Los Ángeles y los Santos en el cielo disfrutan la beatitud perfecta contemplando a Dios. Han pasado la prueba y, por la gracia de Dios, han alcanzado la meta. El hombre en la tierra, sin embargo, continúa aún en su viaje con la ayuda de la gracia divina, a través de las pruebas de esta vida, para alcanzar ese estado de perfecta alegría y descanso en Dios. Para lograr este objetivo, debe subir por la escalera celestial, por así decirlo, de las ocho Bienaventuranzas que Jesús nos enseñó en el Sermón de la Montaña (cf. Mt 5,1-12 y Lc 6,20-23).
Debemos vivir estas Bienaventuranzas en el discipulado de Jesús, llevando con Él la Cruz, para aprender de Él a vivir la perfección de la caridad. Los Ángeles son enviados para ayudarnos como guías y guardianes, como consejeros, ‘advertidores’ y líderes, para vivir las Bienaventuranzas en este “valle de lágrimas”. Sin embargo, dada la meta sobrenatural hacia la cual se dirige el hombre, las capacidades naturales de los Ángeles no son suficientes para llevarlo al cielo. Por lo tanto, para convertirse en Ángeles guardianes, los Ángeles deben descender por los peldaños de sus propias “Bienaventuranzas angelicales” para poder buscar al hombre y llevarlo a la gloria celestial.
Primero, queremos meditar más de cerca sobre las ocho Bienaventuranzas en general. ¿Qué son?* Algunos han postulado que son los “nuevos mandamientos” que se dan para reemplazar los Diez Mandamientos de la antigua Ley. Sin embargo, Jesús mismo nos dice: «No he venido para abolir la ley, sino para cumplirla» (Mt 5,17). Las Bienaventuranzas del Nuevo Testamento parecen estar mejor descritas por la promesa de la primera bienaventuranza: «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos». Cuando Jesús mira a Sus discípulos, ve su verdadera condición: de luto, pobres, hambrientos, perseguidos. Para los estándares del mundo, son infelices, miserables, no bendecidos. Pero si uno mira desde la perspectiva del Reino de Dios, desde la óptica de Dios, entonces las normas del mundo se ponen patas arriba: los pobres de este mundo, por ejemplo, que aún son ricos en fe, son verdaderamente bendecidos, porque han encontrado a Dios y Su Reino. Es precisamente en este Reino de los cielos donde todas las bienaventuranzas nos conducen a un Reino ganado por la fe.
Las Bienaventuranzas son, por tanto, promesas. Sin embargo, esto no significa que una vez que demos todos estos pasos, moriremos, ingresaremos al Reino de los cielos y seremos bendecidos. Jesús nos ha dicho que el Reino está presente aquí y ahora: «La venida del Reino de Dios no viene ostensiblemente, y no se podrá decir: “Está aquí” o “Está allí”. Porque el Reino de Dios ya está entre ustedes» (cf. Lc 17, 20-21). Si vivimos las Bienaventuranzas, el Reino estará presente para nosotros aquí en la tierra, y por lo tanto ¡habrá también un grado creciente de beatitud! Las Bienaventuranzas nos dan aquí y ahora una participación en la visión que Dios tiene del tiempo y la eternidad y en los valores eternos de la sabiduría divina, mediante la cual «saboreamos y vemos cuán bueno es el Señor» (Sal 34,9). En el juicio, en la persecución, en el hambre y la tristeza, las Bienaventuranzas nos traen el consuelo de ver nuestra situación a la luz de Dios, de ver e incluso experimentar en qué consiste la verdadera bendición.
* Para una meditación más completa, recomendamos leer Jesús de Nazaret, tomo 1, del Papa Benedicto XVI.
