Asimismo, los santos Ángeles desempeñaron un papel trascendental en e1 cumplimiento de sus numerosas tareas, de manera muy semejante a como sucedió con el beato Pedro Fabro.

En primera instancia, Pedro Canisio se apropió de la costumbre de su maestro Pedro Fabro, bajo cuya guía realizó retiros en abril de 1543 para aclarar las últimas dudas sobre su vocación: invocar confiadamente al Ángel de la guarda, entregarse cual niño a su guía y confiarse a él como gran protector poderoso y magnánimo.1

En una memoria dirigida desde Friburgo (Suiza) en enero de 1583 al superior general de los jesuitas, Claudio Acquaviva, Pedro Canisio menciona esta costumbre adoptada del beato Fabro. Así, en un pasaje donde relata varias experiencias que recibió de este su piadoso maestro, escribe textualmente:

 

Al entrar por primera vez en una ciudad o un país, es necesario, según el ejemplo de Pedro Fabro, invocar a los Ángeles y Arcángeles y a los santos más conocidos de esta región y venerarlos, y encomendar a su protección los esfuerzos en el trabajo pastoral. Por su intercesión, Dios concederá ciertamente esta gran ayuda, a pesar de la propia indignidad.2

 

Mucho más importante para este libro que la costumbre ‑que ya conocemos del beato Pedro Fabro‑ de solicitar el auxilio de los Ángeles para el trabajo pastoral, es que a san Pedro Canisio se le concediera en la iglesia de San Pedro (Roma), antes de partir para Alemania, no solamente una revelación del sagrado Corazón de Jesús, sino, en relación con ésta, una visión angelical que él mismo relata vivamente en su diario:

 

El 4 de septiembre de 1549, en la festividad del profeta Moisés y en la octava del santo obispo Agustín, cuando yo debía hacer mis votos, Tú, oh, Señor, me concediste el pensamiento de encomendar mi propia persona y esta celebración tan importante a los apóstoles en la basílica del Vaticano. Sentí que ellos atendieron mi súplica y aprobaron con su poder apostólico que los hiciera anticipadamente ante ellos [los votos]. Les agradecí intensamente esta bendición que me otorgaron los príncipes de los apóstoles y salí consolado de la iglesia, porque pude acercarme con su auxilio benéfico a esta celebración verdaderamente apostólica, la celebración de la profesión religiosa. Pero cuando estaba de rodillas ante el altar de los príncipes de los apóstoles Pedro y Pablo, Tú me concediste un nuevo regalo de tu inmensa gracia: Me otorgaste a mí, que debía profesar poco después mis votos solemnes, un Ángel especial que debería guiarme y protegerme como corresponde a los profesos de la orden, y por medio del cual quisiste instruirme y auxiliarme. Con él, quien a partir de entonces fue mi compañero, me acerqué al altar del sacramento en la basílica de San Pedro y comprendí mejor el ministerio del Ángel colocado a mi lado. Mi alma estaba postrada, deformada, afectada de impureza y debilidad y con muchas faltas e inclinaciones malas. Entonces, el santo Ángel se dirigió al trono de tu majestad e indicó la grandeza y multiplicidad de mi propia iniquidad y debilidad. Así, claramente reconocí cómo era indigno de acercarme a hacer mi profesión religiosa. Y sentí que el Ángel me indicaba cómo resultaría difícil para él conducirme y guiarme en este camino escarpado de la perfección. Luego, Tú me abriste el corazón de tu santo Cuerpo y sentí cómo podía verlo directamente […]

Al inicio de la santa Misa que celebraba tu hijo Ignacio, el primer reverendísimo superior general de nuestra orden, en presencia de todos los hermanos, Tú me mostraste nuevamente mi pobreza y debilidad, a cuya vista me vino el horror y el desaliento. Pero en la consagración, Tú , Padre de la misericordia, me consolaste a mí, hombre miserable; fortaleciste en mí la confianza, me impulsaste con nuevo ánimo; me concediste las mayores promesas y perdonaste todas mis faltas. Tú me guiaste, para que yo fuera una nueva criatura y tuviera a partir de ahora ante mis ojos solamente el querer dirigirme a ti.

También tu santísima Madre me otorgó su bendición para este nuevo comienzo por medio de aquel Ángel que antes había sido colocado a mi lado en el altar de los príncipes de los apóstoles Pedro y Pablo. Él me amonestaba a dejarle estar siempre a mi derecha y a tenerle constantemente en consideración, no menor que la que mostraría con mi respeto a alguien de mayor categoría. Esto me ayudó, pues siempre estuve consciente de la presencia del Ángel, y mirar hacia él me proporcionó un gran auxilio.3

 

En este místico suceso, previo al inicio de su misión en Alemania, es posible descubrir que san Pedro Canisio cultivaba la veneración a los santos Ángeles y la recomendaba también a otros no solamente por el ejemplo y las palabras de su amado maestro Pedro Fabro, sino por su propia experiencia. Por eso escribió a un sacerdote poco antes de su bienaventurada muerte ‑el 21 de diciembre de 1597, en Friburgo (Suiza):

