En su obra Filotea San Francisco de Sales, dice repetidamente:
¡Realizad constantemente actos de amor a la Madre de Dios, a los santos y a los Ángeles; mantened un trato familiar con ellos, a quienes os dirigiréis frecuentemente con palabras de alabanza y amor! Porque cuanto más encontréis un acceso a los ciudadanos de la Jerusalén divina y celestial, tanto menos resentiréis abandonar a aquellos que todavía se hallan en la Jerusalén terrenal o a los lugares de este mundo.1
La invocación a los Ángeles, principalmente al Ángel de la guarda, constituye, después de la veneración a María, la gran solicitud de san Francisco en Filotea: “¡Sea para ti de gran provecho invocar a tu Ángel de la guarda!”2 “¡Invoca a tu Ángel de la guarda y a los santos para que te auxilien!”3 “¡Invoca a la bienaventurada Virgen María y a tu Ángel de la guarda!”4 “¡Reza a Dios, para que Él te renueve completamente, te bendiga y fortalezca, e invoca a la santísima Virgen, a tu Ángel de la guarda y a los santos!”5.
Asimismo, el santo obispo de Ginebra ofrece también en esta obra (Filotea, pte. 2, cap. 16) “varios consejos para elevar el alma por medio de la oración y los sacramentos, hacia Dios”; en esas páginas trata sobre la “veneración e invocación a los santos”, recomendando especialmente la veneración, en primer lugar, a María y después a los santos Ángeles:
Con los Ángeles debes ser muy familiar. Contempla continuamente cómo se mantienen invisiblemente a tu lado durante toda tu vida. ¡Ama y venera al Ángel de la guarda de tu diócesis, a los Ángeles de la guarda de los hombres con quienes convives, particularmente al tuyo propio! Rézales mucho, alábalos, recurre a su ayuda en tus intenciones espirituales y temporales, para que ellos actúen contigo según tus deseos. El gran Pedro Fabro, primer sacerdote, predicador y lector de teología de la Compañía de Jesús y primer compañero de san Ignacio, vino una vez a Alemania, donde había realizado grandes obras para la gloria de Dios, pasando por la diócesis de su patria, y contó que en el viaje a través de los pueblos heréticos saludaba siempre a los Ángeles de la guarda de cada parroquia y por ello recibió mucho consuelo. Sintió propiamente cómo lo protegieron de los ataques de los herejes y le ayudaron a ganar muchas almas para la doctrina de la salvación y a hacerlos doctos.
Él lo relataba encarecidamente -esto me lo refirió una señora hace cuatro años, es decir, 60 años después de que sucediera, con la mayor emoción. Por eso constituyó para mí una gran alegría consagrar un altar hace un año en aquel lugar donde este santo hombre entró a la luz del mundo, en la pequeña aldea de Villaret, en medio de nuestras montañas de Saboya.6
Sobre los propósitos que un hombre piadoso que viva unido a Dios puede adoptar, los cuales debe repetir en la renovación espiritual de cada mes, afirma san Francisco de Sales al alma amante de Dios, Filotea:
Si a nosotros nos obliga una promesa seria que hayamos hecho a un hombre, cuánto más nos obligan las palabras pronunciadas ante Dios […] Y considera ante qué presencia las pronuncias: ante la corte celestial. La bienaventurada Virgen María, san José, tu Ángel de la guarda […] te miran, acompañan tus palabras en alegre consentimiento con sus oraciones, te vieron con alegría indescriptible ante los pies de tu Salvador, cuando tú le consagraste tu corazón. Era una fiesta de alegría en la Jerusalén celestial.7
En la primera parte de Filotea explica diversas instrucciones y ejercicios “para llegar a partir del primer deseo hasta una decisión firme”; en concreto, en el capítulo 17 compone la siguiente contemplación “Opción del cielo” y aconseja:
¡Imagínate que estás en un amplio campo, completamente solo con tu Ángel de la guarda, como el joven Tobías cuando caminaba hacia Rages! Él te muestra el cielo abierto con todas las alegrías […] después, en la profundidad, el infierno abierto con todas sus torturas […] Cuando por medio de esta preparación te has visto allí, entre cielo e infierno, arrodíllate en la presencia de tu Ángel de la guarda y considera: Realmente, es verdad, estás entre el cielo y el infierno; los dos están abiertos para recibirte según la opción que elijas […] Dios, que castiga por justicia con el infierno y recompensa por misericordia con el cielo, desea con ardiente afán que escojas el cielo. Tu Ángel de la guarda te impulsa fuertemente hacia ese fin; te ofrece de parte de Dios miles de gracias y ayudas para favorecerte en la subida […] ¡Acepta estos ofrecimientos que te brindan la santísima Virgen, los Ángeles y los santos! ¡Promételes que quieres seguir su camino! ¡Toma la mano de tu Ángel de la guarda para que te guíe! ¡Anima a tu alma hacia esta opción!8
Después de estos pensamientos encaja perfectamente lo que san Francisco de Sales observa en Teótimo sobre la diferencia entre meditación y contemplación: La meditación puede compararse con aquella comida que necesita una masticación penosa; la contemplación más bien se parece al beber: “Como éste, también la contemplación se realiza sin ninguna dificultad y resistencia, con alegría y facilidad.” Y aunque puede transportarte hasta la embriaguez, la contemplación solamente es comparable a una embriaguez santa y sagrada.
