por enormes que sean sus pecados, que llegue a perderse si lo protege María. Y aquí exclama San Bernardo: “Y ¿cómo podrías, oh María, rehusar el socorro a los necesitados de misericordia, si eres Reina de misericordia? y ¿quiénes son más súbditos de la misericordia si no lo son los más miserables? Tú eres Reina de misericordia y yo el pecador más necesitado de misericordia de todos; por tanto, has de tener más cuidado de mí que de todos los demás. “Y no digáis, Virgen sacrosanta”, exclama San Gregorio de Nicomedia, “que no podéis ayudarnos por vernos cargados de la muchedumbre de nuestros pecados, pues tenéis tal poder y compasión, que no hay número de culpas que las puedan superar. Nada resiste a tu poder, porque tu Creador, que lo es también nuestro, al honrarte a ti, que eres Su Madre, estima como Suya tu gloria; y el Hijo de Dios, gozándose en tus prerrogativas, escucha tus peticiones como pagando deudas que contigo tuviese.” Lo que equivale a decir que, así como María está infinitamente obligada al Hijo, que la predestinó por Madre suya, el Hijo también lo está a la Madre, que le dio su humanidad; por lo que Jesús, para recompensar cuanto debe a María, gozando de su gloria, la honra de manera particular escuchando siempre sus ruegos.

Confianza en la Reina de Misericordia ¡Cuán grande deber ser, por tanto, nuestra confianza en esta Reina, sabiendo lo poderosa que es ante Dios y lo rica y plena de misericordia, que nadie hay en la tierra que no participe de su compasión y favores! Así lo reveló la misma bienaventurada Virgen a Santa Brígida: “Yo soy -le dijo- Reina del cielo y Madre de misericordia; soy la alegría de los justos y la puerta por donde pasan los pecadores a Dios. No hay pecador en la tierra que viva tan desgraciado que se vea privado de mi misericordia, pues por mi intercesión tienta menos el demonio de lo que tentaría sin ella. Ni hay ninguno tan apartado de Dios que, si me invoca en su ayuda, no pueda volver a Dios y gozar de Su misericordia”.

II. La Madre de Dios es nuestra madre espiritual

Nuestra Madre en la Encarnación

Los devotos de María no la llaman por acaso ni en vano Madre. En dos ocasiones, como enseñan los doctores y los Santos Padres, María vino a ser nuestra Madre espiritual: la primera, cuando mereció concebir en su seno virginal al Hijo de Dios, como asegura San Alberto Magno. Y San Bernardino de Siena lo explica más claramente, diciendo: “cuando la Santísima Virgen dio su consentimiento en la anunciación del ángel, que el Verbo eterno esperaba de ella para hacerse su Hijo, comenzó desde entonces a pedir a Dios con tan inmenso cariño por nuestra salvación y a interesarse de tal modo por nuestra salvación, que desde aquel instante nos llevó en su seno como la madre más amorosa.”

Nuestra Madre bajo la Cruz

La segunda ocasión en que María llegó a ser nuestra Madre espiritual fue cuando en el Calvario ofreció al Eterno Padre, con tanto dolor de su corazón, la vida de su querido Hijo por nuestra salvación; por lo que atestigua San Agustín, “entonces, habiendo cooperado con su amor a que nacieran los fieles a la vida de la gracia, se convirtió en madre espiritual de todos nosotros, que somos miembros de nuestra cabeza, Cristo Jesús.” Eso quiere decir lo que se aplica a la Santísima Virgen en el Cantar de los Cantares: “me pusieron a guardar las viñas, ¡mi propia viña no la he guardado!” (Ct 1,5). María, para salvar nuestras almas, consintió en entregar a la muerte la vida de su Hijo; María, para salvar a muchas almas, entregó la suya a la muerte. Y ¿quién era el alma de María más que su amado Jesús, toda su vida y todo su amor? Por eso precisamente le anunció Simeón que llegaría el día en que su bendita alma habría de ser traspasada por una dolorosísima espada: lo que hizo la lanza cuando traspasó el costado de Jesús, que era el alma de María. Entonces fue también cuando María, con sus dolores, nos engendró a la vida eterna, por lo que todos nos podemos llamar hijos de los dolores de María. Esta amorosísima Madre nuestra estuvo siempre y completamente unida a la voluntad divina; por lo cual dice San Buenaventura que, al considerar el amor del Eterno Padre a los hombres, que llegó a entregar a su Hijo por nuestra salvación, y el amor del Hijo, que quiso morir por nosotros, para conformarse con este excesivo amor del Padre y del Hijo al género humano, consintió también de buen grado en que su Hijo muriese, a fin de que nosotros lográsemos salvarnos.

