Queremos meditar, renovar y profundizar nuestra espiritualidad eucarística con la ayuda de los Santos Ángeles. En el Sínodo de los Obispos sobre la Eucaristía celebrado en Roma en octubre de 2005, los Padres Sinodales afirmaron que “los fieles cristianos necesitan una comprensión más plena de la relación entre la Eucaristía y su vida diaria. La espiritualidad eucarística no es sólo la participación en la Misa y la devoción al Santísimo Sacramento. Abarca toda la vida” (Propositio 39). Primero que nada queremos preguntar ¿qué es la Santa Eucaristía, la Santa Misa, qué nos enseña la Iglesia? Como afirma el Catecismo de la Iglesia Católica, “La Misa es al mismo tiempo, e inseparablemente, el memorial sacrificial en el que se perpetúa el sacrificio de la Cruz y el banquete sagrado de la Comunión con el Cuerpo y la Sangre del Señor. Pero la celebración del sacrificio eucarístico está totalmente dirigida a la unión íntima de los fieles con Cristo a través de la Comunión. Recibir la Comunión es recibir al mismo Cristo que se ofreció por nosotros” (CIC 1382).
La participación en la Santa Misa y recibir la Sagrada Comunión no son simplemente un evento semanal (o mejor aún, diario), un tiempo apartado para adorar a Dios y luego seguir con nuestras “propias” vidas. No, la Eucaristía debe formar, cambiar y renovar toda nuestra vida, nuestro ser mismo. El Papa Benedicto XVI enseñó:
El Sacrificio Eucarístico nutre y aumenta en nosotros todo lo que ya hemos recibido en el Bautismo, con su llamada a la santidad, y esto debe ser claramente evidente en la forma en que cada cristiano vive su vida. Día tras día nos convertimos en “un culto agradable a Dios” [cf. Rom 12,1] viviendo nuestra vida como una vocación. A partir de la asamblea litúrgica, el mismo sacramento de la Eucaristía nos compromete, en nuestra vida diaria, a hacer todo para la gloria de Dios. (Benedicto XVI, Sacramentum caritatis = SCa, 79)
Como Su Cuerpo Místico, Jesús nos lleva en la Santa Misa a Su culto al Padre, a Su Sacrificio por la remisión de los pecados. “La Eucaristía nos introduce en el acto de autooblación de Jesús. Más que recibir estáticamente el Logos encarnado, entramos en la dinámica misma de su entrega” (Benedicto XVI, Deus Caritas est 13). En la Sagrada Comunión, Él se entrega a nosotros, nos une a Sí mismo, nos acoge en Sí mismo, en Su “ser para Dios”, para que aprendamos a “amar como yo os he amado”. (Jn 15,12). Así, la Sagrada Eucaristía debe cambiar y renovar nuestro ser y nuestro modo de vivir, debe hacernos auténticos “cristianos”, dando frutos en la santidad de vida, en una vida vivida para la gloria de Dios, en una vida de amor. Como “misterio que hay que ‘vivir’, se encuentra con cada uno de nosotros tal como somos y hace de nuestra existencia concreta el lugar donde experimentamos diariamente la novedad radical de la vida cristiana” (SCa 79).
Para “vivir” este misterio de la Sagrada Eucaristía, debemos participar y recibirla con las debidas disposiciones, para unirnos cada vez más perfectamente a Jesús y permitirle transformarnos y renovarnos en su nueva vida de amor. La primera disposición que nos prepara para participar fructíferamente es, por supuesto, una fe viva. “La fe de la Iglesia es esencialmente fe eucarística, y se nutre especialmente en la mesa de la Eucaristía. …La fe se expresa en el rito, mientras que el rito refuerza y fortalece la fe” (SCa 6). Cuando nos acercamos a la Mesa del Señor con la conciencia conscientes de entrar en el sacrificio de Cristo, de salir a su encuentro en su Palabra, en la Cruz hecha presente en la Santa Consagración y en la Sagrada Comunión, entonces Él mismo fortalecerá nuestra fe y la hará viviendo, respondiendo a nuestros esfuerzos con el don de su Espíritu. Por la fe esperamos el momento de la Sagrada Comunión con anhelo y amor. Por la fe disfrutamos de estos preciosos momentos de íntima comunión con Jesús, hablamos con Él desde el corazón y disfrutamos de Su amor.