Al contrario de la embriaguez corporal, la espiritual no nos roba el uso de los sentidos espirituales […] no nos atonta ni embrutece, sino que nos iguala a los Ángeles y en cierto sentido nos diviniza; nos eleva al éxtasis, fuera de nosotros, no para ser iguales a los animales, como la embriaguez corporal, sino para levantarnos por encima de nosotros y depositarnos entre los Ángeles. Entonces, así como ellos, viviremos más en Dios que en nosotros mismos, e impulsados por el amor estaremos totalmente atentos y ocupados, como los santos Ángeles, en ver su belleza y unirnos a su bondad.9
En sus explicaciones sobre la providencia divina menciona también la creación de los Ángeles y su dotación agraciada, así como la caída: Teótimo, hablamos de cosas divinas según las experiencias que obtenemos de la contemplación de los sucesos humanos. Decimos entonces que Dios poseía desde toda la eternidad de la manera más perfecta, el arte de crear el mundo para su propia glorificación. Por eso consideró en su espíritu, primero, a las criaturas más nobles, de quienes quería que lo glorificasen con más honra: los Ángeles y los hombres. Estructuró a los Ángeles según la variedad de sus características y coros, como nos enseñan la Sagrada Escritura y los padres de la Iglesia, y decidió crear también a los hombres en esta variedad que vemos en ellos. Al mismo tiempo, también consideró desde toda la eternidad los medios que deberían servir a los Ángeles y a los hombres para alcanzar este fin determinado. No contento Dios con sólo idear, ejecutó este plan y, de hecho, creó Ángeles y hombres y por su gobierno les concedió, y todavía les concede a las criaturas dotadas con inteligencia, todo lo que necesitan para llegar a la gloria. Dicho brevemente: La más sublime providencia divina es aquel acto por el cual otorga a los Ángeles y a los hombres los medios necesarios y útiles para que puedan alcanzar su fin.10
Todo lo que Dios realizó está determinado para la salvación de los Ángeles y de los hombres.11
Del conjunto de las numerosas criaturas posibles que Dios podía haber creado, escogió y creó a los Ángeles y a los hombres, en cierto sentido con el fin de acompañar a su Hijo, participar en su gracia y gloria y adorarle y alabarle por toda la eternidad.12
Además, Dios decidió en su providencia divina y omnipotente llamar a la existencia a todas las otras cosas, naturales y sobrenaturales, para que Ángeles y hombres le sirvieran y pudieran ser partícipes de su infinita gloria. Aunque Dios quiso crear a los Ángeles y a los hombres con una voluntad libre, con la libertad de escoger el bien o el mal, los creó a todos en la justicia original como testimonio de que su bondad los había destinado para el bien y la gloria. Esta justicia consistía en un amor gozoso que los preparó para la felicidad eterna y los dirigía y guiaba hacia ella. Pero como la inconmensurable sabiduría designó unir este amor con la libre voluntad de los seres inteligentes a fin de que el amor no violara la voluntad, porque deseaba dejar su libertad completa, Dios también previó que una parte de los Ángeles, una parte menor, abandonara libremente este amor y perdiera en consecuencia su gloria. El pecado de los Ángeles podía ser un acto expreso de maldad, sin una tentación anterior o cualquier otra circunstancia que atenuara la culpa. Además, Dios previó también que la mayoría permanecería fiel en el servicio del Señor y Salvador. Por eso Él, que glorificó abundantemente su misericordia en la creación de los Ángeles, quería glorificar ahora su justicia. Así decidió en su justa ira arrojar para siempre a la multitud infeliz de los ángeles infieles, a ellos, que en la presunción de su rebeldía le habían ofendido tan abominablemente.13
1 Seelenführungsbriefe an Laien, Deutsche Ausgabe der Werke des hl. Franz v. Sales, Band 6, Eichstätt, 1966, p. 269.
2 Philothea, pte. II, cap. 3,en ibid., vol. 1, Eichstätt, 1959, p. 75.
3 Ibid., p. 82.
4 Ibid., p. 253.
5 Ibid., p. 259.
6 Ibid., p. 93.
7 Ibid., p. 246.
8 Ibid., pp. 57s.
9 Theotimus, 1. VI, cap. 5, en Seelenführungsbriefe an Laien… vol. 3, pp. 286-189.
10 Ibid., 1. I, cap. 3, en Seelenführungsbriefe an Laien… vol. 3, p. 105.
11 Ibid., cap. 4, en Seelenführungsbriefe an Laien… vol. 3, p. 108.
12 Ibid., p. 109.
13 Ibid., p. 110.
En el libro La Vida de San Francisco de Sales, obispo y príncipe de Ginebra se narra que este gran Doctor de la Iglesia ordenó sacerdote a una persona que tenía un don especial del Señor: el nuevo presbítero podía ver a su propio ángel de la guarda.
Tras la ordenación presbiteral, el sacerdote se quedó en la puerta del templo, haciendo gestos como para que alguien avance delante de él. San Francisco de Sales lo observó y sospechó lo que sucedía. Luego lo llamó a un lado y le preguntó al recién ordenado lo que estaba pasando.
El presbítero, con total normalidad, le contó que discutía con su ángel de la guarda y le explicó lo siguiente: “Antes de que me ordenaran sacerdote él solía caminar delante de mí; pero ahora insiste en darme preferencia”.
El libro señala que San Francisco de Sales se quedó muy impresionado y que se acordó de San Francisco de Asís, quien decía tener la costumbre de saludar primero a un sacerdote y recién después a su ángel bueno. El texto indica que el Doctor de la Iglesia siempre recordó este hecho y que lo mencionaba a los candidatos que querían ser ordenados para que comprendieran la gran dignidad y responsabilidad que es ser sacerdote.