Elena Kowalska ‑éste era su nombre antes de profesar sus votos‑ desarrolló a partir de los nueve años, cuando recibió su primera santa comunión, un celo extraordinario por la oración. Su madre, preocupada, sorprendió a su hija en varias ocasiones cuando en medio de la noche rezaba arrodillada en el piso; en cierto momento quiso poner fin a estas exageraciones y le advirtió bruscamente: “¡Vas a perder la cabeza con todas tus oraciones!” Pero la respuesta de la niña no se hizo esperar: “¡No, mamá! Creo que mi Ángel de la guarda me despierta para la oración.”1
El Ángel de la guarda se le aparecería otras veces, cuando se encontraba en Varsovia, en el convento de Nuestra Señora de la Misericordia, entre ellas el 1o. de agosto de 1924, vigilia de la festividad de Nuestra Señora de los Ángeles. Así lo narra una de sus cohermanas, sor Justina, al hablar de su convivencia con la mística en el convento de Wilna:
Cuando estábamos juntas en Wilna, la hermana Faustina trabajaba en el jardín y yo en la cocina; estaba sola y sobrecargada. Muchas veces, por la noche, al apagar las luces todavía tenía montones de trastes por lavar. Entonces la hermana Faustina venía en mi ayuda, aunque era de salud débil y estaba muy cansada. Pero su amor hacia al prójimo era tan grande que me ayudaba con gusto. Recuerdo que en cierta ocasión fui enviada por la madre superiora a la ciudad y la hermana Faustina debió sustituirme en la cocina. Y cómo me admiré cuando regresé de la ciudad y la vi sentada tranquilamente en un banco; todo el trabajo estaba terminado. “Hermana Faustina”, le pregunté, “¿cómo fue esto posible? ¿Quién la ayudó?” Ella respondió con una delicada sonrisa: “¡Los Ángeles me ayudaron, si no, no lo habría conseguido!”2
María Winowska, su biógrafa, añade la siguiente observación:
Como la hermana Faustina era muy ágil e inteligente, tal vez fuera posible que la respuesta que dio a su cohermana Justina haya sido una broma. Sin embargo, sabemos de otras fuentes que estaba en contacto íntimo con su Ángel de la guarda, quien muchas veces se le apareció visiblemente. A su manera infantil, la hermana Faustina no vio en esto nada extraordinario. Así escribe claramente el 19 de octubre de 1935 en su diario: “Salida de Wilna a Cracovia para los retiros de ocho días. Vi temprano por la mañana a mi Ángel de la guarda, quien me acompañó todo el viaje. Desapareció en la entrada del convento, en Varsovia. Cuando abordamos el tren, lo vi de nuevo a mi lado, sumergido en Dios. Pero yo miré hacia él. Apenas traspasado el umbral del convento ya no lo vi más.” Con el tiempo, esta presencia auxiliadora fue todavía más necesaria y también más clara. Pero, ciertamente, no está prohibido recordar una imagen maravillosa de Murillo en la que los Ángeles manejan las ollas y sartenes, mientras el hermano de la cocina se encuentra en éxtasis. ¿Por qué, entonces, no pudo suceder algo semejante con la hermana Faustina? En su afirmación presenta la firme convicción de que “sin su ayuda no podía haber realizado el trabajo”; y nosotros podemos imaginarnos muy bien que llamó a los Ángeles en su ayuda.3
La hermana Faustina fue exhortada de una manera misteriosa o mística al inicio de su vida religiosa a preocuparse por determinadas almas del purgatorio. Así aparece en su diario:
Un día pregunté al Señor por quién más debía rezar aún. Él me respondió: “La próxima semana te lo voy a comunicar.” Vi a mi Ángel de la guarda, quien me ordenó seguirle. De pronto me hallé en un lugar oscuro rodeado de llamas. En éstas había almas sufriendo. Rezan insistentemente pero sin efecto para sí mismas. Solamente nosotros podemos ayudarlas. Las llamas que las quemaban no me tocaron. Mi Ángel de la guarda no se apartó de mi ni un instante. Pregunté a las almas: “¿Qué os causa el mayor tormento?” Y me respondieron unánimemente: “Nuestro mayor tormento es nuestro deseo por ver a Dios” […] Deseaba todavía conversar más con ellas, pero mi Ángel de la guarda me hizo señas de continuar, y salimos de esta prisión tan dolorosa.4
El 20 de octubre de 1936 escribe:
Hoy visité el infierno en compañía de un Ángel. Es un lugar con grandes tormentos y de enorme extensión. De todos los tormentos que vi, la pérdida de Dios es el mayor dolor […] hubiera yo muerto a la vista de estos martirios, si la omnipotencia divina no me hubiese fortalecido. El pecador tiene que saber que debe sufrir según el tipo de su pecado, y sufrir para siempre. Yo escribo esto por orden de Dios, para que nadie pueda disculparse con la excusa de que ningún ser humano ha estado jamás allí y por ello no se sabe qué es el infierno. Yo, sor Faustina, estuve por orden de Dios en el abismo del infierno para testificar que existe […] Vi que el infierno estaba poblado de almas que aquí (en la tierra) no creyeron en su existencia. A partir de este día rezo aún más por la conversión de los pecadores.5
Así como la hermana Faustina mantenía una relación familiar con los espíritus celestiales, no es de admirar que, por el contrario, fuera molestada por los ángeles caídos.