El mundo y nuestra naturaleza humana tienden a un objetivo diferente: encontrar placer y “felicidad” en la autosatisfacción y en la satisfacción de todos los deseos, complacencias que son fuente de una felicidad efímera que siempre termina en insatisfacción. Cuando, por el contrario, aprendemos a morir a nosotros mismos y a aceptar la cruz mediante la fe en Dios y Sus promesas, cuando aprendemos la bienaventuranza de la pobreza y del hambre, del luto y de la persecución por el amor de Cristo, en unión con Su muerte en este mundo, entonces Dios nos llena con Su propio consuelo y una «paz que el mundo no puede dar» (Jn 14,27). San Pablo es testigo para nosotros, como lo son todos los Santos, de la paradoja divina de las Bienaventuranzas: al abrazar lo que para el mundo parece ser miseria, fueron más allá de ellos mimos y encontraron gran felicidad, paz e incluso alegría en esta vida: «Porque nosotros, los que vivimos, somos constantemente entregados a la muerte por causa de Jesús, de modo que la vida de Jesús puede manifestarse en nuestra carne mortal… Por lo tanto, no estamos desanimados; más bien, aunque nuestro ser externo se está consumiendo, nuestro ser interior se renueva día a día» (2 Co 4,11. 16). San Pablo experimentó que ya no era él quien vivía, sino que Cristo estaba en él (cf. Ga 2, 19), y no solo el Señor crucificado, sino el Señor crucificado y resucitado, que ya había vencido al mundo y lo había vencido en nosotros a través de la fe (cf. 1 Jn 5,4).
En esencia, las Bienaventuranzas nos describen la vida interior de Cristo mismo, Su actitud hacia la Cruz y el mundo. Cuando pronunció las Bienaventuranzas, Jesús simplemente hizo explícito lo que era en Sí mismo y cómo todos somos llamados a ser en relación con el Padre. Jesús renunció a los bienes de este mundo por amor al Padre y por la salvación de las almas. Como Jesús, estamos llamados a no vivir para nosotros mismos, sino para Dios, y por lo tanto a entrar en la bienaventuranza de la comunión de amor de Jesús con el Padre. A la luz de los Santos Ángeles queremos, entonces, pasar por cada bienaventuranza para comprender dónde nosotros también debemos crecer, a través de la fe y el Espíritu Santo, en el seguimiento interior de Jesús. Y queremos ver cómo los Ángeles, que vienen a nosotros por sus “propias Bienaventuranzas”, nos llevan hacia esta escalera a la bienaventuranza celestial.
Jesús sienta las bases para todo crecimiento interior en la primera bienaventuranza: «Bienaventurados los pobres en el espíritu…» (Mt 5, 3). Por lo tanto, «indica lo primero y más importante para el hombre: vaciarse (hacerse pobre) por Dios, para que Dios sea para el hombre su único y todo» (Madre Gabriela, Carta circular núm. 26, Lecturas del año I, otoño de 1963). En otra parte, Jesús dice: «Buscad primero el Reino de Dios…» (Mt 6,33). «Vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres, y luego ven y sígueme» (Lc 18,22).
Este llamado a la pobreza no es solo el llamado radical de los religiosos consagrados. Todo cristiano debe vivir la pobreza espiritual: «¿Cómo puedes recibir a Dios en todo tu ser, oh hombre, si ya te has llenado de deseos, apegos y preocupaciones? Debes entregarle todo y considerarlo nada si quieres poseer y ver a Dios. Sobre todo, sin embargo, debes desprenderte de ti mismo» (Madre Gabriela, o. cit.). En su prueba, los Santos Ángeles renunciaron a todo por amor a Dios. Bajo el liderazgo de San Miguel, se negaron a sí mismos y a su propia voluntad y se reunieron en la oscuridad de la fe ciega: «¡¿Quién es como Dios?!». En contraste, los ángeles caídos se negaron a rendirse a Dios y a Su plan para la creación diciendo «¡No serviré!» (Jer 2, 20), y por lo tanto se convirtieron en demonios. Y así como los demonios fueron arrojados del cielo inmediatamente de la prueba, los Ángeles fieles inmediatamente recibieron su recompensa, la visión beatifica de Dios. Y esta es la primera bienaventuranza de los Ángeles: ¡ver a Dios! Los Santos Ángeles siempre conservan esta visión de Dios, incluso cuando sirven como Ángeles de la guarda. Nuestro Señor nos dice esto cuando habla de los niños pequeños: «Sus Ángeles ven continuamente ven el rostro de Mi Padre que está en los cielos» (Mt 18,10). Debido a su visión clara y a la victoria que ganaron en la prueba a través de la fidelidad y el desapego de su propia voluntad, los Ángeles son dados como guías al hombre, que todavía viaja en la oscuridad de la fe. Ellos nos enseñan a desapegarnos de nosotros mismos, a vivir el Soli Deo, es decir ¡sólo Dios! Nos enseñan a doblegar nuestra voluntad para servir a la voluntad de Dios. De esta manera, ya aquí en la tierra experimentaremos la bienaventuranza de la humildad y pobreza de espíritu, porque sus frutos son la paz del corazón, la alegría en el servicio de Dios y la sabiduría. ¡A través de la pobreza en las cosas de este mundo, como lo promete Nuestro Señor, ya participaremos en los bienes y las alegrías del Reino de los cielos!
