«La Iglesia vive de la Eucaristía» (San Juan Pablo II, Ecclesia de Eucharistia = EcEuch, 1). Así como un niño que rechazara el pecho de su madre se marchitaría y moriría, también aquellos miembros de la Iglesia que pierden su fe y sed de la Eucaristía se convierten en ramas estériles y se mueren. Porque la Sagrada Eucaristía «encierra en síntesis el núcleo del misterio de la Iglesia» (ibid.). Al meditar en este misterio sublime, por lo tanto, queremos renovar y despertar nuestra fe, nuestro primer amor, nuestra sed de la Sagrada Eucaristía y el Santo Sacrificio de la Misa, nuestra admiración y gratitud por este regalo sagrado de Cristo a Su Iglesia. “No sólo como un don entre otros muchos, aunque sea muy valioso, sino como el don por excelencia, porque es don de Sí mismo, de Su Persona en Su santa humanidad y, además, de Su obra de salvación. Ésta no queda relegada al pasado, pues ‘todo lo que Cristo es y todo lo que hizo y padeció por los hombres participa de la eternidad divina y domina así todos los tiempos…’” (ibid., 11, citando el Catecismo 1085). «Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre» (Heb 13, 8).
La Iglesia, como sabemos, nació del misterio pascual: la sagrada Pasión, muerte y Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo. Jesús sacrificó Su vida en obediencia al Padre, y en Su muerte libremente aceptada, hizo la donación total de Sí mismo al Padre para nuestro bien. El Padre aceptó este regalo y Le otorgó a cambio Su «propio regalo paternal … nueva vida inmortal en la Resurrección» (ibid. 13). Jesús da este regalo de la Resurrección a la Iglesia, a quienes por la fe y el Bautismo se unen a Él como Su Cuerpo, a quienes se alimentan de Él en la Sagrada Eucaristía. «Porque Mi Carne es verdadera comida, Mi Sangre es verdadera bebida» (Jn 6, 55).
La Sagrada Eucaristía es el sacrificio mismo de Cristo; es el misterio pascual hecho presente para todas las generaciones. El Catecismo dice: «El sacrificio de Cristo y el sacrificio de la Eucaristía son un solo sacrificio» (Cat. 1367). No es un mero recuerdo, sino que cada celebración del Santo Sacrificio de la Misa «es el sacrificio de la Cruz que se perpetúa por los siglos» (EcEuch, 11), aunque ahora de manera no sangrienta. En cada Santa Misa, estamos espiritualmente presentes en el Calvario, debajo de la Cruz con nuestra Santísima Madre y San Juan. ¡Estamos ahí! Si bien el doloroso sacrificio físico de su carne fue solo una vez, el acto espiritual por el cual Jesús Se entregó al Padre es un acto eterno del Hijo de Dios, que trasciende el tiempo. En cada Santa Misa, por lo tanto, la obra de nuestra Redención se nos hace presente.
Ésta es la razón por la cual la Sagrada Hostia y la Preciosa Sangre están consagradas por separado, a pesar de que Jesús todo, Su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, están presentes completamente bajo ambas especies. Es una señal sagrada que nos recuerda que se ha producido una muerte, que Jesús Se muere a Sí mismo y Se entrega por completo, una vez para siempre, en obediencia al Padre. Como miembros del Cuerpo de Cristo a través del Bautismo, estamos llamados a unir nuestro propio don de nosotros mismos con Su sacrificio, especialmente en la Santa Misa. El Concilio Vaticano II enseña esto claramente: “Participando del sacrificio eucarístico, fuente y cima de toda vida cristiana, ofrecen a Dios la Víctima divina y a sí mismos juntamente con ella” (Lumen Gentium, 11). ¿Cómo hacemos esto? Cuando aceptamos nuestras pruebas y penas, y las ponemos conscientemente en la patena del ofertorio, junto con todas nuestras alegrías y logros, nuestros pensamientos, obras y aspiraciones, los elevamos y los entregamos al Padre en agradecimiento por nuestra vida y por todas las gracias que nos ha otorgado, y en reparación por nuestros pecados y los pecados de los demás. Ésta es una participación consciente y activa en el Sacrificio Sagrado.
