A través de los siglos hasta la actualidad, la Iglesia, especialmente en el rito latino, ha afirmado continuamente los grandes beneficios y la fecundidad espiritual de un sacerdocio completamente configurado con Cristo en el celibato. El papa Benedicto también ha afirmado en su última exhortación apostólica, Sacramentum Caritatis, «si bien respeta la práctica y tradición diferentes de las Iglesias orientales, es necesario reafirmar el profundo significado del celibato sacerdotal, que con razón se considera un tesoro invaluable, y es también confirmado por la práctica oriental de elegir a los obispos [aquellos que poseen la plenitud del sacerdocio] solo de entre las filas del celibato» (SCar, 24). El celibato, por lo tanto, es un «tesoro», un regalo de Dios, sobre el cual se debe reflexionar y nuevamente debe ser apreciado en la Iglesia hoy.
Fulton Sheen comentó una vez, sobre el surgimiento de una cierta crisis dentro del sacerdocio, en los tiempos modernos, precisamente por la existencia intentos por «divorciar el sacerdocio de la víctima de Cristo». Muchos están dispuestos a servir con Cristo, a través de la administración de los sacramentos o del consejo a los necesitados, pero les resulta difícil hacer lo pertinente a la hora de sacrificarse, de entregarse completamente a Cristo por las necesidades y la santificación de la Iglesia. Se ha propuesto una solución ante los recientes escándalos que defienden esta mentalidad de separar definitivamente el sacerdocio del sacrificio personal, del don total de uno mismo, introduciendo la posibilidad del matrimonio en el sacerdocio de la Iglesia occidental.
Sin embargo, esta propuesta no aborda la causa del problema de los sacerdotes impuros, solo los síntomas. La causa de los escándalos ya está profundamente arraigada en nuestra cultura, donde el cuerpo humano se ha reducido a un mero objeto de placer y de disfrute, separado del concepto de la unión espiritual entre las personas. Hasta que la sexualidad humana y el matrimonio sean vistos a la luz positiva de la revelación y el pacto divino, el celibato no podrá brillar como una realidad humana plena, como un pacto existente y personal con Dios mismo. Solo puede apreciarse y dar fruto cuando se entiende y se abraza como una participación sobrenatural en la relación conyugal de Cristo con la Iglesia. Por lo tanto, la verdadera solución, se encuentra en una profunda revisión sobre la visión católica de la sexualidad humana y el matrimonio a la luz del plan divino. Aunque esto va más allá del alcance de esta carta, el papa Juan Pablo II ofreció la luz guía para esta revisión en sus charlas sobre la Teología del Cuerpo.
Dimensión práctica del celibato
Aquí, sin embargo, queremos considerar este «don» del celibato y el porqué es tan precioso a los ojos de la Iglesia. La mayoría de los fieles reconocen las ventajas prácticas de un sacerdote soltero: la dificultad de administrar una familia y una parroquia simultáneamente, la división del corazón entre la esposa, la familia y los feligreses, los conflictos que surgen en la programación, etc. Una vez más, esta dimensión del celibato, entendido simplemente en términos de «no estar casado», no llega al meollo de la cuestión. «No es suficiente entender el celibato sacerdotal en términos puramente funcionales. El celibato es realmente una forma especial de conformarse con el estilo de vida de Cristo. Esta elección es ante todo esponsal; es una identificación con el corazón de Cristo Esposo que da la vida por su Esposa” (Benedicto XVI, SCar, 24). El celibato en realidad, debe surgir y expresar la unión mística del sacerdote con Cristo y al mismo tiempo con él y en él, expresar su participación en el regalo nupcial de Cristo para la Iglesia.
Participación en la relación conyugal de Cristo con su iglesia
La Iglesia mira al sacerdote para encontrar a Cristo y su amor conyugal. Juan Pablo II dijo: «La Iglesia, como esposa de Jesucristo, desea ser amada por el sacerdote de la manera total y exclusiva en que Jesucristo, su cabeza y su esposa, la amaron. El celibato sacerdotal, entonces, es el don de sí mismo, en y con Cristo para su Iglesia, y expresa el servicio del sacerdote a la Iglesia en y con el Señor» (Pastores Dabo Vobis, 29). La razón principal del celibato sacerdotal es por lo tanto, el llamado a la total configuración interior o la conformación con Cristo, que amó a la Iglesia hasta el final. Aquellos que faltaron a la castidad, trataron de vivir esta configuración exteriormente sirviendo a otros, administrando los sacramentos, etc., pero habían perdido la fuerza interior y viva del Espíritu, que fluye de una profunda unión con Cristo. Un obispo dijo una vez, que en los casos de los sacerdotes caídos que se encontraba, era claro como el sacerdote había limitado su vida de oración a la misa diaria: sin meditación, sin retiro anual, sin un día ocasional de recogimiento, sin dirección espiritual, con lo cual, se habían convertido como en ramas secas de un árbol.
