el Santo seráfico: san Francisco de Asís. Dos años antes de su muerte e ingreso a la comunidad celestial de los Ángeles y santos, fue impregnado en el monte La Verna, después de la visión extática de un Serafín crucificado, con las santas Llagas de Cristo, según relatan explícitamente el beato Tommaso da Celano, primer biógrafo del santo,1 y san Buenaventura:2 Era el verano de 1224; Francisco había ido al monte La Verna para prepararse ‑como era su costumbre‑ para la fiesta del santo Arcángel Miguel, a quien veneraba mucho, mediante un ayuno de 40 días.
Concluida la festividad de la exaltación de la Santa Cruz, Francisco aún se hallaba en la contemplación del sufrimiento de Jesús en la cruz. Tras una noche de oración, brilló sobre él una luz sobrenatural; y vio en éxtasis una corona de blancos rayos ardientes y una figura semejante a un Serafín con seis alas, crucificado, con los brazos extendidos y los pies juntos, dos alas sobre la cabeza, dos extendidas para el vuelo y dos cubriendo su cuerpo. Cuando el santo, por la alegría y el susto recibidos regresó a la conciencia, encontró las cinco llagas en su propio cuerpo.
Todavía sin reponerse de la primera emoción, escribió en un pergamino un himno de agradecimiento y adoración, así como una breve bendición para el hermano León, su compañero, quien añadiría algunas frases, entre las que se lee: “Y llegó la mano del Señor sobre él. Y a causa de la aparición y las palabras del Serafín y de la impresión de las llagas de Cristo en su cuerpo, redactó esta alabanza en el otro lado de la hoja; escribió con propia mano, agradeciendo al Señor por el beneficio recibido.” En la actualidad, y después de un sinnúmero de discusiones al respecto, no existe la menor duda sobre la autenticidad de este pergamino, donde se conservan aún los rasgos semiborrosos de san Francisco.3
Se afirma que este santo fue honrado en diversas ocasiones, tanto antes como después de este suceso, con apariciones de Ángeles, quienes lo consolaban y fortalecían. Así, tal vez sea solamente una bonita leyenda la que cuenta que escuchó una vez que un Ángel tañía un instrumento produciendo tal música celestial, que bastaba para elevarlo al éxtasis.4
Por otra parte, se ha confirmado la visión que tuvo una noche en la capilla Porciúncula, en julio de 1216:5 Ardía por aquel entonces el santo en su deseo de rogar a Dios por la salvación de los pecadores. Esa noche se había retirado en penitencia y oración a una choza cercana a la pequeña capilla Santa Maria degli Angeli, que él llamaba Porciúncula. Encontrándose en profunda oración, se le apareció un Ángel brillante que le dijo: “¡Ve inmediatamente a la capilla! Allí te esperan nuestro Señor Jesucristo y su santa Madre, acompañados de numerosos espíritus celestiales.” Francisco corrió rápidamente al pequeño santuario, en cuyo altar observó esta maravillosa realidad mística: Jesucristo, el Verbo encarnado, sentado en un trono de luz, y a su derecha la santísima Madre, María, rodeados por una gran multitud de Ángeles.
Conmovido de amor y alegría, Francisco se postró en tierra. Jesucristo le habló bondadosamente: “Francisco, escuché tus insistentes plegarias, presentadas por mis Ángeles ante mi trono. En recompensa al celo con que tú y tus hermanos se esfuerzan por la salvación de las almas inmortales, ¡pide esa gracia que tanto deseas! Te será concedida.” El santo se dirigió en primer lugar a la bienaventurada Virgen María, el auxilio de los pecadores y Reina de los Ángeles, y le imploró respaldara la petición que iba a dirigir a su Hijo. Su súplica al Señor fue que concediera la indulgencia de todas las penas por sus faltas, a todos los fieles que, arrepentidos, confesaran sus pecados y llegaran al santuario. De hecho, la santísima Virgen se unió a su fiel siervo en esta súplica que el Señor escuchó, concediendo el gran perdón de Asís -el “perdono di Assisi”‑ , conocido comúnmente como la “indulgencia plenaria de Porciúncula”. Las multitudes de Ángeles que rodeaban a Jesús y a su Madre virginal se colmaron de alegría. Por eso se escogió como Evangelio para la Misa de la festividad de Porciúncula (2 de agosto), aquel pasaje donde Jesús afirma que existe más regocijo entre los Ángeles en el cielo por un pecador que se arrepiente que por noventa y nueve justos que no necesitan el perdón (cfr. Lc 15,7).
Según la tradición, Cristo le había dicho: “Francisco, es mucho lo que deseas, pero tú mereces aún más. ¡Ve con mi vicario y solicítale que confirme en la tierra mi voluntad!” En seguida se puso en camino, acompañado por el hermano Masseo, hacia Perugia, donde se encontraba en aquel entonces el Papa Honorio III, a quien confió esta visión otorgada en la capilla de Porciúncula y la indulgencia concedida por Jesucristo, que él debería reafirmar. “¿Para cuántos años deseas esta indulgencia?”, preguntó el Papa. Y Francisco respondió: “Santo Padre, no quiero años, sino almas.”