Por la fe sabemos que, en la consagración, el pan y el vino dejan de existir; se transforman en el mismo Cuerpo y Sangre de Jesús, que permanece oculto bajo las apariencias externas del pan y el vino. Es Jesús, que Se hace realmente presente en la Sagrada Hostia, y Se entrega a todos los que se Le acercan. Él no solo está presente entre nosotros, sino que quiere unirse íntimamente con cada uno de nosotros en la Sagrada Comunión.
La eficacia salvífica del sacrificio se realiza plenamente cuando se comulga recibiendo el Cuerpo y la Sangre del Señor. De por sí, el sacrificio eucarístico se orienta a la íntima unión de nosotros, los fieles, con Cristo mediante la comunión: Le recibimos a Él mismo, que Se ha ofrecido por nosotros; Su Cuerpo, que Él ha entregado por nosotros en la Cruz; Su Sangre, «derramada por muchos para perdón de los pecados» (Mt 26, 28) (EcEuch, 16).
En la Sagrada Comunión, es el Cuerpo de Jesús resucitado que recibimos, el Jesús vivo en Su estado glorificado. Jesús mismo está presente y activo en la Eucaristía; Él tiene sed de nosotros. Tiene sed de unirse con nosotros y compartir Su nueva vida con nosotros. «Como el Padre viviente Me envió, y Yo vivo por el Padre, el que Me come vivirá por Mí» (Jn 6, 57). Él quiere actuar sobre nosotros, cambiarnos y transformarnos en la forma de Su propia entrega y novedad de vida.
El Papa Benedicto, cuando todavía era cardenal, al comentar sobre San Pablo dice que, en la Sagrada Comunión, Jesús
… Se apodera de nuestra existencia corporal. Para expresar completamente la intensidad de esta fusión, Pablo compara lo que sucede en la Sagrada Comunión con la unión física entre el hombre y la mujer … Nos remite a las palabras en la historia de la creación: “Los dos [= el hombre y su esposa] se convertirán en una carne” (Gén 2,24). Y agrega: «El que está unido al Señor se convierte en un espíritu [es decir, comparte una sola existencia nueva en el Espíritu Santo] con Él» (1 Cor 6,17) (Card. Ratzinger, El Señor está cerca, p. 77, edición inglesa).
La presencia de Jesús no es algo meramente simbólico o pasivo, «sino que es un poder que nos atrapa y trabaja para atraernos a Sí mismo» (ibid.). En última instancia, se ordena la Sagrada Comunión a la transformación del alma en Cristo. Esto fue revelado a San Agustín, quien mientras todavía no aceptaba la posibilidad filosófica de la Eucaristía antes de su conversión, recibió una especie de visión: “¡Yo soy el Pan de los fuertes, cómeme! Pero no te transformarás ni Me harás parte de ti [como en el caso del pan normal]; más bien, ¡te transformaré y te haré parte de Mí!” (Confesiones, VII, 10,16). En la Sagrada Comunión, por lo tanto, Jesús busca sacarnos de nosotros mismos, asimilarnos a Sí mismo, haciéndonos uno con Él, y en Él, uno también con nuestro prójimo.
San Pablo escribe: “El Pan que partimos, ¿no es una comunión en el Cuerpo de Cristo? Debido a que hay un Pan, nosotros, que somos muchos, somos un solo Cuerpo, porque todos participamos de un único Pan” (1Cor 10, 16-17). San Juan Crisóstomo comenta sobre este texto: “¿Para qué es el Pan? Es el Cuerpo de Cristo. ¿Y en qué se convierten los que Lo reciben? En el Cuerpo de Cristo: no muchos cuerpos sino un solo Cuerpo. Como el Pan es completamente uno, aunque está compuesto por muchos granos de trigo, y estos, aunque no se ven, permanecen presentes, de tal manera que su diferencia no es evidente ya que se han hecho un todo perfecto, también lo estamos mutuamente unidos entre nosotros y unidos con Cristo” (Hom. en 1 Cor).