III. María, Madre del Amor Hermoso

La hermosura de su amor

“Yo soy la Madre del amor hermoso” (Sir 24,17/24). La Iglesia aplica estas palabras a María, porque su amor, que hermosea nuestras almas a los ojos de Dios, la inclina a recibirnos por hijos, como una Madre amorosa. Y ¿qué madre ama a sus hijos y se interesa por su felicidad como tú, dulcísima Reina nuestra, que nos amas y procuras nuestro bien?

Su amor infunde confianza

María recibe como a hijos, a todos aquellos que lo deseen. ¿Qué temor tienen de perderse si esta Madre los defiende y los protege? San Buenaventura decía que todo el que ama a esta buena Madre y confía en su protección debe animarse y exclamar: “¿Qué temes, alma mía? ¿No ves que la causa de tu salvación eterna no ha de perderse, estando, como está, la sentencia en manos de Jesús, tu hermano, y en manos de María, Madre tuya?” Y San Anselmo, lleno de júbilo, con el mismo pensamiento, nos anima prorrumpiendo con estas palabras: “¡Dichosa confianza y seguro refugio! ¡La Madre de Dios es también Madre mía! ¿Con cuánta certidumbre debemos, pues, esperar, ya que nuestra salvación depende de tan buen Hermano y del arbitrio de tan compasiva Madre?”

Así pues, sólo por el amor que nos tiene, se ha inclinado a hacerse Madre nuestra y se gloría, como dice un autor, de ser Madre de amor, porque habiéndonos recibido por hijos, es toda amor para con nosotros.

Los motivos de su amor

Consideremos los motivos de este amor, para que entendamos mejor cuánto nos ama esta cariñosa Madre.

El primer motivo del amor que María profesa a los hombres es el gran amor que profesa a Dios. El amor a Dios y el amor al prójimo, en expresión de San Juan, caen bajo el mismo mandamiento: “Y hemos recibido de Él este mandamiento: quien ama a Dios, ame también a su hermano” (1 Jn 4, 21), de modo que uno crece a medida que crece el otro. Por eso, ¿qué no han hecho los santos, insignes amadores de Dios, por el amor del prójimo? Por el desmesurado amor con que amaban a Dios, se vieron impulsados a hacer cosas heroicas y maravillosas por su prójimo. ¿Quién amó a Dios más que María, si lo amó en el primer instante de su existencia más que cuanto lo amaron todos los ángeles y santos juntos en el curso de su vida?

La misma Santísima Virgen reveló a sor María del Crucificado que era tanto el incendio de amor que le abrasaba hacia Dios, que, si el Cielo y la tierra lo sintieran, quedarían en un instante consumidos; de donde concluía que, en comparación de su amor, los ardores de todos los serafines eran tan sólo como refrescantes auras. Luego, si entre todos los espíritus bienaventurados no hay ninguno que venza a María en el amor a Dios, tampoco hay ni puede haber quien, después de Dios, nos ame más que ésta nuestra amorosísima Madre. Si se reuniera el amor de todas las madres a sus hijos, de todos los esposos a sus esposas y de todos los santos y ángeles a sus devotos, no igualaría al amor que María profesa a una sola alma.

Un segundo motivo de por qué nos ama tanto nuestra Madre es porque su amado Jesús, poco antes de morir, nos encomendó a ella como hijos: “Mujer, ahí tienes a tu hijo” (Jn 19, 26).