 

Es necesario rendir a los Ángeles una veneración especial, como se le debe a los príncipes celestiales. Entonces podremos exclamar con el profeta: “En la presencia de los Ángeles quiero alabarte” (SI 137,1)[…] Es obligación del sacerdote aceptar la tarea de los Ángeles y rezar de todo corazón, como ellos mismos rezarían o cantarían, el “Santo, Santo, Santo”.4

 

La Congregación Mariana, fundada por los jesuitas, heredaría esta peculiar actitud de la entonces joven Compañía de Jesús -la veneración íntima y confiable a los santos Ángeles, como se observó en el beato Pedro Fabro, en san Ignacio de Loyola y ahora en san Pedro Canisio-. Esta práctica distintiva se encuentra por este motivo en los libros de oración de esta comunidad ‑por ejemplo, el Tesoro de las letanías y oraciones, del padre Tomás Sailly SJ (Thesaurus litaniarum et orationum sacer, Bruselas, 1598, Colonia, 1600)-. Los praesides (directores espirituales) de la Congregación Mariana comunicaban a sus hermanos la veneración a los santos Ángeles, especialmente al Ángel de la guarda, como es posible descubrir, entre otros, en el Libellus sodalitatis (Ingolstadt, 1588, p. 136), donde se recomienda insistentemente recordar por las noches, antes de dormir, la presencia del Ángel de la guarda y encomendarse de manera muy especial a su protección.

Si es verdad, como algunos afirman, que también el segundo general de la Compañía de Jesús, san Francisco Borja († 1572), veneró devotamente a los santos Ángeles -escribió un Tratado sobre la devoción a los santos Ángeles‑ entonces ya no es de admirar que en los cien años posteriores fueran publicadas por integrantes de la Compañía al menos 25 obras sobre este tema, sin considerar entre ellas el principal tratado del gran teólogo jesuita Francisco Suárez († 1619).5

En los últimos años de su vida, desde 1564 hasta 1570, san Francisco de Borja anotaba en su diario “sobre qué contemplaba él cada día en particular, para qué rezaba, qué sacrificios ofrecía y por qué intención; así como sus iluminaciones y sentimientos y todo su trato con Dios”. En estas páginas se lee frecuentemente que el santo se dirigía al Señor Jesucristo crucificado y presente en la santísima Eucaristía y a su Madre virginal, así como a los santos Ángeles de la guarda.6 Así demostró Francisco ser un dócil discípulo del beato Pedro Fabro, al igual que san Pedro Canisio, con quien realizó retiros, aun antes de su ingreso en la Compañía de Jesús, como príncipe y padre de familia.

Para concluir, retomaremos a san Pedro Canisio, su veneración a los Ángeles y la forma en que buscó llevarla al pueblo simple y fiel. En este aspecto, resalta la respuesta que el segundo Apóstol de Alemania ofrece en su Pequeño catecismo a la pregunta sobre “si realmente sería conveniente que un cristiano invoque a los santos y los venere”:

 

Nosotros veneramos e invocamos a los amados santos y a los Ángeles como amigos predilectos y elegidos de Dios que habitan con Él en la gloria eterna y están llenos de alegría y bienaventuranza celestial. Sienten también simpatía hacia nosotros y nunca olvidan el amor y fidelidad fraternos, ya que son nuestros intercesores fieles y dignos ante Dios.7

 

En el apéndice de oraciones del Pequeño catecismo de Ingolstadt, enseñaba a los niños la siguiente oración: “¡Tu Ángel santo, oh, Dios, esté conmigo, para que el espíritu maligno no tenga poder ni éxito sobre mí!”8 . Junto con el Ángelus que se debe rezar por la mañana y por la tarde, el santo añade esta petición: “Por esta hora dignísima en la cual fue concebido el Hombre‑Dios Jesucristo, y tú, santísima Virgen María te convertiste en Reina de los Ángeles, sea escuchada mi oración y todo mi deseo se dirija hacia el bien.”9

En relación con los catecismos de san Pedro Canisio, es significativo lo que afirma el Catechismus Romanus sobre los santos Ángeles y su veneración (Este Catecismo fue elaborado posiblemente por las mismas fechas en que se celebró el Concilio de Trento, por una comisión de obispos presidida por el arzobispo cardenal san Carlos Borromeo († 1584). Este compendio de la fe católica para los sacerdotes y religiosos de la Iglesia habla de los Ángeles en la primera parte, donde explica catequéticamente la confesión de la fe; en la tercera, que trata de los mandamientos de Dios, y en la cuarta, que habla sobre la oración. En la primera parte, en la explicación de las palabras de la confesión de la fe apostólica “Creador del cielo y de la tierra”, dice:

 

Dios creó de la nada también el mundo espiritual, a saber, los innumerables Ángeles, para que estén siempre ante su trono. A todos ellos confió el don glorioso de su gracia maravillosa y poder […] Aún dotados con tales dones celestiales, una gran parte de los Ángeles se rebeló contra su Dios, Padre y Creador. Por eso fueron arrojados de su elevado trono.10

