Rara vez alguien se ha dedicado más profundamente al orden sacerdotal que Santa Teresa del Niño Jesús. Raramente un alma dedica la vida tan fervientemente a la santificación y salvación de los sacerdotes, a través de la oración y la penitencia. Al leer y reflexionar cuidadosamente sobre sus escritos, uno tiene la impresión de que la Divina Providencia la había destinado sobre todo, a ser «apóstol de los apóstoles», como se llamaba a sí misma. El papa Pío XI confirmó su veredicto al declarar a su Patrona de los Misioneros en 1927, solo dos años después de su canonización. El mismo papa ya la había asignado en 1926 como patrona de la Sociedad Pontificia de San Pedro Apóstol, que todavía hoy se dedica a la formación del clero. Su ardiente amor y fervor por los sacerdotes es una gran inspiración para todos los que están comprometidos a orar por ellos.
Su misión en la Iglesia comenzó a la edad de catorce años, cuando al final de una misa dominical, una imagen de Nuestro Señor en la Cruz había salido a medias de su libro de oraciones, mostrando una mano divina perforada y sangrando. La vista de la mano sangrante de Nuestro Señor le causó gran dolor. Ella escribe: «Mi corazón se desgarró de dolor al ver que la Preciosa Sangre había caído al suelo, y a nadie le importaba atesorarla mientras caía». Este fue un momento decisivo en su vida. Profundamente marcada por este «desperdicio» de la gracia divina, decidió pasar el resto de su vida: En espíritu al pie de la Cruz, [para] recibir el rocío Divino de la salvación y verterlo sobre las almas. Desde ese día, el grito de mi Salvador moribundo: «¡Tengo sed!», resonó incesantemente en mi corazón y encendió un celo ardiente hasta ahora desconocido para mí. Mi único deseo era dar de beber a mi Amado. Me sentía consumida por la sed de las almas, y anhelaba a toda costa, arrebatar a los pecadores de las llamas eternas del infierno. (Story of a Soul, capítulo V; en adelante, Story)
Poco después, mientras ofrecía los méritos de Nuestro Señor con toda la fuerza de su ser, para la salvación del alma del famoso criminal, Pranzini, le pidió a Dios una señal, una confirmación de que este deseo provenía verdaderamente de Dios. Su pedido fue maravillosamente concedido; momentos antes de su ejecución, Pranzini agarró el crucifijo que le ofreció un sacerdote y lo besó tres veces.
Hasta este momento, la idea de orar por los sacerdotes nunca llegó a la mente de Teresa, porque sus almas «le parecían puras como el cristal». Su punto de vista cambió cuando en 1887, participó en una peregrinación a Roma; alrededor de 75 de los peregrinos eran sacerdotes. Vivir codo a codo con tantos sacerdotes durante un mes, la golpeó profundamente, pues «a pesar de que la sublime dignidad del sacerdocio los eleva más que a los ángeles, aun así, no dejan de ser hombres débiles e imperfectos». Por lo tanto, se dio cuenta de que incluso los sacerdotes buenos y santos a quienes Cristo llama «sal de la tierra», necesitan mucha oración. Y si los sacerdotes «santos» necesitan mucha oración», ¿qué debemos pensar de los tibios? ¿No ha dicho Nuestro Señor: «Si la sal pierde su sabor con qué puede ser salada?» (Mt 5,13) «(Historia, VI).
Solo la oración y el sacrificio intensos por ellos, pueden convertir a los sacerdotes tibios y hacer posible que vuelvan a su primer amor por Cristo. Los sacerdotes que están llamados a servir al pueblo de Dios, y que por lo tanto también deben ocuparse de muchos otros asuntos, tales como la administración, la participación en eventos sociales y similares, permanecen inmersos en el mundo, con lo cual, nunca pierden su fragilidad humana, permanecen sujetos a todo tipo de tentaciones y pruebas.
La Pequeña Flor entendió claramente, como nunca antes, que el propósito principal de los Carmelitas reformados era «preservar la sal de la tierra«. Dirigiéndose a la madre superiora, escribe: «Ofrecemos nuestras oraciones y sacrificios por los apóstoles del Señor; nosotros mismos deberíamos ser sus apóstoles, mientras que ellos, por palabra y ejemplo, predican el Evangelio a nuestros hermanos. ¿Tenemos acaso una misión más gloriosa por cumplir?» (Historia, V).