La segunda bienaventuranza del hombre es: «Bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la tierra». Al igual que la primera, esta bienaventuranza es también una paradoja para el mundo. El mundo le dice al hombre pobre y humilde: “¡tonto!”, y al manso le dice: “¡borrego!” porque el mundo valora el orgullo más que la pobreza, y la ira más que la mansedumbre; pero estas son precisamente las dos virtudes que Nuestro Señor quiere que aprendamos primero, como Él mismo nos dice: «Aprendan de Mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,29). El mayor poder y fuerza de la mansedumbre fueron demostrados por Jesús en la victoria de la Cruz: «Debido a que Él Se entregó a Sí mismo a la muerte y fue contado entre los impíos, Él quitará los pecados de muchos y obtendrá el perdón por sus ofensas» (Is 53,12). María voluntariamente ofreció a su Hijo a los pies de la Cruz y participó así, de manera integral y necesaria, en el acto de la redención. Ella también sufrió por las almas, sin oponerse, sin rencores, e incluso oró por aquellos que crucificaron a su Hijo. Por lo tanto, se convirtió en la Madre de la Misericordia y la Medianera de las gracias.
Esta bienaventuranza, entonces, no es debilidad, como parece a los ojos del mundo, sino más bien fuerza de voluntad, fuerza para hacer la paz, fuerza para ser firme pero gentil, fuerza para cargar la cruz, fuerza para vencer con paciencia, fuerza del amor sobre el odio. Es fácil enojarse, reaccionar, tomar venganza; es difícil amar, perdonar, mostrar misericordia frente a la controversia y la oposición. Es fácil impacientarse; es difícil soportar y tolerar. Es fácil explotar, es difícil esperar por el momento oportuno y la palabra correcta. Por lo tanto, esta mansedumbre es realmente «fuerza de voluntad; es el arma del amor, el arma de la Cruz, el arma de Nuestro Señor y de Su Madre» (Madre Gabriela, o. cit.).
Los Ángeles también necesitaban ejercitar esta mansedumbre, imitando los Corazones de Jesús y María. La segunda Bienaventuranza del Ángel consiste, pues, en que se le permite contemplar a Cristo, y en Él, a María. En el Antiguo Testamento, los Ángeles fueron los ejecutores de la estricta justicia de Dios. Un Ángel del Señor estuvo listo para matar incluso a Moisés, porque, habiendo sido criado por una egipcia, no había sido circuncidado de acuerdo con el pacto de Abraham (cf. Ex 4, 24). En el Nuevo Testamento vemos cómo Jesús mismo enseña a los Ángeles a ser amables. En la parábola de la cizaña sembrada por el enemigo entre el trigo mientras todos dormían, los siervos (los Ángeles) preguntan si deberían arrancarla. Pero el dueño (Jesús) dice: «No, si arrancan la cizaña, corren el peligro de arrancar también el trigo. Que crezcan juntos hasta la siega» (cf. Mt 13, 24-30). Del ejemplo de Jesús, los Ángeles aprenden la dulzura y la mansedumbre, en su servicio de Ángeles de la guarda. No deben arrancar la semilla de la buena voluntad y las virtudes que germinan (trigo) mediante un castigo estricto de todas nuestras debilidades humanas (malezas) a lo largo del camino. Jesús dice: «Tus pecados son perdonados… Tu fe te ha salvado, vete en paz» (cf. Lc 7,48-50).