Si bien es bueno experimentar la comunión de la oración litúrgica, no es tomarse de las manos o saludarse en la Misa, lo que nos acerca más el uno al otro. El compañerismo sobrenatural y la unidad con nuestro prójimo solo pueden darse cuando cada uno se entrega al Señor interiormente en su corazón, permitiendo así que el Señor lo transforme. Abiertos a Su voluntad, somos moldeados según el ejemplo de Su amor desinteresado, hasta el punto de la cruz. Jesús puede hacer de mí una persona «que da», que se sale de sí misma como lo hizo Él por el bien de los demás. Aquellos que acepten la voluntad de Dios en la Cruz de la vida diaria serán transformados por ella en la fuerza de la Sagrada Eucaristía. Este es el verdadero fundamento de la unidad en cada comunidad y familia, en la Iglesia y en el mundo. El Papa San Juan Pablo II escribe: “A los gérmenes de disgregación entre los hombres, que la experiencia cotidiana muestra tan arraigada en la humanidad a causa del pecado, se contrapone la fuerza generadora de unidad del cuerpo de Cristo. La Eucaristía, construyendo la Iglesia, crea precisamente por ello comunidad entre los hombres” (EcEuch, 24).
Sin embargo, para que Jesús pueda transformarnos y fortalecernos y unirnos con Él y con los demás, debemos abrirnos a Él. Es por esta razón que la Sagrada Comunión debe ser muy personal, debemos hablar interiormente, escuchar y comunicarnos con el Señor. El Papa Benedicto escribe: “En la comunión, entro en el Señor, quien Se está comunicando conmigo. Por lo tanto, la comunión sacramental debe ser siempre una comunión espiritual… En este punto tengo que mudarme, ir hacia Él, llamarlo…, es por eso que necesitamos un tiempo de silencio, en el que conversamos personalmente con el Señor que está con nosotros” (El Señor está cerca, págs. 81-82). Esto supone una disposición de adoración amorosa cuando recibimos al Señor.
La Eucaristía no es solo el sacrificio sagrado de la Cruz hecho presente en la Misa, también es la Presencia Real, la presencia de Jesús tanto en Su humanidad como en Su Divinidad. Y esta Presencia llama a la adoración. El Papa San Juan Pablo II da testimonio de su propio gran amor por la adoración eucarística fuera de la Misa:
Es hermoso estar con Él y, reclinados sobre Su pecho como el discípulo predilecto (cf. Jn 13, 25), palpar el amor infinito de Su Corazón. Si el cristianismo ha de distinguirse en nuestro tiempo sobre todo por el «arte de la oración», ¿cómo no sentir una renovada necesidad de estar largos ratos en conversación espiritual, en adoración silenciosa, en actitud de amor, ante Cristo presente en el Santísimo Sacramento? ¡Cuántas veces, mis queridos hermanos y hermanas, he hecho esta experiencia y en ella he encontrado fuerza, consuelo y apoyo! (EcEuch 25).
En la adoración eucarística fuera de la Misa, los frutos de nuestra comunión con el Señor se prolongan y aumentan. La comunión con Jesús, que Se entregó a Sí mismo por nosotros, nos lleva especialmente al camino de la entrega, del amor, de la caridad.
El culto Eucarístico es, pues, precisamente expresión de este amor, que es la característica auténtica y más profunda de la vocación cristiana. Este culto brota del amor y sirve al amor, al cual todos somos llamados en Cristo Jesús. Fruto vivo de este culto es la perfección de la imagen de Dios que llevamos en nosotros, imagen que corresponde a la que Cristo nos ha revelado. Convirtiéndonos así en adoradores del Padre «en espíritu y verdad», maduramos en una creciente unión con Cristo, estamos cada vez más unidos a Él y —si podemos emplear esta expresión— somos más solidarios con Él (Juan Pablo II, Dominicae Cenae 5).
Para el crecimiento en la caridad, por lo tanto, la adoración eucarística prolongada fuera de la Misa es muy eficaz. San Alfonso Liguori escribe: «De todas las devociones, la de adorar a Jesús en el Santísimo Sacramento es la más grande después de los Sacramentos, la más querida por Dios y la más útil para nosotros» (Visitas al Santísimo Sacramento y a María Santísima).
