San Agustín habla de manera explícita sobre el tema principalmente en De Civitate Dei (Ciudad de Dios), escrita entre los años 413 y 425; en Enarrationes in Psalmos (Explicación de los Salmos), entre 396 y 416; en De Genesi ad litteram (Exégesis literal del génesis), de los años 393-394, y en su “manualia”: Enchiridion ad Laurentium sive defide, spe et caritate. Sobre la verdadera religión: “Veneramos a los Ángeles por amor, no por sumisión.” El término demonio para nombrar a los Ángeles era usual entre los platónicos cristianos e incluso entre los propios cristianos. Mientras aquéllos aplicaron indistintamente la expresión demonios a Ángeles buenos y a ángeles malos, entre nosotros los cristianos ‑señala san Agustín en De civitate Dei– recibió un significado negativo, diferente del que se usaría para denominar a los Ángeles que permanecieron fieles a Dios. En su Explicación al Salmo 135 (núm. 3) informa que la mejor denominación para seres sobrenaturales sería Ángeles, porque de tal manera se indica el servicio de mensajero que ejercen en obediencia a Dios.
Creación de los Ángeles
En definitiva, ¿cuándo fueron creados los Ángeles? Sobre esta pregunta ‑observa san Agustín7‑ existen entre los teólogos diferentes opiniones; sin embargo, es erróneo situar la creación de los Ángeles al final del sexto día de la creación. Para defender esta afirmación cita el siguiente pasaje del libro de Job: “Cuando las estrellas se crearon, me aclamaban con alta voz todos mis Ángeles” (Jb 38,7). Como las estrellas fueron creadas el cuarto día, los Ángeles debían de existir con anterioridad. Tampoco pudieron ser obra del segundo o tercer día, porque las Escrituras describen exactamente lo llamado a la existencia en esos días. Si los Ángeles y su creación, en suma, se incluyen dentro de la obra de seis días de la Biblia, deben ser entonces aquella “luz” creada el primer día, como opina Agustín en De civitate Dei8. Esta afirmación no buscaba demostrar que los Ángeles fueron llamados a la existencia antes que todas las demás criaturas. Más bien representa la convicción,9 pronunciada más tarde por el IV Concilio de Letrán, en 1215 (DS 800), de que Dios creó todo al mismo tiempo, teoría presentada explícitamente por san Agustín.
En cuanto al número de los
Ángeles y su relación con el número de los hombres, algunos autores que le
precedieron intentaron descubrir evidencias significativas en algunas citas de
las Escrituras. San Agustín fue más reservado, declarando simplemente: “El
número [de los Ángeles] no lo conocemos.” Sólo en una ocasión
observa que los hombres deberían llenar los vacíos dejados en las hileras de
los espíritus celestiales por la caída de los Ángeles. Cuidadosamente, san Agustín
confirma la existencia de los Tronos, Dominaciones, Principados y Potestades,
porque así los describe el apóstol san Pablo. Tampoco duda que la Biblia, al
usar estos cuatro diferentes nombres para los Ángeles, exprese también diferencias entre ellos.
En cuanto a la esencia de la naturaleza angelical, el obispo de Hipona se adhirió a quienes definían a los Ángeles como seres compuestos de cuerpo y alma. En su obra De libero arbitrio (Sobre la libre voluntad), terminada el año 395, defiende que cada criatura espiritual posee también un cuerpo ‑al contrario de Dios, que es Espíritu puro.
No obstante, san Agustín tampoco se decidió por el concepto, hoy generalmente aceptado, de la naturaleza exclusivamente espiritual de los Ángeles. Sus razones para tal indecisión las ofrece en una carta fechada el año 408: La idea de que los Ángeles aparecen vestidos con un cuerpo parece contradecir el versículo del Salmo donde se lee que Dios “tiene por mensajeros a los espíritus” (Sl 103,4); aunque definir a los Ángeles como espíritus puros genera una mayor dificultad: ¿cómo explicar entonces que pudieran ser percibidos por los sentidos humanos, hospedados por los hombres, quienes lavaron sus pies y les sirvieron comida y bebida? El Apocalipsis, por su parte, los describe como sólo es posible describir a un ser corpóreo. La explicación de san Agustín es que en este versículo del salmo citado, la palabra “espíritu” constituiría únicamente una parte del todo, al igual que para hombre, en la Sagrada Escritura, la palabra alma lo representa en su totalidad.