El Jueves Santo de 1934 le decía Jesucristo en una visión: “Quiero que te entregues totalmente por los pecadores, especialmente por aquellos que han perdido toda esperanza en la divina misericordia.”6 Con el permiso de su confesor se obligó con el siguiente acto de consagración:
En presencia del cielo y de la tierra, en presencia de todos los coros de los Ángeles y de los poderes celestiales, en presencia de la Madre de Dios virginal, declaro hoy a Dios uno y trino que me consagro en unión con Jesucristo, el Salvador de las almas, por libre voluntad en favor de la conversión de los pecadores, especialmente por aquellos que perdieron toda esperanza en la divina misericordia. La consagración consiste en que por entrega absoluta a la voluntad de Dios quiero tomar sobre mí todos los tormentos, angustias y sufrimientos que padecen los pecadores y comunicarles todos los consuelos que resulten de mi unión con Dios. En una palabra: Sacrifico por ellos todas mis Misas, comuniones y ejercicios de penitencia y humillaciones, así como también todas mis oraciones. No temo los golpes de la justicia divina, porque estoy unida con Jesús. Oh, Dios mío, quiero expiar por las almas que adolecen de confianza en tu misericordia. Espero contra toda esperanza en tu misericordia infinita, Señor mío y Dios mío. Cuando me entrego de esta manera no cuento con mis propias fuerzas sino con aquellas que brindan los méritos de Jesucristo. Cada día de mi vida quiero repetir este acto de consagración en la oración que Jesús me enseñó: ¡Oh, sangre y agua, que salieron del Corazón de Jesús como de la fuente de la misericordia, en vos confío!7
Las consecuencias de esta entrega de sí misma por los pecadores no se hicieron esperar: a partir de este día, el diablo entró abiertamente en su vida; con pérfidos ataques o molestias verdaderas comenzó a perseguirla con su odio. Cuatro meses después de esta consagración por los pecadores, el 9 de agosto de 1934, la hermana Faustina anota en su diario:
Adoración nocturna el jueves. Ofrecí esta hora santa entre once y doce de la noche por los pecadores obstinados que ya no esperan en la divina misericordia […] Jesús me comunicó cómo es preciosa para él esta oración expiatoria […] Después de la hora santa, caminando por el corredor hacia mi celda, fui rodeada por una jauría de enormes perros negros que se levantaron y ladraron como si quisieran despedazarme. Me di cuenta de que no eran perros sino demonios. Uno de ellos gritó furiosamente: “¡Te vamos a despedazar, porque nos robaste muchas almas esta noche!” Respondí: “¡Despedazadme cuando Dios así lo desee, porque entonces lo habré merecido! ¡Soy una pobre pecadora, pero Dios es santo, justo e infinitamente misericordioso!” Ante tales palabras los demonios gritaron: “¡Huid, huid! No está sola, el Altísimo está con ella.” Y desaparecieron como un torbellino de polvo en la calle. Pero yo, tranquila, me fui a mi celda y, cantando el Te Deum, adoré la misericordia inagotable del Señor.8
Prosiguieron los ataques, abiertos o velados pero siempre insidiosos, del diablo, como relata la propia hermana Faustina: “Hoy por la tarde se presentó Satanás en mi celda, lleno de ira furiosa y colérica, cuando escribía sobre la misericordia divina y sus beneficios concedidos a las almas. Tenía miedo, pero de inmediato hice con el crucifijo una gran señal de la cruz. Y entonces desapareció el monstruo.”9 En otra ocasión escribe:
