¡Te deseamos muchas bendiciones y crecimiento unido(a) a tu Santo Ángel de la Guarda!
Caminar con y como el Ángel
Al comienzo de este año litúrgico meditamos sobre tres formas de ser en la Obra de los Santos Ángeles. En los tiempos de Adviento y Navidad meditamos en cómo ser niños delante de Dios Padre y nos esforzamos por vivir esta infancia espiritual a través de la pobreza de espíritu, el desprendimiento, la sencillez y la confianza filial en la providencia paternal de Dios, de la mano de nuestro Ángel de la guarda.
Durante la Cuaresma aprendimos más acerca de ser sacerdotes en unión con Cristo, de cómo es el Hijo ante el Padre y del ejercicio de nuestro sacerdocio común en Cristo a través de los sacrificios, de la oración de intercesión y de la expiación por las almas.
Ahora, en el tiempo después de Pentecostés, queremos aprender más acerca de ser como el Ángel ante Dios Espíritu Santo. Los Ángeles, en cuanto espíritus puros, están ordenados de manera especial al Espíritu Santo; son Sus siervos y enviados, “para ayudar a los que han de heredar la salvación” (Hb 1,14). Los Ángeles, por lo tanto, en este tiempo de la eficacia de Pentecostés (el tiempo ordinario del año litúrgico) nos enseñan cómo recibir y hacer uso de los dones y gracias del Espíritu Santo, a quien Cristo envía a la Iglesia en Pentecostés. Nos quieren ayudar a ser como ellos: servidores y luchadores por Dios y Su Reino.
Hay movimientos en la Iglesia que promueven la devoción a los santos Ángeles e invitan a rezarles implorando su ayuda en las necesidades. En el Opus Angelorum vamos más allá: a través de nuestras consagraciones estamos llamados a hacer todas las cosas con el Ángel y como el Ángel, a llegar a ser consiervos suyos (cfr. Apc 19,10; 22,9). Cuanto más dejemos que el Ángel nos guíe y nos forme, tanto más nos convertiremos en un “ángel de la guarda” de los que nos rodean.
Al ser llamados por Dios, ingresamos, por Su gracia, en las filas de los santos Ángeles y nos unimos a ellos en el cumplimiento de la misión de trabajar por el bien de las almas. Cuanto más nos abrimos a la ayuda angelical, tanto más eficazmente nos pueden ellos purificar, iluminar y guiar hacia la santidad. Si seguimos sus inspiraciones, con ellos nos volveremos instrumentos de Dios para la edificación de Su Reino en la tierra.
Aprender de los Ángeles el santo temor del Señor
Lo primero que los Ángeles quieren enseñarnos es el santo temor del Señor, la humilde reverencia y sumisión a Dios y Su voluntad. Creaturas pecadoras, tanto el hombre como el ángel caído temen a Dios en el sentido de que sufren terror o miedo, ansiedad por la culpa y temor al castigo. Por el contrario, el Ángel fiel conoce el temor del Señor solo en el sentido de la reverencia.
La raíz de la reverencia es el claro reconocimiento de la gran distancia que existe entre el Creador y Su creatura; de este conocimiento surge la gratitud, no sólo porque Dios existe, sino también porque a través de Él la creatura también puede existir, puede amarlo y puede servirle, y esto último es lo que incondicionalmente desea hacer.“Esta es la forma en que se desarrolla el temor del Señor: primero, la creatura debe conocer a Dios (saber que Dios existe); entonces, debe reconocer a Dios como su Señor, y luego debe someterse a Él (a Su voluntad) en reverencia, amor y obediencia” (Madre Gabriela, Lecturas del año I).