El paso del tiempo no reduciría su preocupación por el citado versículo del Salmo; su deseo por mantener una cierta corporalidad angelical lo orillaría a precisar la siguiente tesis: el pasaje “Tienes por mensajeros a los vientos [espíritus], y por ministros llamas de fuego” (Sl 104,4) podría describir, en el primer enunciado, la parte espiritual de la naturaleza angelical y, en el segundo, la corporal, el cuerpo de fuego de los Ángeles; posiblemente este versículo pudiera también significar que en los Ángeles debe de arder el fuego espiritual de un santo amor.
Al final de su vida, san Agustín prefería aún defender que los Ángeles poseen un cuerpo. En el libro 21 de De civitate Dei, terminado apenas el año 426, aclara cómo los Ángeles caídos pudieron ser castigados con un fuego material, considerando las dos opiniones sobre la esencia angélica: a) Que la naturaleza angelical fuera corporal‑espiritual, destacando éste como el parecer de hombres doctos ‑“sicut doctis hominibus visum est” (De civitate Dei, XXI, 10)‑; b) Que la naturaleza de los Ángeles fuera estrictamente espiritual, tesis opuesta hacia la cual expresa su antipatía cuando utiliza la expresión hipotética: “Si alguien asegurara que los demonios no tienen un cuerpo…” ‑“Si autem quisquam nulla habere corpora daemones adseverat…” (De civitate Dei, XXI, 10).
Ahora bien, definir la cualidad de este cuerpo angelical constituiría una cuestión difícil, ya que el cuerpo de los Ángeles es parte de las cosas celestiales; en este aspecto, parecen cobrar vida las palabras de la Escritura: “Es difícil y penoso formar un juicio correcto sobre las cosas terrenales que vemos; ¿quien podrá, entonces, escrutar las celestiales?”
Antes de esto, san Agustín demuestra más interés en dilucidar si el cuerpo angelical tiene una estructura firme o si es espirituforme. Para suponer que el cuerpo angelical es palpable, se basó en los relatos de las Escrituras sobre Ángeles que habían sido vistos y tocados, patriarcas que les habían lavado los pies, o incluso aquél del patriarca Jacob donde éste lucha contra un Ángel. Otros hechos fundamentan la teoría contraria, en particular la influencia de los Ángeles en la fantasía e inteligencia del hombre sin afectar los sentidos corporales, como expresa el libro de Zacarías ‑“Y el Ángel que habló en mí dijo” (Zc 1,9)‑ con las palabras “en mí” y no “para mí”, o en el caso de san José, con quien el Ángel se comunicó durante el sueño.
San Agustín se decidió por la hipótesis comúnmente aceptada en aquel tiempo, según la cual los ángeles caídos, los demonios, tendrían un cuerpo de aire y, por el contrario, los Ángeles buenos, un cuerpo brillante y etéreo semejante al que algún día poseerán los santos resucitados, o sea, un cuerpo glorificado.
Para una mejor comprensión del argumento agustino debe mencionarse que en la antigüedad se creía que no solamente la tierra sino también el espacio del aire y del cielo estaban habitados: el espacio del aire por los demonios y el cielo de fuego por los Ángeles.24 Así como los hombres, habitantes de la tierra, poseemos un cuerpo de tierra, se atribuyó a los demonios, habitantes de los aires, un cuerpo de aire, y a los Ángeles, habitantes del cielo fogoso, un cuerpo de fuego etéreo; ésta parece ser la tesis implícita en la Sagrada Escritura cuando se mencionan los “Ángeles en el cielo” (Mt 18,10) y se nombra al diablo príncipe del imperio del aire (cfr. Ef 2,2).