El celibato sacerdotal debe estar enraizado en un amor total e indiviso por Cristo. La Madre Teresa comenta en un discurso a los sacerdotes sobre el celibato: «No es simplemente una lista de cosas que no se deben hacer, es amor, libertad de amar y ser todo para todas las personas… Jesús pudo haber tenido todo, pero él eligió no tener nada… Como sacerdotes, todos deben ser capaces de experimentar la alegría de esa libertad, no tener nada, no tener a nadie; entonces pueden amar a Cristo con amor indiviso en la castidad». De esta forma, por amor a Cristo el sacerdote abandona todo, incluso a su cónyuge y familia, para poder amar y servir a la Iglesia con el amor conyugal de Cristo. Sin embargo, este «amor de Cristo» debe ser entendido y vivido de una forma mística y bíblica, en una intimidad personal y alegre; de lo contrario, seguirá siendo una fantasía de felicidad abstracta e insatisfactoria.
Necesidad de la unión mística con Cristo
En este sentido, el sacerdote ordenado, habiéndose «sacramentalmente» identificado «con Cristo a través de su ordenación, no solo actúa en persona Christi mientras administra los sacramentos, sino que también está llamado a» ser Cristo «en todo momento para otros, a ser Cristo quien amó a los suyos y se entregó «hasta el fin» (Jn 13, 1). Sin embargo, el sacerdote solo puede «ser Cristo«, en la medida en que es un don total para él, y solo puede ser un regalo para Cristo, cuando comprende que Cristo se ha entregado primero por completo al sacerdote. En este intercambio, Cristo se hace uno con el sacerdote, como él es uno con el Padre. De esta forma, la «identidad» sacramental con Cristo debe complementarse con la identidad mística del sacerdote con Cristo en un vínculo de caridad.
A través de esta unión con Cristo, el sacerdote se convierte con él en el Esposo de la Iglesia y la sirve con solicitud solidaria, se convierte, por así decirlo, en el instrumento de Cristo en y para la Iglesia por la gloria del Padre. «Tú, como sacerdote de Dios, debes ser su instrumento vivo, por lo que siempre debes darle permiso para que haga contigo exactamente lo que quiera para la gloria del Padre. El mismo Espíritu lo invitará a vivir una unidad cada vez más cercana con Jesús, en mente, corazón y acción, para que todo lo que digas y hagas sea para él, con él y en él… Nada ni nadie debe separarte de Jesús, para que puedas decir con San Pablo: “Ya no soy yo quien vivo, sino Cristo que vive en mí» (Madre Teresa).
Objeciones a la vida célibe
A menudo se objeta que el celibato es «antinatural» y, por lo tanto, perjudicial para el equilibrio psicológico y el desarrollo de la personalidad del sacerdote. En primer lugar, es necesario considerar la pregunta con los ojos de la fe. Si Dios llama a hombres y mujeres al celibato, está claro que él proveerá su bienestar como célibes. Aunque el matrimonio proporciona una «ayuda mutua» natural para los cónyuges, las vírgenes consagradas reciben algo más: el amor y la fuerza de Cristo mismo.
En segundo lugar, el hombre es sustancialmente uno, cuerpo y alma. Pero para ser realmente uno, debe haber un orden jerárquico de sus capacidades. Es la razón y el libre albedrío lo que separa y eleva al hombre por encima de los animales. Solo cuando sus instintos corporales estén sujetos a la razón, encontrará la felicidad plena a la que está llamado el hombre.
El hombre, creado a imagen y semejanza de Dios (Génesis 1, 26-27) no es solo carne y sangre; el instinto sexual no es todo lo que tiene; el hombre también es, y de manera preeminente, comprensión, elección, libertad, gracias a estos poderes, es y debe seguir siendo superior al resto de la creación; le dan dominio sobre sus apetitos físicos, psicológicos y afectivos. La verdadera y profunda razón del celibato dedicado es, como hemos dicho, la elección de una relación más cercana y completa con el misterio de Cristo y la Iglesia para el bien de toda la humanidad: en esta elección no hay duda de que los más altos valores humanos, pueden encontrar su máxima expresión. (Pablo VI, Sacerdotalis Coelobatis, 53-54)
En esta intimidad y dedicación total a Dios, el sacerdote encontrará todo el amor, la alegría y el apoyo necesarios para su misión. Pues solo en Dios puede el hombre encontrar su verdadera y perfecta felicidad. Por lo tanto, esta elección no distorsionará su personalidad, sino que la ennoblecerá, dado que vive en una relación directa con la fuente de todo amor y alegría, Dios.
