Al respecto, son realmente significativas las palabras que Dios Padre dirigió en cierta ocasión a los Ángeles en presencia de santa Brígida: “Vosotros sois mis amigos y la llama de vuestro amor arde en mi corazón. Yo concederé por vuestros pedidos, misericordia a mi hija Brígida.”2
Con cierta frecuencia, los Ángeles hablaban con ella, comunicándole por orden divina revelaciones celestiales.3 En la introducción a las lecturas del oficio para las hermanas de la orden del Salvador, dictadas a la santa por un Ángel y dirigidas en su totalidad a la Reina de los Ángeles y a sus privilegios de gracia -el llamado Sermo angelicus-, Pedro de Alvastra, director espiritual de santa Brígida, relata:
Después de que santa Brígida vivió varios años en Roma, en un edificio situado al lado de la iglesia de San Lorenzo, en Damasco, perteneciente a un cardenal, aún no había decidido qué lecturas debían ser tomadas para el oficio de las hermanas religiosas de su convento de Vadstena, en Suecia, cuya fundación le había ordenado Cristo y cuya regla Él mismo le había dictado en honor de su Madre virginal. Atosigada por esta duda, rezaba santa Brígida. Entonces, Cristo se le apareció y le dijo: “Te voy a enviar a mi Ángel, quien revelará las lecturas que deben ser leídas por tus hermanas religiosas en los maitines. ¡Él te las dictará y tú las escribirás como él te diga!”.
La bienaventurada Brígida habitaba un cuarto con una ventana dirigida hacia el altar de iglesia (San Lorenzo, en Damasco), a través del cual podía ver y adorar diariamente el Cuerpo (eucarístico) de Cristo.
En este cuarto se sentaba cada día con una tabla y una pluma en la mano, dispuesta a escribir, después de haber rezado las horas del oficio y sus demás oraciones. En esta disposición esperaba al Ángel del Señor. Éste llegó realmente, se colocó a su lado y allí permanecía, honrándola con su presencia; pero siempre dirigía su rostro y su mirada en actitud reverente hacia el altar, donde estaba conservado el Cuerpo (eucarístico) de Cristo. Estando de pie, el Ángel dictó clara y ordenadamente, en la lengua materna de santa Brígida, las lecturas determinadas para cada día designado sobre la gran excelencia de la santísima Virgen María, elegida desde toda la eternidad. Ella misma escribió con gran atención estas lecturas, según el dictado del Ángel. Diariamente mostraba a su padre espiritual lo que había escrito en la jornada. Aconteció en fechas singulares que el Ángel no acudía para el dictado. Y cuando en una de estas ocasiones, su padre espiritual le preguntó sobre lo escrito ese día, ella respondió humildemente: “Padre, hoy no escribí nada; esperé durante largo rato al Ángel del Señor, para que me dictase lo que debía escribir, pero no llegó”. De esta manera fue indicado y escrito por boca del Ángel el siguiente Sermo angelicus sobre la excelencia de la santísima Virgen María […] Una vez concluido el dictado del Sermo angelicus, el Ángel le dijo: “Ve; yo preparé la falda de la Reina del cielo. ¡Cosedla como podáis!”4
Al igual que la mayoría de los teólogos de la pre-escolástica y escolástica, la vidente de Suecia, como se descubre en aquellos párrafos de las “revelaciones” que aluden a los Ángeles, vio a cada hombre rodeado por un Ángel bueno, el Ángel de la guarda, y por un ángel caído, un espíritu que estorbaba.
De los muchos textos de santa Brígida sobre los Ángeles,5 presentaremos solamente algunos pasajes escogidos.