Satanás me decía que me odiaba. “Mil almas me hacen menos daño que tú cuando hablas de la gran misericordia del Altísimo”, me gritó: “por tu causa los grandes pecadores tienen nuevamente confianza y regresan a Dios; yo pierdo mi terreno y tú me persigues tanto más cuanto hablas de la misericordia.” Comprendí hasta qué punto Satanás odiaba la misericordia divina.10
Cierta vez, en 1935, después de una Misa solemne en que se entronizó la imagen de Cristo como Rey de la Misericordia en el santuario de Ostra Brama, una multitud de demonios atajó a la hermana Faustina camino del convento; la amenazaron con terribles tormentos y gritaron: “¡Ella nos arrancó lo que desde hace años era de nuestra propiedad!” Al ver el odio terrible de estos demonios, pidió el auxilio de su Ángel de la guarda, quien se mostró en seguida, brillante y claro, y la tranquilizó: “¡No temas, esposa de mi Señor! ¡Sin su permiso no pueden causarte daño alguno!” De inmediato desaparecieron los demonios. Pero el Ángel acompañó en forma visible hasta su casa a la hermana Faustina, que lo describe así: “Su ojo estaba tranquilo y humilde. En su frente brillaba una llama. Oh, Jesús mío, estoy dispuesta a esforzarme toda mi vida y sufrir por este momento, porque he visto tu gloria y la salvación de las almas.”
El 13 de noviembre de 1936 refiere en su diario:
Vi a un Ángel, el mensajero de la ira divina. Sus manos estaban llenas de rayos para el castigo del mundo, principalmente de una ciudad cuyo nombre no puedo hacer público. Supliqué a este Ángel que esperara un poco, hasta que el mundo hiciera penitencia. Pero mi oración no tenía fuerza contra la ira divina. De pronto vi a la santísima Trinidad. El poder de su majestad me penetró totalmente y ya no osé repetir mi oración. En ese mismo instante sentí en mi alma la gracia de Jesús, quien habita en mí, y le supliqué con palabras impregnadas en mi alma que se compadeciera del mundo. En cuanto recé así, vi la impotencia del Ángel de la ira para ejecutar el castigo justo. Nunca en mi vida recé con tanta insistencia. Me fueron otorgadas estas palabras: “Padre eterno, te ofrezco el Cuerpo y la Sangre, el Alma y la Divinidad de tu Hijo muy amado, nuestro Señor Jesucristo, por nuestros pecados y por los pecados de todo el mundo. Por su pasión dolorosa, ten piedad de nosotros.”12
Leída esta anotación, ¿no es excepcionalmente semejante esta oración a la que el Ángel enseñó a los tres niños videntes de Fátima?
La hermana Faustina fue internada, enferma de tuberculosis, en diciembre de 1937 en un sanatorio de Pradnik, cerca de Cracovia. Una semana después de su ingreso, el 16 de diciembre de 1937, escribía:
Mi Ángel de la guarda me ordenó rezar por un alma determinada; en ese momento me informó que un señor se encontraba agonizando. Es singular cómo Jesús me comunica (por medio de mi Ángel de la guarda) que alguien necesita mi oración, en especial los moribundos, y ahora con más frecuencia que antes.13
En efecto, esta venerable religiosa ejerció por orden de su Ángel de la guarda un apostolado de oración muy eficaz por un gran número de moribundos. Diariamente, aún hallándose gravemente enferma, recibía en el sanatorio la sagrada Eucaristía para su gran consuelo.