 

Cuando se alude a los mandamientos, se afirma, entre otras máximas relacionadas con el primer mandamiento de Dios:

 

Los Ángeles están representados con rostro humano y alas, porque con esto se quiere instruir a los fieles sobre cuán grande es el apego de los Ángeles hacia la humanidad y cómo están dispuestos en la ejecución de las encomiendas divinas, porque “son todos ellos espíritus administradores, enviados para servicio en favor de los que han de heredar la salud” (Hb 1,14).11

 

En la explicación del primer mandamiento también debe mostrarse claramente que la veneración e invocación a los santos Ángeles […] de ninguna manera se opone a este primer mandamiento […] Porque, ¿quién sería tan tonto para pensar que, cuando un monarca ordena una ley a fin de evitar que ningún otro se presente en su reino como rey o acepte veneración y honra real, quiere prohibir con esto que se venere a sus oficiales? Cuando se dice de los cristianos que veneran a los Ángeles profundamente inclinados, según la imagen de los santos en el Antiguo Testamento, éstos no les prestan igual veneración que a Dios; y cuando en sentido contrario, leemos a veces que los Ángeles rehusaron aceptar honras de los hombres, debe entenderse que no querían admitir aquella veneración que se reserva exclusivamente a Dios […] Cuando en la actualidad son venerados así los reyes, por medio de quienes Dios gobierna al mundo, ¿no deberíamos considerar a los Ángeles dignos de honras mucho mayores, en cuanto estos bienaventurados espíritus superan en mucho la dignidad de aquéllos? Porque Dios los ama como a sus siervos inmediatos; Él se sirve de ellos para el gobierno no solamente de su Iglesia, sino también de las demás cosas; nos salvan día con día de los más grandes peligros del cuerpo y el alma, incluso cuando no son visibles a nuestros ojos. Además, debe considerarse cuánto amor nos manifiestan a los hombres; animados por este amor suplican insistentemente ante Dios por los grandes campos de acción confiados a ellos, como fácilmente puede reconocerse en la Sagrada Escritura; no existe la menor duda de que también lo hacen con aquéllos de quienes son Ángeles de la guarda, ya que presentan nuestras oraciones y lágrimas ante Dios (cfr.Tb12,12). Por eso dice el Señor en el Evangelio que no debe darse ocasión de escándalo a los pequeños, “porque sus Ángeles, que están en el cielo, ven de continuo la faz del Padre, que está en los cielos” (Mt 18,10). En consecuencia, puede invocárseles, porque siempre ven a Dios y porque nos cuidan con la mayor disposición para la protección de nuestra salvación, que les fue confiada.12

En la cuarta parte del Catechismus Romanus, donde se trata la oración y se comenta principalmente el Padre Nuestro, se da a los sacerdotes la siguiente instrucción:

 

Para destacar más claramente en la explicación de la doctrina (de la providencia divina) el amor paternal de Dios hacia los hombres, sería muy conveniente hablar al pueblo sobre los Ángeles de la guarda, a saber, sobre aquellos espíritus celestiales que acompañan a cada hombre singular para protegerlo de cualquier daño grave. Porque así como los padres buscan un compañero y protector para sus hijos cuando éstos deben emprender un viaje inseguro y peligroso, el Padre celestial concedió a cada uno de nosotros un Ángel a nuestro lado en el camino de regreso a la patria celestial, por cuya ayuda y vigilancia podemos evitar las trampas de los enemigos y rechazar sus ataques terribles y directos. Bajo la protección de este guía celestial podemos mantenernos en el camino recto, sin permitir al enemigo maligno que nos desvíe de nuestra dirección hacia el cielo. Dios confió a los Ángeles la ejecución de su previsión extraordinaria para con nosotros, porque según su naturaleza ocupan una cierta posición intermediaria entre Dios y los hombres. ¡Qué beneficioso es descubrir esto en numerosos ejemplos de la Sagrada Escritura! Según estos testimonios, la bondad de Dios permitió a los Ángeles realizar, no en pocas ocasiones, milagros ante los hombres, de lo cual debemos concluir que tales protectores de nuestra salvación trabajan aún mucho más para nuestro provecho temporal y eterno sin que nosotros los veamos.

 

Después de una indicación al libro de Tobías (cap. 5 y 6) y a los Hechos de los apóstoles (cap. 12), se añade:

 

Reconozcamos en los ejemplos bíblicos la inmensa grandeza del beneficio que Dios concede a los hombres por medio de los Ángeles, sus intérpretes y mensajeros. Pero Dios no solamente nos envía a sus Ángeles ocasionalmente y para determinadas necesidades, sino a cada uno de nosotros desde el inicio de nuestra existencia, cuando nos confía a un Ángel de la guarda. Esta doctrina, si se presenta claramente, no puede fracasar en levantar el ánimo de los oyentes y llevarlos al reconocimiento reverente de la providencia de Dios todopoderoso, verdaderamente paterna y divina.