Además, debemos recordar que el misterio de la Eucaristía está intrínsecamente conectado con el misterio del sacerdocio ordenado. “El ministerio de los sacerdotes, en virtud del sacramento del Orden, en la economía de salvación querida por Cristo, manifiesta que la Eucaristía celebrada por ellos es un don que supera radicalmente la potestad de la asamblea y es insustituible en cualquier caso para unir válidamente la consagración eucarística al sacrificio de la Cruz y a la Última Cena” (EcEuch 29). ¡Aunque podemos estar desilusionados por los muchos casos de sacerdotes infieles en este momento, debemos recordar a los muchos, muchos más sacerdotes fieles, que han dado sus vidas a Cristo y a la Iglesia, para que podamos recibir la Sagrada Eucaristía! ¡Sin ellos y su sacrificio, no sería posible! La Eucaristía es, de hecho, «la razón de ser principal y central del sacramento del sacerdocio, que efectivamente surgió en el momento de la institución de la Eucaristía» (Dominicae Cenae, 115). Mientras que los fieles ofrecen el Santo Sacrificio en virtud de su sacerdocio común, como el Cuerpo de Cristo, el sacerdote comparte el sacerdocio de Cristo Cabeza, actuando in persona Christi.
El sacerdote ofrece el Santo Sacrificio «in persona Christi», lo cual quiere decir más que «en nombre», o también «en vez» de Cristo. «In persona»: es decir, en la identificación específica, sacramental con el «Sumo y Eterno Sacerdote», que es el Autor y el Sujeto principal de este Su propio Sacrificio, en el que, en verdad, no puede ser sustituido por nadie. Solamente Él, solamente Cristo, podía y puede ser siempre verdadera y efectiva «propitiatio pro peccatis nostris … sed etiam totius mundi». Solamente Su sacrificio, y ningún otro, podía y puede tener «fuerza propiciatoria» ante Dios, ante la Trinidad, ante Su trascendental santidad. La toma de conciencia de esta realidad arroja una cierta luz sobre el carácter y sobre el significado del sacerdote-celebrante que, llevando a efecto el Santo Sacrificio y obrando «in persona Christi», es introducido e insertado, de modo sacramental (y al mismo tiempo inefable), en este estrictísimo «Sacrum», en el que a su vez asocia espiritualmente a todos los participantes en la asamblea eucarística (Dominicae Cenae 8).
Vemos, entonces, que es Cristo mismo presente en el sacerdote quien produce la Eucaristía. Por lo tanto, el sacerdote es, en un sentido muy real, el mediador entre los fieles y Dios. Demos gracias, por lo tanto, a Dios y a Sus sacerdotes por este gran regalo a la Iglesia, el don del sacerdocio que nos trae la Eucaristía, rezando y apoyando a nuestros sacerdotes y seminaristas con todo nuestro corazón.
Para apreciar verdaderamente el misterio de la Sagrada Eucaristía, debemos verlo en sus dimensiones cósmicas. Con este fin, queremos reflexionar sobre las profundas palabras del Papa San Juan Pablo II:
También cuando se celebra sobre el pequeño altar de una iglesia en el campo, la Eucaristía se celebra, en cierto sentido, sobre el altar del mundo. Ella une el cielo y la tierra. Abarca e impregna toda la creación. El Hijo de Dios Se ha hecho hombre, para reconducir todo lo creado, en un supremo acto de alabanza, a Aquél que lo hizo de la nada. De este modo, Él, el sumo y eterno Sacerdote, entrando en el santuario eterno mediante la Sangre de Su Cruz, devuelve al Creador y Padre toda la creación redimida. Lo hace a través del ministerio sacerdotal de la Iglesia y para gloria de la Santísima Trinidad. Verdaderamente, éste es el mysterium fidei que se realiza en la Eucaristía: el mundo nacido de las manos de Dios creador retorna a Él redimido por Cristo (Ecclesia de Eucharistia, 8).
Aquí el Papa Juan Pablo II indica el fin último de toda la creación, que se lleva a cabo en la Sagrada Eucaristía y mediante la Redención en la Sangre de Cristo: la restauración de toda la creación, en una canción suprema de alabanza, al Creador. Y, como veremos, son los Ángeles quienes nos guían por este camino de alabanza, enseñándonos su propia canción de alabanza, especialmente en la liturgia.