La primera gran prueba de las creaturas —de los Ángeles— fue una prueba en el temor del Señor, y tal vez un tercio de los Ángeles cayó, porque no quiso aceptar y subordinarse al plan y la voluntad de Dios. El profeta Jeremías describe la actitud de los demonios así: “Porque desde hace tiempo has quebrado tu yugo y has roto tus ataduras, y dijiste: ‘¡No serviré!’” (Jer 2,20a). Cuán decisivo fue el temor del Señor en las contrastantes consecuencias de la prueba de los Ángeles: felicidad eterna y luz para los Ángeles temerosos de Dios; eterna condenación para los espíritus réprobos.
A los hombres, Dios también dio orden de temerlo al darles Sus dos primeros mandamientos: “Yo soy el Señor, tu Dios, que te hice salir de Egipto, de un lugar de esclavitud. No tendrás otros dioses delante de Mí. […] No los adorarás ni los servirás. Porque Yo, el Señor tu Dios, soy Dios celoso, que castigo la iniquidad de los padres en los hijos hasta la tercera y cuarta generación de los que Me aborrecen, […] No pronunciarás en vano el nombre del Señor, tu Dios, porque él no dejará sin castigo al que lo pronuncie en vano” (Éx 20,2.3.5.7).
El Ángel nos ayuda a alcanzar la gracia de Pentecostés al introducirnos en su luz, que, si somos receptivos, baja a nuestro entendimiento para que podamos estar de buen grado como creaturas ante su Creador, porque llegamos a percibir aún más profundamente la grandeza de Dios y nuestra propia pequeñez, y así podemos crecer rápidamente en humildad. La apertura al Espíritu, la docilidad en espíritu —también al Ángel— es la clave para el desarrollo de los dones del Espíritu dentro de nosotros.
Aprender a orar como el Ángel y con el Ángel
El Ángel nos enseña aún más la necesidad de la oración y cómo orar, a fin de que podamos recibir la fuerza y la luz para poder someternos a la voluntad de Dios, incluso cuando esto significa sufrimiento o sacrificio. En la oración no debemos “parlotear como un ‘molino de oración’, sino elevar nuestra alma a Dios, para sumergirnos en Él y conversar con Él”. También en el sufrimiento debemos esforzarnos en fortalecer la voluntad para elevar nuestra alma a Dios como una llama ardiente. Jesús mismo nos enseña esta oración en medio de un gran sufrimiento: “Padre, no se haga Mi voluntad, sino la Tuya”. “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”. “¡Tengo sed!” En cada una de estas oraciones, el Corazón del Hijo se eleva ardiente, hacia el Padre, con toda Su voluntad puesta en la realización de Su misión, que es la salvación de las almas.
Si queremos ser como el Ángel, primero debemos aprender a orar como los Ángeles, “que contemplan continuamente el rostro de Mi Padre celestial” (Mt 18,9).
De la Madre Gabriela Bitterlich, fundadora del Opus Angelorum, leemos: “Si queremos escuchar la voz de nuestro Ángel y escucharlo cada vez mejor, entonces muy pronto percibiremos cómo quiere él que seamos: para la gloria de Dios, dando alegría a Dios, al servicio de Dios”.
El Ángel no solamente quiere que seamos así, sino quiere también ayudarnos a ser así. Él está a nuestro lado y no se mueve de allí; él jala y empuja, advierte y espera, ¡y nos muestra cómo orar! ¡Esto es importante! Si aprendiéramos a orar como oran los santos Ángeles, nuestra vida sería mucho más fácil, más brillante y más feliz, porque los Ángeles no están sujetos a las cosas y no se dejan oprimir por ellas como nosotros: su rostro siempre contempla el rostro de Dios. Además, les gusta orar, y orar con la plenitud del amor que se entrega a sí mismo.
¿Cómo lo hace el Ángel? ¿Cómo reza? La respuesta más breve y segura a esta pregunta es que reza lleno de alegría. El Ángel se alegra por el hecho de que se le permita rezar (es decir, de hacerlo íntima y directamente a Dios). Él se regocija en que Dios exista. Este conocimiento de Dios es para el Ángel motivo de tal alegría y dicha que le gustaría exultar incesantemente. Él reza a partir de esta alegría.