Cierto día, Dios Padre le habló: Escucha lo que Yo te digo y guarda lo que te ordeno […] Solamente es digno de toda honra Aquel que es y era eternamente y creó por amor a los Ángeles como también a los hombres, por cierto, solamente para que muchos participen en su gloria. Yo soy el mismo en poder y voluntad que fui en aquel entonces, cuando mi Hijo se encarnó. En Él soy y fui Yo, y Él es en Mí, y el Espíritu Santo en Nosotros los dos […] Además, debes saber que a los Ángeles, antes de que pudieran verme en la bienaventuranza celestial, les fue mostrada una luz en la que debían decidirse por mí o contra mí. Muchos no cayeron, no tanto por que conocieran mi ley y mi justicia, sino porque querían reafirmarse en mi presencia. Pues algunos vieron que todos los que aman verdaderamente a Dios lo ven y pueden quedarse con Él para toda la eternidad; pero aquellos que me odian deben ser castigados eternamente con la privación de la visión beatífica de mi gloria. No obstante, escogieron su concupiscencia y orgullo, el odio contra mí, en vez de amarme, para que pudieran alegrarse de mi visión por siempre. Una justicia semejante a la de los Ángeles también fue aplicada a los hombres, porque primero el hombre debe amar a Dios sinceramente; sólo entonces podrá verlo. Por eso quería nacer mi Hijo, por amor infinito, según la ley, para que fuese visible en humanidad quien no puede ser visible en su divinidad. Así fue otorgada la libre voluntad a los hombres como también a los Ángeles, para que aspiren a lo celestial y desprecien lo terrenal.
Cuando santa Brígida se hallaba en Nápoles, después de su peregrinación a Tierra Santa, Cristo se quejó amargamente con ella de los muchos pecados de los habitantes de esa ciudad:
«Escucha atentamente esto que te digo ahora: Yo soy el creador y Señor de todas las cosas, también de los Ángeles, tanto de los fieles como de los caídos. Nadie escapa a mi juicio. Pero el diablo pecó tres veces contra mí: por orgullo, por envidia y por temeridad. Es decir, por amor exagerado a sí mismo, porque era tan orgulloso que quería ser dios por encima de mí y Yo debería servirle y serle sumiso. Y tuvo tal envidia contra mí que si le hubiera sido posible me hubiera matado para constituirse él como el señor sentado sobre mi trono. Tan importante era su propio ser que ya no preguntó por mi voluntad, en cuanto podía imponer la suya propia. Por eso cayó fuera del cielo y se transformó de ser en un Ángel brillante a ser un diablo en la profundidad del infierno. Cuando vi, entonces, que manifestaba contra los hombres su maldad y envidia desmedidas, revelé a los hombres mi voluntad y les di mi mandamiento, para que, cuando lo guardasen gozasen de mi agrado y disgustasen al diablo. Después vine al mundo, por el amor que tengo a los hombres, y acepté la carne de la Virgen María; les enseñé personalmente en palabras y obras, les mostré el camino de la religión verdadera y les abrí el cielo con mi propia sangre, para probar mi amor perfecto y mi afecto para con ellos. Pero ¿qué me causan los hombres ahora? Desprecian mis mandamientos, me arrojan de su corazón, como un veneno, me vomitan de su boca como una cosa abominable y tienen aversión contra mí, como contra un leproso que despide un hedor horrible. Y, sin embargo, abrazan al diablo y sus obras con entrega total, lo atraen hacia su corazón, acatan con avidez y amor su voluntad y obedecen sus insinuaciones perversas. Por esto serán castigados por mi juicio justo en el infierno por toda la eternidad, junto con el diablo y sus secuaces.
Además de la extensa profusión de textos que mencionan a los Ángeles en las “revelaciones” de santa Brígida, podrían también citarse varios pasajes de su Sermo angelicus, bellos e instructivos, donde se alude a la importancia de los santos espíritus celestiales, junto con María, la Reina de los Ángeles, en el plan divino de la creación y la salvación. A manera de conclusión destacaremos sus tres bendiciones (absoluciones) con las que se introducían hasta la última reforma del breviario -de manera similar a las bendiciones en cada lectura de maitines- las lecturas del oficio de las hermanas de la orden del divino Salvador, dictadas a santa Brígida por un Ángel. Antes de la primera lectura del lunes, la bendición dice: “¡A la comunidad con los ciudadanos celestiales nos conduce la Reina de los Ángeles!”; en el oficio del jueves, previa a la segunda lectura: “¡La Virgen, saludada por el Ángel, nos considere dignos de que sean borrados nuestros pecados!”, y antes de la tercera lectura del sábado: “¡La Reina de los Ángeles nos guíe a la gloria del reino celestial!”
Esta súplica de bendición se realizó ciertamente en la vidente de Suecia, cuando a los 71 años de edad terminó el 23 de julio de 1373, con una muerte santa, su agitada peregrinación terrenal, que la había llevado desde el norte hasta el sur, del occidente al oriente.