En su pequeño pero trascendental trabajo, Los Ángeles y la liturgia (que influyó incluso en el documento del Concilio Vaticano II sobre la liturgia y es corroborado de muchas maneras por la catequesis de seis semanas de San Juan Pablo II sobre los Ángeles), Eric Peterson demuestra a través de los capítulos 4 y 5 del Apocalipsis y de las antiguas liturgias de la Iglesia, que la liturgia de la Iglesia participa en la liturgia del Cielo, en que los hombres se unen a la incesante alabanza de los Ángeles y los Santos en el cielo que cantan día y noche, «Santo, santo, santo… «. Es la liturgia de todo el cosmos que alaba a Dios desde «la apertura del cielo por la Ascensión de Cristo«: «‘Alaben los cielos y el cielo de los cielos y su poder concertado, el sol y la luna y todo el canto de las galaxias de estrellas, tierra, mar y todo lo que contienen [a Dios]… ‘ (Liturgia de Santiago). Pero es principalmente el cielo de los Ángeles … que es el punto central, la parte más espiritual del universo» (Peterson, p. 23 en la edición inglesa) al que se une la alabanza del hombre:
Nunca durante el culto de la Iglesia se puede dejar que desaparezca el himno de los Ángeles, ya que es solo esto lo que da a la alabanza de la Iglesia esa profundidad y trascendencia que surge de la naturaleza de la revelación cristiana. Como adoración escatológica, la liturgia de la Iglesia deriva, no de una naturaleza autosuficiente y autocontenida, sino de una naturaleza humana elevada por los ministerios de un orden superior del ser angelical y, por primera vez, verdaderamente suscitada por la alabanza apropiada de Dios por la alabanza del mundo espiritual (ibid.).
Los Ángeles, como ministros espirituales genuinos de la liturgia, levantan alabanzas al hombre para que trascienda su propia naturaleza y participe en la nueva canción de la humanidad redimida. “Es parte de la naturaleza del monje que su Orden imite el ser de los Ángeles y también la naturaleza de esa liturgia que está aliada a la vida angelical. Esto significa, en primer lugar, que se une voluntariamente al himno de alabanza angelical en el curso del Oficio canónico [Divino], mientras que los laicos deben unirse al Sanctus en el curso de la celebración de la Misa» (Pet. p. 25).
Pero no solo el hombre participa en la liturgia celestial, los Ángeles también descienden y están presentes en la liturgia de la Iglesia en la tierra, ya sea en la celebración de los siete sacramentos, especialmente en la Eucaristía, o en el canto del Oficio Divino. “Porque donde está el Señor Jesucristo, están Sus Ángeles: en Su nacimiento, en Su tentación, Su Resurrección y Ascensión. Debido a que los Ángeles no pueden separarse de Él, también están presentes con Él en la Misa” (ibid. p. 46). En los Salmos oramos: «En la presencia de los Ángeles, cantaré Tu alabanza, oh Señor» (Sal 137). Especialmente en la Santa Misa, existe una larga tradición de que los Ángeles participan en la acción eucarística. En el primer canon eucarístico, el sacerdote reza: «Te pedimos humildemente, Dios todopoderoso, que esta ofrenda sea llevada a Tu presencia, hasta el altar del cielo, por manos de Tu Ángel, para que cuantos recibimos el Cuerpo y la Sangre de Tu Hijo al participar aquí de este altar, seamos colmados de gracia y bendición». Una petición similar se encuentra en la Liturgia mozárabe: «hemos recibido lo que santificas y nos distribuyes por Tu santo Ángel» y «ordena que la ofrenda de regalos de la mano de Tus Ángeles sea santificada” (citado en Peterson, p. 33).
Además, por el testimonio de muchos Santos, sabemos que los Ángeles están presentes junto al altar del sacrificio. Cuando el sacerdote se acerca al altar para presentar el sacrificio no sangriento a Dios, San Juan Crisóstomo escribe: “Los Ángeles rodean al sacerdote; todo el santuario y el espacio alrededor del altar se llena con las huestes celestiales, adorando al que yace sobre el altar… Estos Ángeles han sido vistos en una visión alrededor del altar, inclinándose en el suelo como uno puede ver a los soldados parados en la presencia del rey». Eliseo el armenio también escribe: «No estás lejos de los Ángeles, pero ve a rezar junto a ellos para alabar a Dios con ellos. En la medida en que te unes a ellos, se convierten en participantes de tus canciones cuando rezas y cantas alabanzas. Con confianza, alzas la voz y dices: ‘Hágase Tu voluntad en la tierra como en el cielo’ [es decir, ¡como lo hacen los Ángeles!]” (Todo citado en Peterson, p. 33-34).