Primero, él adora. Lleno de fervor, adora a Dios, y le gustaría que también nosotros hiciéramos eso: antes que todo, adorar a Dios y hacerlo con gusto. Y para ello tenemos una oración cuyo significado ni siquiera conocemos: el Sanctus.
Sabemos bien que esta oración que rezamos en cada Santo Sacrificio de la Misa, es la oración de los Ángeles, totalmente orientada a Dios, a Su alabanza. Tiene mucho poder: es el terror de los demonios. Quien reza el Sanctus conscientemente, entra reverentemente en la misma presencia de Dios. Por esta razón, como un efecto complementario, es el arma más rápida y segura en cada tentación, en cada aflicción. En el poder del temor del Señor, al instante limpia y aclara la atmósfera que nos rodea. Alegría, confianza, fuerza y un gran amor a Dios entran en nuestro corazón. Todos los enredos de la vida diaria, que tienden a desgastarnos, se desvanecen cuando rezamos esta oración con reverencia y devoción.
El Sanctus es una antorcha encendida de amor divino que extiende su luz a nuestro alrededor; con la fuerza de esta adoración reclamamos el mismo suelo (la tierra) sobre el cual nos encontramos, como la casa y el templo de Dios. Donde se reza un Sanctus el diablo se espanta, porque ese lugar arde en llamas con la santidad de Dios.
¡Qué intensa alegría puede llegar a ser para nosotros orar y alabar a Dios! Aunque estamos naturalmente inclinados a pensar primero en nosotros mismos y tenemos miles de solicitudes de ayuda para esto y aquello, ¡pongamos siempre en primer lugar la oración de alabanza a Dios! La alabanza a Dios, hecha junto con nuestro buen Ángel, literalmente nos levanta del suelo a las alturas y hace que nuestros ojos sean claros y alegres.
Al dar inicio a una actividad o al cumplir una nueva misión, ofrezcamos a Dios una oración, por simple que sea. Toda la Redención fue introducida por una oración, por el “Ecce ancilla Domini” (“He aquí la sierva del Señor”) en Nazaret, que siguió al “Ave María, gratia plena” del Ángel y luego el “Gloria” de los Ángeles sobre el pesebre.
Deberíamos orar con gusto. Debería ser una alegría para nosotros poder orar. Cuando hablamos con alguien a quien amamos de corazón, es una alegría para nosotros decirle algo cariñoso y después escuchar tal vez algo muy cariñoso de él. Hagamos de esto una práctica: decir una palabra muy amorosa todos los días a Nuestro Señor y Dios, algo que no está en nuestro misal, sino más bien algo muy personal que provenga de nuestro corazón. De esta oración, entonces, brotará una alegría profunda que nos hará acercarnos a la Mesa del Señor con gran anhelo y amor y que iluminará todo nuestro día.
Convertirse en compañero en el servicio con los Ángeles
El Ángel reconoce su lugar como servidor ante Dios. En el libro del Apocalipsis leemos cómo San Juan quiso inclinarse en adoración ante un Ángel debido a su gran gloria y majestuosidad. Pero el Ángel exclamó: “¡No! Yo soy consiervo tuyo […] ¡Adora a Dios!” (Apc 22,9). Nuestro Señor Jesucristo es el primer ejemplo de servicio humilde, tanto para el Ángel como para el hombre. Dijo a los discípulos: “Los reyes de las naciones dominan sobre ellas, y los que ejercen el poder sobre el pueblo se hacen llamar bienhechores. Pero entre ustedes no debe ser así. Al contrario, el que sea más grande, que se comporte como el menor, y el que gobierna, como un servidor. Porque, ¿quién es más grande, el que está a la mesa o el que sirve? ¿No es acaso el que está a la mesa? Y, sin embargo, Yo estoy entre ustedes como el que sirve” (Lc 22,26-27). Y en San Pablo leemos más: “Haya, pues, en ustedes esta actitud que hubo también en Cristo Jesús, el cual, aunque existía en forma de Dios, no consideró el ser igual a Dios como algo a qué aferrarse, sino que Se despojó a Sí mismo tomando forma de siervo, haciéndose semejante a los hombres. Y hallándose en forma de hombre, Se humilló a Sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de Cruz” (Fl 2,5-8).