Al igual que san Agustín, la mayoría de los padres de la Iglesia y teólogos hasta la pre-escolástica, en el siglo XII, no conocía la naturaleza puramente espiritual de los Ángeles; no obstante, su gran mérito fue haber superado la imagen de un cuerpo angélico material, alabando las enormes ventajas del cuerpo angelical, etéreo, sobre el cuerpo humano. Los Ángeles, siempre según san Agustín, poseen un perfecto dominio sobre su cuerpo,25 que además es mucho más fino26 y por ello más ágil que el cuerpo humano.27
En las explicaciones angelológicas agustinas llama poderosamente la atención que escribiera tanto sobre la esencia de los Ángeles, la fuerza de su conocimiento, la libertad de su voluntad y su elevación en la sobrenaturaleza, y nunca cuestionara explícitamente ‑tema de tanto interés para nosotros‑ si cada hombre posee a su lado un santo Ángel como custodio.
No obstante, en cierta ocasión afirmó que todo objeto visible se mantiene bajo el dominio de un Ángel (“Una quaeque res visibilis in hoc mundo habet potestatem angelicam sibi praepositam, sicut aliquot locis divina Scriptura testatur”28); asimismo, declaró que a los Ángeles se les confió la custodia de toda la humanidad.29 Quizá sea posible concluir de estas citas que san Agustín opinaba que cada hombre sí tiene un Ángel de la guarda, ya que admitía, al igual que ciertos teólogos que le precedieron, que Dios, en su misericordia, colocó a los pueblos paganos bajo la protección de los Ángeles y al pueblo elegido de Israel directamente bajo la suya.30 A pesar de esto, nunca se expresó sobre el Ángel de la guarda ubicado junto a cada hombre en particular. La razón de ello -piensa K. Pelz31‑ radicaría en las circunstancias de aquella época: es interesante notar que san Agustín advertía constantemente al ambiente católico contra una veneración exagerada de los Ángeles, en contraposición a los paganos de la época, que los llamaban dioses y les prestaban honra divina. En estas circunstancias, el vigilante obispo de Hipona no juzgó oportuno acentuar la doctrina de los Ángeles de la guarda, para no propiciar entre los cristianos una posible veneración idólatra.
En cuanto a la relación de los Ángeles con los hombres, san Agustín afirma expresamente que les debemos muchos beneficios. Defiende también que los Ángeles, por el mandamiento del amor al prójimo, están obligados a ayudarnos.32 En especial, nos comunican los beneficios de Dios, ante quien presentan nuestras oraciones.33
San Agustín ofrece también varias teorías sobre la manera en que los Ángeles pueden aparecérsenos: O moldean un cuerpo más grueso, de elementos terrenales, del cual se sirven como nosotros usamos un vestido, por lo que pueden variar su aspecto si cambian ese cuerpo asumido -como si mudaran sus vestiduras‑, o poseen el poder de dar a su cuerpo etéreo cualquier forma visible, afirmación no tan absurda cuando también a los hombres nos es posible, por medio de emociones fuertes, cambiar nuestro aspecto exterior. No obstante, nunca se decidió por ninguna de estas dos hipótesis ni manifestó preferencia por alguna -fundamentándose en la Sagrada Escritura‑, tal vez para no verse obligado a dar extensas y laboriosas explicaciones.34
El santo atribuye a los Ángeles la capacidad de colocar a los hombres en un estado de visión, es decir, en una percepción espiritual en la cual el hombre, con su fuerza imaginativa, ve imágenes de cuerpos o fenómenos corporales. Las razones que lo motivaron a conferir a los Ángeles este talento de elevar al ser humano a la vista de lo espiritual son las siguientes: En la Sagrada Escritura se habla de una comunicación espiritual de los Ángeles con los hombres; san Agustín cita en concreto la primera visión del profeta Zacarías (cfr. Zac 1,9), después de la cual el profeta pregunta a Dios: “¿Qué son éstos, mi Señor?” Y a continuación se lee: “Y el Ángel, que hablaba en mí, me dijo.” De este “en mí”, san Agustín concluye que el profeta no vio al Ángel con sus ojos ni lo escuchó con sus oídos corporales; se trataba, más bien, de un mirar y escuchar espiritual. También alude a la observación sobre san José en el Evangelio de san Mateo: “He aquí que se le apareció en sueños un Ángel del Señor y le dijo.” (Mt 1,20); las palabras “en sueños” explican que san José no vio al Ángel con ojos corporales ni lo escuchó con oídos corporales, sino como se ve y escucha a alguien en el sueño.35