En cierta ocasión en que esto parecía imposible intervino un Ángel:
Una tarde vino la enfermera y me dijo: “Mañana no va a poder comulgar está demasiado cansada; más tarde ya se verá.” Ante estas palabras sentí un fuerte dolor, pero respondí tranquilamente: “¡Está bien, hermana!” Me esforcé en dormir nuevamente. A la mañana siguiente realicé mi contemplación y me preparé para la comunión, aunque sabía que no iba a recibirla. Pero cuando mi ansia y mi amor habían llegado a su cumbre, de pronto vi al lado de mi cama un Serafín que me ofrecía la Hostia con las Palabras: “¡Recibe al Rey de los Ángeles!” Después de la comunión mi espíritu fue elevado por amor y admiración. Esto se repitió durante 13 días. Cada tarde nacía la inseguridad de no saber si recibiría la comunión al día siguiente. No me atrevía ni a pensar en ello. Confié solamente en Dios. Cuando un día, poco antes de la comunión, tuve una pequeña duda, vi al Serafín ante mí con la Hostia. Le pregunté, primero, al Señor Jesús, y cuando no recibí una respuesta, al Serafín: “¿No podría confesarme?” Él me contestó: “Ningún espíritu celestial tiene el poder para atender confesiones.” Inmediatamente, la Hostia estaba en mis labios.14
La hermana Alfreda, una enfermera que cuidaba a sor Faustina en su grave enfermedad, ofreció el siguiente testimonio:
La situación de la hermana Faustina era muy grave. Después enfermó el padre espiritual. Durante algunos días no se pudo celebrar la santa Misa en la capilla del sanatorio. Cuando le dije a la hermana Faustina (con el gran deseo que siempre manifestaba para la unión con el Señor en la Eucaristía) cómo me sentía con ella (porque no iba a poder recibir la comunión), me respondió con una sonrisa: “Ya recibí hoy por la mañana al Señor.”15
Esta existencia de expiación y sacrificio en el servicio de la misericordia divina se apagó el 5 de octubre de 1938. Durante los 33 años de su corta vida había sido enriquecida por su esposo divino no sólo con numerosas gracias y visiones, sino también con una relación frecuente e íntima con los santos Ángeles.
Ladislas Rubin, obispo polaco ‑hoy prefecto cardenal de la Congregación por las Iglesias Orientales‑, compara en su prefacio para el libro de M. Winowska Postulado a la misericordia. El ícono de la hermana Faustina16 a la mística de Polonia con Teresita de Lisieux: las dos se asemejan en su enfermedad mortal, la tuberculosis, pero principalmente por el espíritu de carmelo que ambas vivieron interiormente y por su misión: “Ofrecer su vida como expiación por los ‘pecadores más tristes’, por los incrédulos y los ateos”. Además, la hermana Faustina bien pudo también haber concebido la oración al Ángel de la guarda que escribió santa Teresita del Niño Jesús en su Historia de un alma:
Sublime guarda de mi alma que brillas en el cielo como una llama tierna y pura cerca del trono del Eterno, tú vienes a esta tierra por mí, me iluminas con tu esplendor. Bello Ángel, te hiciste como mi hermano, mi amigo, mi consuelo.
Conociendo mi gran debilidad me guías de la mano. Te veo apartar con ternura las piedras del camino. Constantemente me invita tu voz amorosa a mirar hacia el cielo. Cuanto más humilde y pequeña me ves tanto más brilla tu rostro.
Oh, tú, que recorres el espacio más rápido que los rayos, ¡vuela hacia aquellos que me son queridos! ¡Con tus alas seca sus lágrimas! ¡Canta cómo es bueno y misericordioso, Jesús! ¡Canta las alegrías que posee el sufrimiento! Y silenciosamente pronuncia mi nombre; quiero salvar en mi corta vida a mis hermanos, los pecadores. ¡Oh, bello mensajero de la patria, dame tus brasas ardientes! No tengo otra cosa que mis dones de sacrificio y mi pobreza sin adorno. Unidos a tus alegrías, ¡condúcelos al Dios trino!
¡A ti el reino y la honra, los tesoros del Rey de los reyes! ¡A mí el pan del santo banquete, a mí el tesoro de la cruz! ¡Con la cruz, la Hostia y tu ayuda celestial, espero pacientemente la felicidad de la otra vida, que es eterna!17
Al igual que Teresita de Lisieux, la hermana Faustina, afirmaba el cardenal L. Rubin y confirmamos todos, quería sentarse
a la “mesa de los pecadores”, para compartir su suerte con todos y en todo excepto en el pecado y obtener la misericordia para ellos. Dios tomó en cuenta su palabra, y hoy sabemos que su sufrimiento y su dura muerte no eran todavía aquella “lluvia de rosas” que sobrevino sobre el mundo después de su muerte.