De acuerdo con este texto de San Pablo, el primer requisito de un servidor es que se vacíe de sí mismo. Si uno está lleno de sí mismo, buscándose a sí mismo y buscando llenar sus propias necesidades, buscando la comodidad o el placer, entonces no será capaz de ver y servir a las necesidades de los demás. El Ángel, este espíritu glorioso, este poderoso ministro de Dios, también tuvo que vaciarse para servir al hombre en su humilde, laborioso, ignorante e incluso pecaminoso estado. Al igual que Jesús, el Ángel también acepta la cruz cuando ingresa a este mundo para servir como Ángel de la guarda. Sin embargo, debido a que “continuamente contempla el rostro del Padre celestial” (cf. Mt 18,10), lee allí la voluntad de Dios y, por lo tanto, viene y sirve con alegría. Él reconoce que su propia dignidad y valor encuentran su máxima expresión cuando se humilla y se aferra sólo a Dios y Su santa voluntad. Voluntariamente se vacía de sí mismo; detiene su deseo de ejecutar el castigo en un hombre débil y pecador. De Jesús manso y del dulce Corazón de María ha aprendido más bien a amar al alma que se encuentra bajo su tutela, a esperar, a rogarle, a persuadirla suavemente y a conducirla a Dios: “No quebrará la caña cascada, ni apagará la mecha que humea, hasta que haga triunfar la justicia” (Mt 12,20).
Por lo tanto, para entrar en las filas de los Ángeles como compañeros de servicio, nosotros también debemos aprender, en humildad y santo temor, a vaciarnos, a renunciar a nuestras inclinaciones y deseos egoístas, a dejar de lado todo, a fin de aferrarnos a Dios y seguir sólo Su voluntad. Entonces el Espíritu Santo vendrá sobre nosotros y nos dará un “corazón de carne” (cf. Ez 36,26), un corazón sensible a las necesidades de los demás, un corazón compasivo y comprensivo, un corazón que no juzga ni condena, sino que se consume por la salvación de las almas. De esta manera, realmente nos volveremos “ángeles de la guarda” para los demás y querremos ser servidores, de la mano de nuestro buen Ángel, y querremos llevar y guiar a las almas, con mansedumbre, dulzura y amor, a Dios.
Ser un luchador para Dios como el Ángel
No es suficiente ser “buenos cristianos”. Como consagrados a los santos Ángeles, estamos llamados a hacer más. La Escritura nos dice claramente que estamos en batalla. San Pablo nos exhorta: “Revístanse con toda la armadura de Dios para que puedan estar firmes contra las insidias del diablo” (Ef 6,11). Y ¿para qué necesitamos la armadura si no es para usarla en la guerra? Por lo tanto, más allá de ser “compañeros en el servicio” con el santo Ángel, también somos llamados a ser sus “compañeros de combate” en el combate espiritual por el Reino de Dios. De hecho, “nos hacemos parte de los miembros del Cuerpo de Cristo solamente para ser los niños de un Padre en el cielo, bajo el abrigo del manto protector de la Madre de Dios, y también nos comprometemos libremente a vivir una mayor devoción a los santos Ángeles, para formar con ellos un gran frente de batalla espiritual contra las crecientes amenazas y ataques del maligno”.