En esta doctrina de las visiones adoptó rasgos fundamentales del neo‑ platonismo.36 Conoció, además, hechos maravillosos que le permitieron encontrar una explicación a la capacidad angélica de inspirar pensamientos en los hombres. En su obra De cura gerenda pro mortuis (Sobre la solicitud para con los difuntos) narra uno de estos sucesos maravillosos en los que un hombre es colocado en el estado de visión: En un lugar cercano a la ciudad episcopal de Hipona habitaban dos hombres llamados Curma, de los cuales uno era un pobre campesino y el otro un herrero. Un día, el campesino Curma enfermó; estaba como muerto en su cama; sólo una muy débil respiración le salvó de ser sepultado vivo. Después de algunos días despertó de su estado e inmediatamente ordenó a la gente que fuera junto al herrero Curma, para ver qué estaba haciendo. Fueron con él y se admiraron mucho de que el herrero hubiera muerto en el momento en que el campesino regresaba a la vida. Éste, entonces, relató detalladamente lo que había experimentado en el estado de muerte aparente: Había sido llevado al reino de los muertos, donde fue bautizado; después lo trasladaron al lugar de los santos, pero éstos lo despidieron, diciéndole que si realmente quería llegar junto a ellos debía recibir el bautismo de manos de san Agustín. Cuando argumentó que ya había sido bautizado le respondieron que eso había sido solamente una visión; debía dejarse bautizar en la realidad. Al regresar al mundo de los vivos, alcanzó a escuchar que no era él, el campesino Curma, sino el herrero Curma, quien había sido destinado a ser llevado al reino de los muertos. En la siguiente fiesta de Pascua, el campesino Curma fue bautizado, como le aconsejaran los Ángeles, por san Agustín, a quien, no obstante, no comentó nada de su enfermedad ni de su visión. Sólo cuando transcurrieron dos años conoció el santo de Hipona estos hechos, en una oportunidad en que se hablaba casualmente sobre ellos en la mesa; y ya no estuvo tranquilo hasta que trajeron a su presencia al campesino, quien narró detalladamente este suceso, y a algunos vecinos honorables que testificaron que así lo había relatado inmediatamente después de sucedido.
Sin embargo, a san Agustín no le satisfacía la teoría que defendía la capacidad de los Ángeles para colocar a los hombres en estado de visión. Su espíritu filosófico buscaba respuestas a cómo podían infundir en el hombre determinadas percepciones o pensamientos. Consciente de la dificultad del problema, afirmaba humildemente que prefería recibir una buena explicación que darla, asegurando que sus exposiciones debían entenderse como meras suposiciones.37
Su primer intento por brindar una verdadera respuesta aparece en una carta del año 389. Su teoría se fundaba en el principio de que el cuerpo y el alma mantienen cierta reciprocidad: cada acontecimiento que afecta al alma encuentra un reflejo en el cuerpo. Si el suceso espiritual alcanza un grado determinado, el hombre podrá ver, incluso con sus débiles sentidos, una influencia del alma sobre el cuerpo, como se observa en estados agudos de alegría o tristeza. Nosotros desconocemos las huellas que permiten imprimir en el cuerpo un pensamiento, pero los Ángeles, por el contrario, sí las conocen, gracias a su aguda inteligencia. En consecuencia, no solamente el alma influye en el cuerpo sino también el cuerpo en el alma. Esta teoría puede comprobarse ‑asegura san Agustín‑ en la relación recíproca entre la ira y la hiel: ante una manifestación de ira aumenta la cantidad de hiel, y viceversa, la multiplicación de hiel produce una inclinación más fuerte hacia la ira. Las huellas de los pensamientos en el cuerpo se convierten paulatinamente en hábitos. Ahora bien, según esto, si un Ángel ejerciera influencia sobre una tal huella, suscitaría en el alma el respectivo pensamiento. Que los Ángeles, con su cuerpo etéreo, pueden penetrar en la materia del organismo humano e influir en las huellas del pensamiento en el cuerpo del hombre, está fuera de toda duda si se considera que el propio hombre está capacitado, por ejemplo, para tocar instrumentos de música o ejecutar acciones artísticas; y así como nosotros no observamos que el aumento de la hiel origina una inclinación creciente hacia la ira, tampoco debemos admirarnos cuando no sentimos si los pensamientos o percepciones son generados por la influencia angelical.38