Después de entrar en la Orden de los Carmelitas Descalzos, su deseo de rezar y ofrecerse por la salvación de las almas, especialmente de los sacerdotes, aumentó constantemente, lo que la hizo compartirlo con los demás. En 1889, a la edad de dieciséis años, le escribió a su hermana Céline varias cartas para conquistarla para esta misión:
Seamos apóstoles…salvemos especialmente las almas de los sacerdotes; estas almas deberían ser más transparentes que el cristal… Ay, cuántos malos sacerdotes, sacerdotes que no son lo suficientemente santos… Oremos, suframos por ellos, y en el último día, Jesús estará agradecido. ¡Le daremos almas! Céline, ¿entiendes el grito de mi alma? (Cartas, 94)
Ah! Céline, siento que Jesús nos está pidiendo a las dos que apaguemos su sed dándole almas, especialmente las almas de los sacerdotes. Siento que Jesús quiere que te diga esto, porque nuestra misión es olvidarnos de nosotras mismas y reducirnos a nada. …Somos tan insignificantes… y, sin embargo, Jesús quiere que la salvación de las almas dependa de los sacrificios de nuestro amor. ¡Nos está rogando almas! (LT 96)
[En vísperas del año nuevo de 1889 ella escribió]: Céline, si lo deseas, vamos a convertir almas; ¡Este año, debemos formar muchos sacerdotes que amen a Jesús! ¡Y quien lo trate con la misma ternura con que María lo trató en su cuna! «(LT 101)
En la víspera de su última profesión, el 8 de septiembre de 1890, hizo de su misión parte de su compromiso religioso: “En el examen solemne antes de mi profesión, declaré, como era costumbre, la razón de mi ingreso al Carmelo: «He venido a salvar almas, y especialmente a rezar por los sacerdotes” (Historia, VII). A pesar de su corta edad, ella no era ingenua o sentimental, sino plenamente consciente del precio que debía pagarse: «Uno no puede alcanzar el fin sin adoptar los medios, y Nuestro Señor me hizo comprender, que sería por la cruz que él me daría almas» (Historia, VII).
En 1891 le escribió a Céline sobre Hyacinth Loyson, un ex provincial de los Carmelitas que apostató contra la Iglesia, lo que causó un gran escándalo en toda Francia. Para ella, él era «más culpable que cualquier otro pecador que se hubiera convertido» (LT 129). Pero también estaba convencida de que «la confianza hace milagros» y que «no son nuestros méritos sino los de nuestro Esposo, que a la vez son nuestros, los que ofrecemos a nuestro Padre que está en el cielo». Además, ella mantuvo un gran respeto por aquel sacerdote a pesar de sus pecados; mientras que el público lo llamó «monje renegado», ella lo llamó «nuestro hermano, un hijo de la Santísima Virgen» (LT 129). Santa Teresa había rezado por él la mayor parte de su vida religiosa, el 19 de agosto de 1897, para la fiesta de San Jacinto, ella ofreció su última comunión por su salvación. Se sabe que Loyson se convirtió en 1912, catorce años después, ya en su lecho de muerte.
Ella misma tenía un inmenso deseo de ser sacerdote misionero. Aunque en realidad no podía convertirse en sacerdote, tenía un corazón «sacerdotal»:
¡Siento la vocación de sacerdote! ¡Con qué amor, Jesús mío, te llevaría en mis manos cuando mis palabras te bajaran del cielo! ¡Con qué amor te daría a las almas! … Yo viajaría a todas las tierras para predicar Tu nombre. … Una sola misión no satisfaría mis anhelos. Difundiría el Evangelio hasta los confines de la tierra, incluso hasta las islas más lejanas. Sería un misionero, no solo por unos pocos años, sino, si fuera posible, desde el comienzo del mundo hasta la consumación del tiempo» (Historia, XI).