¡Este llamado es urgente hoy! Podemos ver claramente cómo en nuestros días toman cada vez más fuerza los poderes de la oscuridad. ¡Cuántos han dejado de ir a la Iglesia y adoran solo al dios del dinero, al dios de la avaricia, y se buscan a sí mismos! Y lo que es peor, la idolatría y la brujería son abiertamente aceptadas en nuestra sociedad, mientras que la guerra se hace contra la verdadera religión en nombre de la libertad impía. Los niños son violados y la familia humana, la célula más pequeña de la sociedad, es atacada por los demonios del divorcio y la desunión. Tal ceguera y confusión espiritual es sembrada por los emisarios del infierno y sólo puede ser superada por la luz divina con la ayuda de los santos Ángeles. Ellos protegen y guardan, guían y abren el camino, luchan y nos ayudan a conseguir la victoria, arrojan luz sobre el camino correcto y nos abren un futuro.
Sin embargo, los Ángeles no pueden vencer por sí mismos los poderes de la oscuridad. Por la providencia de Dios, el Ángel y el hombre son llamados a conformar una alianza santa en esta batalla. Dios nos envía a Sus Ángeles con la luz de Cristo. La Escritura revela al Ángel como nuestro ayudante, mensajero, consejero y guía. Depende de nosotros si aceptamos la ayuda divina, es decir, si aceptamos a los Ángeles. Cuando lo hacemos, Dios mismo es nuestro colaborador en y a través de ellos: “Si prestas atención a su voz [del Ángel] y llevas a cabo todo lo que te diga, seré enemigo de tus enemigos y adversario de tus adversarios” (Éx 23,22).
Así como los Ángeles son para nosotros como telescopios a través de los cuales podemos ver a Dios mucho más de cerca y claramente, más absoluto y majestuoso, nosotros también somos para los Ángeles como puertas a través de las cuales pueden acercarse mejor al interior de las almas, para iluminarlas y dirigir sus acciones.
Los diferentes tipos de armadura
Así como hay muchos Ángeles, cada uno con su propio carácter y peleando a su manera, así también cada hombre es conducido por un camino diferente y lleva diferentes armas en la batalla por el Reino de Dios. En esto consiste la lucha por el Reino: en recibir la luz y la gracia de Dios en la oración y llevar a cabo, con el fuego del amor, lo que Dios quiere para nosotros.
“Extiende tu mano al Ángel, el mensajero del Espíritu Santo, y deja que te revista con la armadura de Dios; deja que los dones del Espíritu Santo se vuelvan vivos y radiantes en ti, para ser ángel de la guarda y compañero en la lucha también para otros. Y esta es una gracia: ¡que se nos permita luchar por el Reino de Dios junto con el Ángel, jubilosa y victoriosamente! ¡Dios es nuestra vida! ¡Él es nuestro objetivo! ¡Sólo a Él sea la gloria!
Ángel y hombre unidos bajo la cruz
Una de las principales armas que Dios nos da, al Ángel y al hombre, es la cruz. A la luz del Ángel, el hombre aprende a ver la cruz como proveniente de la mano de Dios, como un instrumento de Su amor, para purificarnos, fortalecernos y sanarnos. Con la ayuda de los Ángeles, el hombre aprende a llevar la cruz en la esperanza y con valor, aceptación e incluso gratitud, por amor a Dios y al prójimo. En la cruz, el hombre aprende a negarse a sí mismo y a vivir únicamente para Dios. A través de la cruz nos despojamos de todo lo que no es necesario, se clarifica la atmósfera espiritual y vemos una vez más lo que es esencial en la vida, el verdadero objetivo de nuestra vida es ¡Dios!
La cruz es el centro para el Ángel y para el hombre. Cuanto más nos acercamos a la cruz como a nuestro gran amor, como a nuestro más seguro apoyo, tanto más poder tiene el Ángel sobre nosotros. Cuanto más nos acercamos al Ángel, con tanta más determinación nos conduce a la cruz. La cruz es nuestra guía hacia el cielo. El Ángel de la guarda nos conduce por este camino.