San Agustín se pregunta si los Ángeles no podrían colocar el espíritu humano directamente en una visión. Y posteriormente retoma esta cuestión, corrigiendo su anterior opinión. Así, en De Genesi ad litteram (XII,19), del año 415, declararía, en esta ocasión expresamente, que una imaginación que se aparece a nuestro espíritu podía ser causada tanto en el cuerpo como en el propio espíritu, afirmación comprobada por los sueños, que se originan en el alma ‑personas codiciosas sueñan frecuentemente con sus negocios‑ o en el cuerpo ‑aquellos que se acuestan con hambre o sed sueñan normalmente con comida o bebida.39
Asimismo, se cuestionó cómo discernir si una visión proviene de un Ángel bueno o de un ángel malo o demonio. Según san Agustín, en los siguientes casos la visión es causada por un espíritu maligno: cuando el espíritu del hombre está lleno de odio o cuando inspira objetos que contravienen la fe o las buenas costumbres. En los demás sería difícil o incluso imposible una distinción: difícil, cuando el espíritu maligno no orilla al hombre al odio extremo; imposible, cuando comunica cosas verdaderas o útiles para seducirlo más tarde con mayor facilidad, o cuando ‑usando el lenguaje de la Sagrada Escritura- aparece bajo la forma de un Ángel de luz (cfr. 2 Co 11,14). En estos supuestos, el hombre únicamente reconocerá, con la ayuda del don del discernimiento del espíritu, si la visión es causada por un ángel del mal.40
También se ocupó explícitamente de la caída de los ángeles malos, liderados por Lucifer, mostrando su pleno convencimiento de que la soberbia constituyó la causa de este hecho. La mayor dicha consiste en poseer a Dios y disfrutarlo; los Ángeles participaban de este bien a través de un amor obediente a Dios; pero Lucifer y sus seguidores deseaban ser felices por su propia fuerza, sin Él, por lo que abandonaron el supremo Bien, perdiendo así la felicidad que sí encontraron los Ángeles buenos en la posesión y disfrute de Dios.41
Con respecto a cuándo sucedió esta caída, san Agustín, con el paso de los años, concluiría: La caída de los ángeles no fue simultánea a su creación; tuvo lugar después de un cierto intervalo de tiempo. En De civitate Dei (XI, 15) reunió todos los pasajes de la Sagrada Escritura que lo motivaron a separar temporalmente estos dos sucesos.
Por otra parte, estaba firmemente convencido de la maldad de los ángeles caídos contra nosotros los hombres, a quienes buscan dañar tanto abierta como veladamente.42 Su principal anhelo es corromper el alma humana y someterla a su poder maligno.43 Pero incluso en la vida corporal de los hombres, los demonios procuran causar daño en cualquier ocasión que se les presente. San Agustín no excluye que cada mal que atañe al hombre está dirigido por un demonio determinado.44 Por otra parte, manifestó su firme convicción de que las posesiones diabólicas no solamente acontecían en tiempos de Cristo, sino también en nuestra época; en De civitate Dei45 narra un ejemplo significativo. El obispo de Hipona no veía la posesión como señal de derroche moral ni pensaba que condujera necesariamente a la condenación; según su opinión, existen niños inocentes y recién bautizados atormentados por los demonios.46 Su hipótesis es que Dios otorga en ocasiones este poder a los espíritus malignos para mostrar a los hombres la miseria de la vida terrenal y suscitar en ellos el deseo de la felicidad en el cielo; y para alcanzarla somos auxiliados por los santos Ángeles, quienes ya gozan de esta posesión como recompensa por su fidelidad durante la caída de los ángeles malos