Un tercer motivo de su enorme amor hacia nosotros es porque le costamos sumos dolores. Las madres suelen amar preferentemente a aquellos hijos que más trabajos y dolores les han costado. Nosotros somos los hijos a quienes María alcanzó la vida de la gracia, habiendo para ello de pasar por la pena de entregar por sí misma a la muerte a su amado Jesús, consintiendo por nuestro amor en verle morir en su presencia en medio de los tormentos más atroces. De esta sublime inmolación ofrecida por María, nacemos al presente a la vida de la divina gracia; de lo cual se deduce que somos hijos carísimos, pues tantos dolores le hemos costado. Así como del amor que el Padre Eterno tuvo a los hombres al entregar por ellos a Su mismo Hijo, está escrito: “Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo unigénito” (Jn 3,16), así también se puede decir de María que de tal manera nos amó María, que entregó por nosotros a su único Hijo. “Este amor de María, dice San Buenaventura, nos está obligando a corresponderle con amor, porque nos ha dado la mayor prueba de amor dándonos a su Hijo único, a quien amaba más que a sí misma”.

De aquí surge un cuarto motivo de por qué María nos ama tanto. Ella sabe que el precio de nuestra liberación fue la sangre de Cristo. Sobrado conoce María que su Hijo vino tan sólo a la tierra para salvarnos a nosotros, como Él mismo dijo: “He venido a buscar y salvar lo que estaba perdido” (Lc 19,10); y para salvarnos, ni siquiera se perdonó la vida: “siendo obediente hasta la muerte” (Flp 2,8). Si María nos amara poco, demostraría estimar también en poco la sangre del Hijo, que es el precio de nuestra Redención.

El amor especial de María hacia sus devotos

Pero, si María es tan benigna con todos, aun con los ingratos y negligentes que la aman poco y descuidan el acudir a ella, ¿cuánto más amorosa se mostrará con cuantos la aman de veras y la invocan a menudo?” Se anticipa a darse a conocer a los que la anhelan. Quien madrugue para buscarla, no se fatigará” (Sab 6,13). ¡Con cuánta facilidad hallan a María sus amadores y la encuentran llena de piedad y de amor! “Yo amo a los que me aman y los que me buscan me encontrarán” (Pr 8,17). Y aun cuando la amantísima Señora ame a todos los hombres como a hijos, sin embargo ella distingue y ama a quienes la aman con mayor ternura. Una vez que María es hallada, encuentra el hombre todos los bienes; pues ella misma ama a quienes la aman y se pone al servicio de aquellos que la sirven.

Cómo hemos de amar a María

Amemos a María como la amó el Beato Hermann Joseph, que la llamaba la esposa de sus amores, porque la misma María Santísima le había honrado con el apelativo de esposo. Amémosla como la amaba un San Felipe Neri, que con sólo pensar en ella experimentaba tal consuelo, que la llamaba sus delicias. Llamémosla nuestra enamorada, como San Bernardino de Siena, que diariamente visitaba una devota imagen suya y declaraba su amor con tiernas conversaciones con su Reina. Amémosla como San Luis Gonzaga, que ardía tanto en su amor, que, apenas oía el nombre de su querida Madre, se le encendía de pronto el corazón en llamas y las llamas le inflamaban el rostro. Amemos a María como muchos de sus siervos, que nunca dejaron de hacer lo suficiente para manifestarle su amor.

El mayor don del amor

Razón tenía el autor del Salterio Mariano para decir: “¡Felices quienes tengan la suerte de ser siervos fieles y amantes de esta amantísima Madre! Sí, porque nuestra agradecidísima Reina nunca se deja vencer en puntos de amor por sus devotos. María, imitando en esto a su santísimo Hijo, Jesucristo, con sus beneficios y favores devuelve, a quien le ama, el amor por duplicado.”

María, como dijo el abad De Celle, es “el tesoro de Dios y la administradora de las gracias”. San Gregorio Taumaturgo la denominó como la “llena de gracia, pues en ella se encuentran escondidos todos los tesoros de la gracia”. San Buenaventura, a la luz del pasaje evangélico del tesoro en el campo dice que “nuestra Reina es ese campo en el que está escondido Jesucristo, el tesoro del Padre”. A este respecto San Bernardo afirma que nuestro Señor “depositó en María la plenitud de la gracia para que sepamos que la esperanza, la gracia o cualquier otro bien que poseamos, nos ha venido a través de ella”.

El primero y mejor de los dones es el Niño Jesús mismo, que María nos regala con agrado, pues Cristo es el don del Padre a la humanidad. Que Él, junto con María, nuestra Madre celestial, nos conduzca al nuevo milenio en la plenitud de la gracia, la paz y la alegría.