Como hijos de un buen padre, los Ángeles aprenden de Jesús que el estímulo del bien en una persona conduce a un mayor crecimiento en virtud, más que el duro castigo y la erradicación de cada falta. Por lo tanto, ahora, en la era de la Iglesia, como Ángeles de la guarda, no condenan, castigan o abandonan a su protegido cuando peca, sino que interceden, persuaden y acompañan al alma hasta que encuentre su camino hacia Dios otra vez. Cuántas veces al día fallamos en nuestros deberes ante Dios y, sin embargo, el Ángel no se da por vencido con nosotros. Él quiere enseñarnos esta misma mansedumbre, perdón, amabilidad y fidelidad hacia nuestro prójimo, porque «benditos son los mansos». Sólo cuando aprendamos esta mansedumbre, encontraremos la paz también en nosotros mismos.
La tercera bienaventuranza es: «Bienaventurados los que lloran…». Con respecto a esto, en lo primero que piensa el hombre es en el duelo por la muerte de un ser querido. Incluso Jesús derramó lágrimas por la muerte de Lázaro. La muerte del hombre es una consecuencia del pecado original, pero no es definitiva. Para el Ángel, la muerte es simplemente una transformación, la separación de alma y cuerpo y el comienzo de la eternidad para el alma. Lo que más le preocupa al Ángel es nuestro bienestar espiritual y nuestro destino eterno. La tercera bienaventuranza del Ángel es, entonces, “que se le permita contemplar la creación intacta y no corrompida”, es decir, como fue “en el principio”. Él ve la devastación causada por el pecado en el paraíso de Dios y el castigo de la muerte infligido al hombre. Él ve las consecuencias eternas de todas nuestras decisiones y también los medios de Dios para restaurar toda la creación. «El Ángel es el portador del consuelo. Él le muestra al hombre la omnipotencia y la sabiduría de Dios en la creación. Él amplía la perspectiva del hombre sobre los amorosos planes de Dios en la creación» (Madre Gabriela, o. cit.). Por lo tanto, el Ángel también quiere enseñarle al hombre la jerarquía apropiada de bienes, para que no se desaliente por las tristezas en este “valle de lágrimas”, sino que aprenda a fijar sus ojos en Dios y Su plan amoroso. El Ángel enseña al hombre a llorar mucho más por la devastación de la creación, especialmente de las almas humanas, como consecuencia del pecado, y lo lleva a querer participar en la obra de la salvación y en la cosecha de toda la creación de regreso a Dios. Cuando se piensa en las consecuencias del pecado, una de las primeras respuestas es el deseo de reparar. Al hacer reparaciones, especialmente aquí por nuestros propios pecados, podemos transformar todos nuestros dolores e incluso la misma muerte en actos de amor, al aceptarlos y ofrecerlos a Dios. De esta manera, nuestras penas incluso pueden merecer a otros la gracia de la conversión o el arrepentimiento. Así, nuestro duelo se convertirá en bienaventuranza y nos traerá el consuelo de nuestra propia justificación y perdón y el de participar en la obra de la redención al hacer el bien por la Iglesia.
Esta bienaventuranza está estrechamente relacionada con la cuarta, «Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados» (Mt 5,6). La Madre Gabriela (o. cit.) escribe: «Estas son las personas que llevan en sí el hambre y la sed del Señor por la salvación de las almas. Se ofrecen a la justicia de Dios como víctimas de expiación para implorar el amor y la misericordia de Dios para los pecadores». Esta es la verdadera imitación de Cristo, que nos amó incluso hasta el punto de aceptar la muerte en la Cruz por nosotros. «Al sufrir por nosotros, Jesús no solo nos proporcionó un ejemplo para que lo imitemos, sino que abrió un camino, y si lo seguimos, la vida y la muerte se vuelven santas y adquieren un nuevo significado» (Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes, 22).
Para guiarnos en este camino de expiación, los Ángeles también deben comprender el poder de la Cruz. Por lo tanto, la cuarta bienaventuranza del Ángel es “que se le permita contemplar la redención” (Madre Gabriela, o. cit.). Los Ángeles no son omniscientes. No sabían de antemano que el hombre caería ni cómo se desarrollaría la redención. Estos eran misterios «que los Ángeles anhelan contemplar» (1 Pe 1,12). Debían seguir la actuación de Dios a lo largo del tiempo, ¡y con qué asombro fueron testigos de la redención y el establecimiento de la Iglesia! Ahora ven cómo Dios resuelve la salvación de cada hombre por miles de medios diferentes y cómo Él viene a encontrarse con el hombre donde esté. Ven el gran regalo de los sacramentos, especialmente la Santa Misa (¡mientras que el hombre a menudo la ve como una obligación semanal, que desea que pase lo más rápido posible para que pueda llegar a casa temprano y ver los deportes del domingo en televisión!). Así, los Santos Ángeles quieren compartir su visión con nosotros y enseñarnos a tener hambre y sed de almas y a usar todos los medios que se nos ofrecen en la Iglesia para nuestra salvación.