Medios de preservar en el celibato
La dignidad y la fecundidad del celibato, sin embargo, cuando se vive en unión espiritual con Cristo, no asegura que esta virtud sea fácil de adquirir o fácil de preservar en ella. La ordenación no libera automáticamente al sacerdote de todas las pruebas, tentaciones o luchas. El sacerdote debe lidiar con la soledad, el desánimo, las frustraciones y, a menudo, con la tristeza, todos estos factores, muy frecuentemente pueden llevar a la búsqueda de algún consuelo humano. En este contexto, la Iglesia propone al sacerdote muchos remedios para ayudarlo a preservar en su fidelidad: frecuentar los sacramentos, la humildad y la caridad fraterna, las prácticas ascéticas, el equilibrio humano y la vigilancia en las relaciones sociales, la asociación fraternal y el compañerismo con otros sacerdotes, con el obispo, la meditación sobre el misterio de Cristo y la Iglesia, etc.
Sin embargo, ante todo, el sacerdote debe mantener su orante intimidad con Cristo, la fuente de su alegría espiritual y, por lo tanto, de su fuerza. La unión del sacerdote con Cristo en la oración es cultivada especialmente por la Eucaristía. «La espiritualidad sacerdotal es intrínsecamente eucarística… Si se celebra de una manera llena de fe y atenta, la misa es formativa en el sentido más profundo de la palabra, ya que fomenta la configuración del sacerdote con Cristo y lo fortalece en su vocación» (Benedicto XVI, SCar, 80). Además, en la eucaristía, el sacerdote encuentra la fuerza para su don total de sí mismo a Cristo, en la propia entrega de Cristo.
Jesús le dio a este acto de oblación [Su sacrificio en el Calvario], una presencia duradera a través de su institución de la eucaristía en la Última Cena… La eucaristía nos lleva al acto de auto-oblación de Jesús. Más que solo recibir estáticamente el Logos encarnado, entramos en la dinámica de su entrega. (Benedicto VI, encíclica Deus Caritas Est, 13)
En la eucaristía, por lo tanto, el sacerdote también encuentra la fuerza para soportar la víctima sacrificial del sacerdocio de Cristo.
La obligación de los fieles de apoyar a los sacerdotes
Pero el sacerdote no está solo en sus batallas. También nosotros, como miembros del mismo cuerpo de Cristo, somos responsables de él, y estamos obligados a ayudarlo en las luchas que sufre por nuestro bien y el de la Iglesia. El Concilio Vaticano II instó especialmente a la Iglesia a alentar y orar por los sacerdotes, para que sean fieles al don del celibato. «Este sínodo santo no solo pide a los sacerdotes, sino a todos los fieles, que puedan recibir este precioso regalo del celibato sacerdotal en sus corazones y pedirle a Dios que siempre otorgue este regalo a su Iglesia» (Presbiterorum Ordinis, 16).
Con todo lo anterior, nosotros los fieles no debemos lamentar y compadecer la carga del celibato sobre los sacerdotes, sino más bien, alentar y apoyar a nuestros sacerdotes en su noble y libre decisión, de recibir este precioso regalo de Dios para entregarse total y desinteresadamente a Cristo y a Su Iglesia. Tenemos el deber sagrado de rezar diariamente para que permanezcan fieles y firmes en su compromiso. De esta manera, podrán ayudar mejor a los fieles a dirigir sus vidas hacia las cosas celestiales, no solo con sus palabras, sino, lo que es mucho más poderoso, con el ejemplo de la dedicación total de su existencia a Dios. Con este fin, los confiamos especialmente al cuidado de nuestra Santísima Madre, la tierna y solícita Madre de los Sacerdotes. «Ella es la que ayuda a formar a todos los sacerdotes; y nadie puede tener mayor prerrogativa sobre Nuestra Señora que un sacerdote. Y me imagino que ella debe haber tenido, y todavía tiene, un amor muy tierno y una protección especial también para cada sacerdote «(Madre Teresa).