Santa Catalina Labouré

Catalina nació el 2 de mayo de 1806 en Fain‑les‑Moutiers (Burgunda, Francia), en una familia del campo. Ingresó a la congregación de las hermanas misericordiosas de san Vicente de Paul el 21 de abril de 1830, donde permaneció hasta su muerte, el 31 de diciembre de 1876.

Dormí pensando que san Vicente me conferiría la gracia de ver a la santísima Virgen. Finalmente, a las once y media escuché que me llamaban: “¡Hermana! ¡Hermana!” Desperté. Miré hacia donde venía la voz. Provenía del corredor central. Retiré la cortina que estaba ante mi cama. Vi un niño, vestido de blanco, aproximadamente de cuatro o cinco años, que me decía: “¡Levántese y venga a la capilla, la santa Virgen la está esperando!” De inmediato pensé: “Pero van a escucharme.” Y este niño me dio la respuesta: “Esté tranquila, son las once y media; todos están durmiendo.

 Venga; yo la espero.” Me apresuré a vestirme y me acerqué a este niño que aguardaba a la cabecera de mi cama. Me siguió, o mejor, yo lo seguí a él; siempre se mantuvo a mi izquierda e irradiaba rayos de luz por donde pasaba. En todo lugar que atravesamos estaban encendidas las luces; yo me admiraba mucho por esto. Pero aún más me sorprendí cuando entré en la capilla […] La puerta se abrió antes de que el niño la hubiera tocado con la punta de sus dedos. 

Catalina relata tan ingenuamente su aventura que no se percata de que aquí se repite la aventura de san Pedro, relatada en los Hechos de los Apóstoles (12,6‑11), cuando fue liberado de la prisión: “En la noche le despertó un Ángel […] la puerta se abrió por sí misma […] pensaba soñar.”3

La santa continúa su narración: Mi sorpresa fue completa cuando vi encendidas todas las velas y lámparas. Esto me recordaba a la Misa de medianoche (de Navidad). Pero no vi a la santísima Virgen. El niño me llevaba hacia adelante, hasta el presbiterio, donde estaba colocado el sillón del señor director. Allí me arrodillé, mientras el niño permanecía de pie. Cuando se me hizo largo el tiempo de espera, fui a ver si no pasaban las vigilias. Finalmente llegó el momento. El niño me llamó la atención: “¡Aquí está la santísima Virgen. Aquí está ella!” Escuché un ruido […] como el de un vestido de seda que provenía de la tribuna, del lado de la imagen de san José. El ruido cesó en las gradas, hacia la parte donde se lee el Evangelio, en un sillón, igual a santa Ana. Pero no era santa Ana quien estaba sentada en el sillón, sino solamente la bienaventurada Virgen María […] No era la misma figura de santa Ana […] Yo dudaba si verdaderamente se trataba de la santísima Virgen. Pero el niño, que se encontraba de pie, exclamó: “¡Aquí, la santísima Virgen!” Me es imposible describir lo que sentí en mi interior en ese momento. Me parecía que no veía a la santísima Virgen.

René Laurentin explica el relato de la santa:  Todo este inicio presenta la apariencia de un sueño, igual que la liberación de san Pedro en los Hechos de los Apóstoles, quien pensaba soñar. Pero la narración contiene numerosas indicaciones realísticas casi incompatibles con un sueño: Catalina tiene miedo de la llegada de las vigilias que pasan por la noche sobre la tribuna. Duda de la identidad de la santísima Virgen. Catalina se encuentra al lado izquierdo, en el coro, delante del reclinatorio de la comunión y observa atentamente el sillón sobre el cual se ha sentado este huésped frente a ella, sobre las gradas del altar. Este visitante es semejante a la imagen colocada sobre el relicario de san Vicente: el sillón en el que está sentada santa Ana mostrando a su hija, la pequeña Virgen María. Como no es santa Ana quien está sentada ahí, entonces debe de ser la Virgen de pie frente a la imagen de santa Ana. ¿Será que ella se había sentado sobre el sillón de su madre? Luego, el niño repite: “¡Aquí, la santísima Virgen!” Pero Catalina todavía no comprende. Guarda distancia, envarada, como enraizada al lado del sillón del señor director, que se ha colocado aquí para la solemne Misa en honor de san Vicente, al día siguiente. 

Y prosigue el relato de santa Catalina: El niño me habló, ya no como un niño, sino como un hombre, con voz alta y palabras insistentes. Entonces miré a la santísima Virgen, salté hacia donde estaba ella, me postré ante las gradas del altar, mis manos sobre las rodillas de la bienaventurada Virgen María. Así permanecí por algún tiempo. Fueron los momentos más hermosos de mi vida. Me es imposible describir fielmente lo que sentí. Ella me decía cómo debía comportarme con mi confesor y otras cosas mas que no puedo revelar; cómo debo enfrentar mi sufrimiento. La Virgen me indicó con la mano izquierda el pie del altar. Allí debería venir, postrarme y desahogar mi corazón; allí recibiré todo el consuelo que necesito […] Después le pregunté qué significaban todo esto que he visto […] Ella me explicó todo.

Ignoraremos lo que anuncia la santísima Virgen sobre unos acontecimientos temporales en Francia y sobre las dos familias religiosas de san Vicente de Paul; sólo nos interesa lo que escribió santa Catalina Labouré en 1856 sobre el fin de la aparición:  Permanecí aquí no sé cuánto tiempo. Todo lo que recuerdo es que cuando ella hubo salido noté que algo se desvanecía, más bien como una sombra que se movía hacia la tribuna por el mismo camino por donde ella había venido. Me levanté de las gradas del altar y entonces percibí al niño allí donde lo había dejado. Me decía: “Ella ha salido.”

De inmediato regresamos por el mismo camino, de nuevo completamente iluminado, y el niño se mantenía siempre a mi lado izquierdo. Creo que este niño era mi Ángel de la guarda que se hizo visible para mostrarme a la bienaventurada Madre de Dios, porque había rezado mucho para que él me concediera esta gracia. Estaba vestido de blanco y mostraba una luz maravillosa, es decir, estaba brillante de luz. Su edad era aproximadamente de cuatro o cinco años. Cuando regresé a mi cama eran como las dos de la madrugada […] Escuché tocar el reloj. Ya no pude dormir.7 

“Creo que este niño era mi Ángel de la guarda” ¿No recuerdan estas sencillas palabras de la hermana Catalina Labouré nuevamente a san Pedro? En efecto, de él se dice en los Hechos de los Apóstoles: 

El Ángel añadió [a san Pedro en la cárcel]: “Cíñete y cálzate tus sandalias.” Hízolo así. Y agregó: “Envuélvete en tu manto y sígueme.” Y salió en pos de él. No sabía Pedro si era realidad lo que el Ángel hacía; más bien le parecía que fuese una visión. Atravesaron la primera y la segunda guardia, y llegaron a la puerta de hierro que conduce a la ciudad. La puerta se les abrió por sí misma, y salieron y avanzaron por una calle, desapareciendo luego el Ángel. Entonces Pedro, vuelto en sí, dijo: “Ahora me doy cuenta de que realmente el Señor ha enviado su Ángel” (Hch 12,8‑11).