La petición del santo de Asís era totalmente novedosa en esa época, cuando una indulgencia plenaria se otorgaba solamente a aquellos que participaban en una cruzada para la liberación del Santo Sepulcro en Jerusalén. El Papa accedió, aunque con la resistencia de la curia, al deseo de Francisco; y cuando éste se encontraba a punto de despedirse con la mayor de las alegrías, el Papa le preguntó: “Oh, cándido hermano, ¿adónde quieres ir sin un documento que confirme nuestro consentimiento?” Pero el santo contestó: “¡Santo Padre, para mí es suficiente su palabra! No necesito ningún escrito. ¡Mi escrito será María; Cristo, el notario, y los santos Ángeles, los testigos!”
El 2 de agosto de 1216, san Francisco, henchido de gozo, anunció la gran indulgencia ante una multitud llegada de todas partes, y los obispos de Asís, Perugia, Todi, Espoleto, Nocer, Gubbio y Foligno, también presentes. Y en verdad llamó a los santos Ángeles como testigos de su gratitud, como aparece en su gran oración de agradecimiento:
Omnipotente, altísimo, santísimo y sumo Dios Padre […] con vuestro amor pedimos nosotros a la gloriosa, santa y siempre Virgen y Madre María, los santos Arcángeles Miguel, Gabriel y Rafael y todos los coros de los espíritus celestiales, los Serafines y Querubines, los Tronos y Dominaciones, los Principados y Potestades, las Virtudes, los Arcángeles y Ángeles […] te agradezcan a Ti, Dios altísimo y verdadero, Eterno y Vivo, junto con tu Hijo muy amado, el Señor Jesucristo, y al Espíritu Santo, el consuelo para toda la eternidad. Amén. Aleluya.6
“A los Ángeles, Francisco los veneró con el mayor afecto”, escribió su biógrafo Tommaso da Celano;7 exhortaba a sus discípulos a no entristecer la mirada de estos espíritus celestiales ni a atreverse a realizar en su presencia lo que ni siquiera osaban hacer ante los hombres, venerarlos siempre y en todo lugar, particularmente a sus Ángeles de la guarda, “qui nobiscum in acie sunt” (“que están junto a nosotros en el frente”), para invocar su auxilio protector; al igual que san Benito, les recomendaba cantar la liturgia de la horas “en la presencia de los Ángeles” (Sl 137,1).
San Francisco consideraba a los Ángeles compañeros auxiliares en la vida y ejemplos en la alabanza al Dios uno y trino, poderosos seres celestiales que nos comunican la bendición de Dios y, junto a nosotros y por nosotros, “presentan al Dios altísimo, verdadero, eterno y vivo nuestro agradecimiento e interceden ante Él por nosotros”.
En el sentido de Dionisio Areopagita y según la creencia general de la Iglesia de su época, sabía de la clasificación de los espíritus celestiales en nueve coros;8 solamente conocía por su nombre a los tres Arcángeles de las Sagradas Escrituras ‑Miguel, Gabriel y Rafael‑, fiel también en este aspecto a la tradición de la Iglesia, al contrario de quienes difundían otros nombres ‑Uriel, Barachiel, Jebadiel y Sealtiel.9
Veneraba de modo muy especial, además de a los Ángeles de la guarda, al santo Arcángel Miguel, como afirma Tommaso da Celano: “Miguel tiene la tarea de presentar las almas humanas ante Dios; por eso debemos venerarlo más que a otros Ángeles.” En su honor, san Francisco guardaba severamente el ayuno desde el día de la Asunción de María hasta la festividad del Arcángel (29 de septiembre). Y exhortaba a cada miembro de su familia religiosa a honrar a este príncipe angelical, a ofrecer y sacrificar algo especial en alabanza y agradecimiento a Dios.10 Al descubrir esta singular veneración del Santo de Asís al Arcángel Miguel, es necesario recordar que desde los siglos V y VI estaba muy divulgado en toda Italia, especialmente en Umbría, honrar a san Miguel, a quien se consagraban numerosas iglesias.11 En este sentido, cuenta una antigua tradición que san Francisco consagró expresamente el convento Sant Angelo de Pantanelli,12 en los lindes entre Umbría y Toscana, a este Arcángel, al igual que el oratorio en Fonte Colombo.13
Asimismo, Francisco ‑en definitiva, hijo de la Edad Media, temeroso de las infestaciones demoníacas, como se observa en sus exhortaciones14 y en algunas fórmulas de su regla religiosa15‑ veneraba e invocaba de manera especial al Arcángel san Miguel a fin de contar con un poderoso protector y defensor frente a los ataques y tentaciones del diablo y de los demás espíritus malignos.
Para concluir este capítulo, recordemos un bello relato que, aunque tal vez legendario, caracteriza excepcionalmente la gran humildad de este santo: Francisco rehusaba recibir el sacramento del orden sacerdotal, porque en una visión se le había aparecido un Ángel que, mostrándole un vaso lleno de agua pura, le decía que la pureza del sacerdote debía ser tan transparente y límpida como ese agua.