La quinta bienaventuranza del hombre es «Bienaventurados los misericordiosos» (Mt 5,7). Nuestro Señor Jesucristo elogia al misericordioso con palabras y ejemplos no solo una vez, sino que todos los caminos del Señor son misericordiosos. La misericordia con que Dios rodea al hombre no conoce límites. Jesús es para ambos, hombre y Ángel, el ejemplo de la misericordia por excelencia. Como se mencionó anteriormente, antes de la venida de Cristo y de la redención, el Ángel actuaba ante el hombre principalmente con la justicia de Dios por celoso amor a Él. Pero Nuestro Señor trajo la misericordia del Padre: «Aunque una madre se olvide de su propio hijo, Yo no te olvidaré» (Is 49,15). ¡Qué tremenda promesa de Dios! El Ángel se abre a la misericordia, ya que ahora se le permite ver al hombre a través del Señor y de Su redención.
Y esa es la quinta bienaventuranza del Ángel: poder ver al hombre en el Corazón de Jesús y de María. El Señor desciende al seno de la Virgen más pura. Se convierte en un Hombre entre los hombres, en un pobre en medio de los pobres. Él muestra misericordia sobre misericordia. Él perdona los pecados. Él Se sienta a la mesa con mendigos y pecadores. Él Se entrega a Sí mismo con verdadera misericordia divina. ¡Cuánto hay para que el Ángel contemple y alabe! Porque a través de Su Cruz, Jesús «derribó el muro de enemistad que los separaba» (Ef 2,14) entre el Ángel y el hombre, y «Cristo quiso reconciliar consigo todo lo que existe en la tierra y en el cielo, restableciendo la paz por la sangre de Su Cruz» (Col 1,20). Ahora, el Ángel puede entrar, en el amor de Cristo y de María, al hombre.
La sexta bienaventuranza del hombre es «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios» (Mt 5,8). Mientras que en la primera bienaventuranza el hombre se esfuerza por estar cada vez más vacío para poder estar lleno de Dios, en ésta se esfuerza por ser cada vez más claro y transparente para Él, para que Dios Se refleje en él y pueda comunicarle más fácilmente Su voluntad. El pobre en el espíritu es un luchador; el puro, en cambio, no lo es. El puro es como agua clara y tranquila, uno puede ver a través de él y puede contemplar a Dios en sí mismo. El Papa Benedicto escribe: «El órgano para ver a Dios es el corazón […]. El corazón, el hombre completo debe ser puro, interiormente abierto y libre, para que el hombre pueda ver a Dios» (Benedicto XVI, Jesús de Nazaret). Es decir, el hombre puro puede entender a Dios por el orden en su propia alma. El hombre sensual no puede ver ni entender a Dios debido al propio desorden de su alma nublada: ¿cómo puede un ladrón entender a un “Dios justo”, un adúltero a un “Dios santo”? Incluidas en esta pureza están la honestidad, la veracidad y la justicia hacia el prójimo. El hombre puro es como el Ángel, como un niño puro ante Dios, libre de los impulsos de su naturaleza inferior. El Ángel puede comunicarse más fácilmente con el alma pura porque está abierta a recibir la luz de Dios, como una ventana limpia y transparente. ¡Entonces los puros son guiados por los Ángeles y aprenden con ellos a servir a Dios con alegría!