Ante la cruz, tanto el Ángel como el hombre están aprendiendo, contemplando y permitiendo ser probados, pues la cruz primero fue pensada para el hombre, y sólo después para el Ángel. Aquí el hombre está antes que el Ángel. Por medio de Nuestro Señor en la Cruz, el hombre puede hacer muchas cosas que el Ángel no puede (por ejemplo, ofrecer su sufrimiento físico o psicológico). Por esta razón el Ángel sirve al hombre (lo ayuda a llevar la cruz). Pero en la adoración, en la contemplación de Dios, el Ángel le lleva la delantera al hombre. Por esta razón el Ángel lidera al hombre. Es perfectamente comprensible, por lo tanto, por qué en la tierra toda la Obra de los Santos Ángeles tiene su foco en la Cruz dentro de la Iglesia.
Nuestra defensa: la unidad en el amor
En la batalla por las almas debemos estar firmemente unidos el uno con el otro, ya que sólo en la unidad, están la fortaleza y la seguridad de la victoria. “Divide et impera!” ¡Divide y conquista! Los antiguos soldados romanos ya conocían esta estrategia. Pero, para estar unidos, una nueva voluntad debe gobernarnos al Ángel y a nosotros: Dios, cuya voluntad queremos cumplir incondicionalmente.
Cuanto más fuerte sea la comunidad que formemos con los santos Ángeles y entre nosotros —en oración y sacrificio, expiación, sufrimiento y lucha—, cuanto más verdadera y conscientemente vivamos el amor a la cruz y a Nuestro Señor en el Sagrario como ejemplo para nuestro prójimo, tanto más seremos un arma en la mano de nuestra Madre, la Santa Iglesia, y tantas más almas podremos arrancar de las fauces del maligno.
Cada uno debe ser una luz; todos juntos, una luz; todos orientados hacia la única meta: ¡Dios! Si cada uno de nosotros buscara un objetivo diferente, como transmitir su propia opinión, no obtener nada más que su propia santificación personal, mejorar su posición legal, lograr su propio éxito o el avance de su propia personalidad o de su radio de influencia, no habría unidad y, en consecuencia, tampoco habría victoria.
La unidad no es la uniformidad ni la esclavitud de la voluntad, sino la reunión de fuerzas diversas hacia la meta única. ¡De hecho, incluso es bueno que tengamos diversas armas de luz! Cada uno lucha de la mano del Ángel con el arma luminosa de la verdad y la integridad en el campo de la palabra, por ejemplo, en la prensa, en la política o en las escuelas; otro batalla por la oración y la disciplina de la voluntad contra sí mismo, para ser ejemplo de católico vivo y activo en su entorno; un tercero, a través de su ardiente caridad altruista, desarma los poderes del oro y los obliga a practicar la misericordia; entre tanto, otro construye la base por la interioridad, el sacrificio y la expiación.
Sea cual sea nuestra misión o estado en la vida, vivamos con valor, humildad y fidelidad. Si permanecemos firmemente unidos con la Iglesia y los santos Ángeles, llegaremos a ser con ellos un escudo protector y una luz que guíe a quienes nos rodean, llevando a todos hacia Dios.
Oración (del Opus Angelorum)
Señor Jesucristo: Hemos seguido Tu llamado y durante años nos hemos esforzado por intensificar y mantener viva la veneración a los santos Ángeles dentro de la Santa Iglesia. ¡Concédenos la gracia de nunca ser infieles a Tu llamado! Concédenos la fortaleza para ser ejemplo, y que muchos más hermanos nuestros aprendan a amar a los santos Ángeles y a hacer uso de su ayuda. ¡Fortalece en nosotros el espíritu de obediencia y fidelidad a la Santa Madre Iglesia! ¡Sostén en nosotros el amor a la cruz y al sacrificio por Dios! Que no nos cansemos ni vacilemos nunca en medio de las pruebas y aflicciones pavorosas de nuestros días, sino más bien vivifícanos de nuevo por medio del agua de la gracia y la Sangre de Tu Divino Corazón. Dios Todopoderoso, cuanto más triunfe el mal espiritual, déjanos ser mucho más devotos de los santos Ángeles y ayudarles a alcanzar la victoria, que es únicamente Tu victoria. Amén.