Estaba claro que no podía ser ordenada sacerdote. Impulsada por su deseo aparentemente interminable de trabajar para la Iglesia, finalmente encontró su vocación aún más sublime que abarca y nutre todas las demás vocaciones en la Iglesia: «¡En el corazón de la Iglesia, mi Madre, seré AMOR!». Ella consideró su vocación «más alta que la de la palabra hablada [ser misionera]». Le escribió a su hermana Céline: «Es para nosotras por oración, entrenar a los trabajadores [sacerdotes] que difundirán las buenas nuevas del Evangelio, y que salvarán innumerables almas, las almas para quienes seremos las madres espirituales. ¿Qué entonces, tenemos que envidiar a los sacerdotes del Señor?» (LT 135)
Desde la infancia, Teresa tenía el anhelo de tener un «hermano sacerdote» (Historia, XI). Todos sus hermanos de sangre habían fallecido a temprana edad y, por lo tanto, lamentó haber sido privada de la alegría de «verlos en el altar». Pero Dios, que responde a los fervientes deseos de un alma pura, fue más allá de su sueño y le dio a sus dos hermanos sacerdotes: el p. Belliere y el p. Roulland, sacerdotes misioneros, que habían acudido al convento carmelita pidiendo oraciones. La madre superiora eligió a Santa Teresa como su madre espiritual. Así comenzó un nuevo capítulo en su misión eclesial que la llenó de alegría y gratitud abrumadoras. Cariñosamente le escribió al p. Belliere: «Mi gratitud no es menos grande que la tuya para Nuestro Señor, que me ha dado un hermano pequeño a quien él destina para convertirse en su sacerdote y su apóstol… Es solo cuando llegas al cielo, que sabes, cuán queridos son para mí «(LT 220).
Para Teresa, los dos adoptados eran sus «hermanos», de quienes se sentía responsable y que ahora ocupaban un lugar importante en su vida, «totalmente consciente de mis obligaciones, me puse a trabajar y me esforcé por redoblar mi fervor… Sin duda, es mediante la oración y el sacrificio que podemos ayudar a nuestros misioneros «(Alma, XI). Al p. Roulland escribió, que creía que Dios la quería y la creó para ser su hermana» (LT 193). Ser asignada como «hermana» a sus hermanos sacerdotes, no era simplemente una coincidencia o una elección propia, era la voluntad de Dios desde toda la eternidad, que ella, por sus oraciones y sacrificios, «inyectara» vida y gracia en la vida y misión de los sacerdotes. Como dice San Agustín: «Todo lo bueno que se hace en la Iglesia, incluso por los pontífices, se lleva a cabo por la acción secreta de las almas en oración repartidas por todo el mundo». Al final de su corta vida, ella aseguró a sus “hermanos”, que no los olvidaría:
Seré más útil en el cielo que en la tierra. … [Le] agradeceré al Señor por darme los medios para ayudarlos de manera más eficaz en sus obras apostólicas. Realmente cuento con no permanecer inactiva en el cielo. Mi deseo es aún trabajar por la Iglesia y por las almas. … ¿No están los ángeles continuamente ocupados con nosotros sin que dejen de ver el Rostro divino? … ¿Por qué Jesús no me permitiría imitarlos? (LT 254)
Si la Iglesia alguna vez declarara a una santa como la Patrona de la Maternidad Espiritual por los Sacerdotes, después de Nuestra Señora, nadie merecería este título más apropiadamente que Santa Teresa del Niño Jesús. En el cielo tenemos un modelo y la colaboradora más poderosa en nuestra vocación de ser madres espirituales, hermanas o hermanos en la Cruzada por los Sacerdotes. Como lo prometió, en el cielo ella está trabajando aún más activamente por la santificación de los sacerdotes como lo hizo mientras vivía en la tierra. Ella ciertamente desea unir todos sus esfuerzos desde el cielo al nuestro por el bien del sacerdocio. Invoquémosla a menudo y sigamos su ejemplo, para que en el amor de Jesucristo y de su Madre, crezcamos aún más en nuestra sublime vocación de ser «apóstoles de los apóstoles» para la salvación de las almas. Santa Teresa, ayúdanos y reza por nosotros.
1 Santa Teresa de Lisieux, Historia de un alma, capítulo V.