Los Ángeles, especialmente en la liturgia, sacan al hombre de sí mismo y lo llevan a participar en su himno de alabanza. Le recuerdan que, como ellos, él es espíritu y está creado para trascender a la gloria de Dios. “Un impulso podría simplemente sentirse como un impulso hacia la pureza de corazón; o uno puede tomar conciencia de un deseo abrumador de claridad mental y una existencia verdadera. El hombre se apresura hacia los Ángeles a lo largo de muchos caminos, no como si esperara convertirse en un Ángel, sino porque su propio ser es solo una existencia preliminar y todavía no parece ser lo que será (cf. 1 Jn 3, 2)» (Peterson, p. 47). Cuanto más avanza el hombre en la vida espiritual y se eleva por encima de sí mismo, más se da cuenta de que no es nada y, por lo tanto, se acerca a su propia forma final, que se asemeja a los Ángeles en su pura alabanza a Dios. Cuanto más avanza en la perfección, más se da cuenta de que toda la creación entra en la alabanza a Dios, desde la estrella más alta hasta la brizna de hierba más baja. San Francisco de Asís, un hombre tan completamente tocado y transformado por la gracia que alcanzó el amor seráfico, se unió tanto con el Ángel como con la naturaleza en la alabanza de Dios. No fue simplemente la exuberancia poética la que lo inspiró a componer el Cántico del sol en su lecho de muerte en el apogeo de su ascenso espiritual a Dios. Más bien:
Él comienza a hacer música como hermano del sol, las estrellas, el agua y la muerte, porque la gracia del Crucificado ha despertado Su criatura hasta lo más profundo, de modo que se convierte no solo en el pecador que ha encontrado misericordia, sino también en la pobre criatura, un pariente del asno, que no puede hacer nada más que derramar las alabanzas de Dios. Por lo tanto, la vida mística de la Iglesia solo puede desarrollarse en estrecha relación con la liturgia de la Iglesia. Solo de la vida de la Iglesia, que alaba a Dios en concierto con los Ángeles y con todo el universo, puede surgir esa alabanza que atestigua, tanto a través de la liturgia como de la vida mística de la gracia, que el cielo y la tierra están llenos de la gloria de Dios (Peterson, p. 49).
El Sanctus de los Ángeles, por lo tanto, acepta la alabanza de toda la creación al cantar la gloria de Dios, y ayuda tanto al hombre como a la naturaleza a alcanzar la meta final, para convertirse en una canción de alabanza a Dios.
En todo el universo, la Santísima Virgen María es la canción de alabanza a Dios más alta, perfecta y pura. Ella entendía su propia humildad, su nada, y en la fe podía abrirse para recibir en el mensaje del Ángel el mayor de todos los dones, la Encarnación del Hijo de Dios en su vientre. Ella es para nosotros un modelo de fe eucarística. Ella llevó a Jesús debajo de su corazón durante nueve meses, amando y conversando interiormente con Él en toda su ocultación. Ella estaba abierta a la voluntad de Dios, incluso hasta el punto de la muerte de su Hijo en la Cruz, diciendo sí, en nombre de todos nosotros, a la obra de la Redención, que se hace presente en cada Santo Sacrificio de la Misa. Ella acompañó a la Iglesia primitiva, reuniéndose con ellos para la «fracción del Pan», la Eucaristía, que renovó en ella ese don de la Encarnación y su dolor debajo de la Cruz. Ella es, de hecho, nuestra Madre en el orden de la fe, Madre de la Santísima Eucaristía, Madre de los Sacerdotes, Madre de la Iglesia. Pero, sobre todo, ella es completamente Magnificat, la alabanza perfecta de la gloria de Dios en el tiempo y en la eternidad.