Y esta es la sexta bienaventuranza del Ángel: el hecho de que ¡se le permita servir a Dios! Los puros de corazón también ofrecen sacrificios puros ante Dios, así como en el Antiguo Testamento todo animal de sacrificio debía ser, antes que nada, puro. El Ángel de Fátima les dijo a los niños: «Ofreced sacrificios a Dios como acto de reparación por los pecados con los cuales Él es ofendido, y de súplica por la conversión de los pecadores. De esta forma traerán la paz a su país, porque yo soy su Ángel de la guarda, el Ángel de Portugal. Sobre todo, soporten y acepten con paciencia los sufrimientos que Dios les envíe». Vemos aquí que aquellos que oran con corazón puro y se sacrifican por la salvación de las almas, también son pacificadores. Entonces, en la batalla por las almas, el Ángel trata de despertar en el hombre la necesidad de hacer oración y sacrificio y de apelar a todas las fuentes de gracia que se encuentran en la Iglesia para llevar a los hombres a la paz con Dios y entre ellos.
Y esa es, precisamente, la séptima beatitud del hombre: «Bienaventurados los pacificadores, porque ellos serán llamados hijos de Dios» (Mt 5,9). Los hijos del malvado siembran discordia, guerras, odio y mentiras, y el hombre no puede vencer al maligno sin ayuda sobrenatural. Los Ángeles no sólo sirven a Dios con alegría, sino que también luchan por Dios, y esta es su séptima bienaventuranza: poder defender y mantener la paz, a fin de que se le permita a Cristo reinar. Los puros de corazón vencen al diablo al resistir todas sus tentaciones con la disposición de servir a Dios hasta la muerte. Aquellos que han sido guiados y defendidos por los Ángeles aprenderán a conformar su voluntad a la voluntad de Dios y, a través de su unión con la voluntad de Dios, traerán paz a su entorno.
La última bienaventuranza del hombre es: «Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, pues de ellos es el Reino de los cielos. Bienaventurados serán cuando los insulten y persigan, y digan todo género de mal contra ustedes falsamente, por Mi causa. Alégrense y regocíjense entonces, porque ustedes tendrán una gran recompensa en el cielo; de la misma manera persiguieron a los profetas que los precedieron» (Mt 5,10-12). Hoy en la Iglesia muchos cristianos están siendo perseguidos por la fe. Enviemos a los Santos Ángeles para defenderlos y fortalecerlos, para que puedan amar hasta el final.
Este es el significado de todas las Bienaventuranzas. Como se mencionó anteriormente, son pasos en la escalera hacia la santidad, hasta la perfección de la caridad. El mundo nos enseña a buscarnos a nosotros mismos, a buscar ganancias, consuelo, placer y ganancia. Pero el mensaje del Evangelio, de las Bienaventuranzas es el opuesto: «Les aseguro que, si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo, pero si muere, da mucho fruto. El que ama su vida la perderá, y el que no está apegado a su vida en este mundo, la conservará para la vida eterna» (Jn 12,24-25). Si queremos ser siervos de Cristo, debemos seguirlo también a la Cruz. ¡Pero esta Cruz se transformará, ya en esta vida, en paz y bendición! «Donde Yo esté, estará también Mi servidor. El que quiera servirme, será honrado por mi Padre» (Jn 12,26).
¡En ninguna de las Bienaventuranzas está el Ángel tan estrechamente asociado con el hombre como en esta última, especialmente en su servicio como Ángel de la guarda! «¡Bienaventurado eres, Ángel, Mi siervo, cuando los hombres te reprochan y desprecian, te difaman y te persiguen! ¡Yo soy tu recompensa! Debes caminar sobre la tierra en Mi imitación, en silencio, escuchando y obedeciendo, pobre, puro y fiel. Te permito cuidar del hombre —en quien Yo pensaba cuando te creé— desde su primer aliento en la tierra hasta su último suspiro, ¡y cuidarme a Mí en él! Tú, como el primer creado, puedes llevar Mi Cruz de la redención después de Mí, y con la Cruz, traer también al último creado, el hombre, a Mi trono. Junto con la luz de la iluminación, también te daré la palabra de la exhortación e instrucción a tu protegido. Te ato a tu Reina, María, Mi Madre. Te dejo acompañar, pobre y humilde, a tu protegido en la imitación de Mi Pasión. Pero te doy el poder de intercesión y el manto protector de Mi Madre. ¡Así cumplirás tu colaboración en la redención del mundo como Mi siervo!» (Madre Gabriela, o. cit.). Caminemos, pues, imitando a Cristo, a María y a los Ángeles, y con su ayuda, por el camino de las Bienaventuranzas. Es una forma de servicio voluntario, una forma de amor, ¡y en este camino seremos verdaderamente bendecidos!