Fe y confianza infantil
Nuestro santo Ángel de la Guarda puede ayudar a despertar nuestra fe y nuestro amor, si lo invitamos conscientemente al comienzo o antes de la Santa Misa a orar con nosotros, a abrir nuestra mente a la palabra de Dios y nuestro corazón a su amor. Rezando el Sanctus con nuestro Ángel de la Guarda y otros Ángeles antes de la Santa Misa, entramos ya en su canto de alabanza que cantan continuamente ante el trono de Dios y del Cordero. “Día y noche no cesan de exclamar: ‘¡Santo, santo, santo es el Señor Dios Todopoderoso, el que era, el que es y el que ha de venir!’” (Apoc 4,8). Como reafirmó el Concilio Vaticano II, la Santa Misa misma es de hecho una participación en la liturgia celestial con todas las Huestes de Dios alrededor de Su trono, “un anticipo de esa liturgia celestial que se celebra en la ciudad santa de Jerusalén hacia la cual nos dirigimos”. como peregrinos, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios, ministro del lugar santísimo y del verdadero tabernáculo; cantamos un himno a la gloria del Señor con todos los guerreros [Ángeles] del ejército celestial” (Sacrosanctum Concilium 8). Que los Santos Ángeles cooperan en los Sagrados Misterios se expresa en el propio Canon Romano, cuando el sacerdote ora: “En humilde oración te pedimos, Dios Todopoderoso: ordena que estos dones sean llevados por las manos de Tu santo Ángel a Tu altar celestial ante los ojos de Tu Divina Majestad, para que todos nosotros, que por esta participación en este altar recibimos el santísimo Cuerpo y Sangre de Tu Hijo, seamos colmados de toda gracia y bendición celestial”. De esto vemos que los Santos Ángeles presentan el sacrificio de Cristo al Padre y devuelven bendiciones y gracia a los hombres. Por eso queremos ser conscientes de la presencia de los Santos Ángeles durante la Santa Misa y orar y adorar a Dios con ellos.
Acercarnos a Nuestro Señor en la Sagrada Eucaristía con la sencillez y la confianza amorosa de un niño nos dispone también a recibir todos los dones que Dios quiera concedernos en este Sacramento. Todos estamos agobiados (¡envejecidos!) por preocupaciones. Pero así como en la India, en Filipinas y en otros países asiáticos, antes de entrar a la Iglesia uno deja sus sandalias fuera de la puerta, así también nosotros queremos dejar fuera de la puerta de la Iglesia todas las preocupaciones desordenadas para poder acercarnos libremente a nuestro Padre como niños pequeños, concentrarnos y amar solo a Él, confiando en que Él cuidará de todos los nuestros y de todas nuestras necesidades. ¿No podemos confiar en Él, que es Todopoderoso, Omnisapiente y Todo amoroso, para que nos dé a quienes nos acercamos a Él con confianza todo lo que necesitamos? “El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará también con él todo lo demás?” (Rm 8,32). Eso no quiere decir que Él quitará todas nuestras pruebas y sufrimientos, porque son para nuestro bien y conducen a la gloria del cielo, para nosotros y para aquellos que nos han sido confiados en el plan de Dios. Pero Él nos dará la fuerza y el coraje para soportarlos según Su voluntad. “El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios, y si hijos, también herederos, herederos de Dios y coherederos con Cristo, con tal que suframos con él, para que también seamos glorificados con él. ¡Considero que los sufrimientos del tiempo presente no son nada comparados con la gloria que se nos revelará!” (Rm 8,16-18). Por eso, ya al comienzo de la Santa Misa, entreguémonos como pequeños hijos en las manos del Padre.
Y como enseña Nuestro Señor, no queremos acercarnos al altar sin antes habernos reconciliado, o al menos perdonado de corazón, a todos aquellos que nos han herido u ofendido, todos ellos. (cf. Mt 5,25). Porque el Señor nos ha perdonado (cf. Ef 4,32).
Pureza, desapego y amor ardiente.
Para recibir fructíferamente a Nuestro Señor es indispensable la pureza de corazón. María fue la Virgen Inmaculada que se convirtió en el Arca de la Alianza, llevando en su seno al Verbo Encarnado durante nueve meses. Ella es para nosotros modelo de pureza, de llevar dentro al Señor, de santo temor del Señor que no quiere ofender a Dios en nada. Todo pecado es impureza, oscuridad, inmundicia. Es un volverse y un apego desordenado a uno mismo o a las criaturas y, al mismo tiempo, un alejamiento de Dios. Si bien está claro que no podemos acercarnos al Santísimo Sacramento en estado de pecado mortal, también queremos purificar nuestro corazón incluso de los pecados veniales, de las faltas de carácter y de los pecados habituales para estar plenamente abiertos y preparados para recibir a Jesús, para amar. Él con todo nuestro corazón por amor de Él mismo. (¡De ahí surge la importancia de la Confesión frecuente!) Cuanto más nos demos cuenta de quién es Dios – Todo, y quién soy yo mismo – una criatura humilde, más caeremos en reverencia ante Su Divina Majestad y Bondad, más ¡Tememos ofenderlo, y más le agradeceremos por este gran regalo de la Sagrada Eucaristía! Los Santos Ángeles contemplan a Dios cara a cara y se postran ante el Dios Infinito en la pequeña Hostia blanca. Pueden y serán mediadoras en nosotros en esta santa reverencia y gratitud, en la comprensión de que “estamos ante la infinita Majestad de Dios, que viene a nosotros en la humildad de los signos sacramentales” (SCa, 65). “Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo, pero sólo di la palabra…”
“¡Buscad al Señor y lo encontraréis!” (cf. Dt 4,29). Si nos esforzamos por desprendernos cada vez más de los afectos y deseos desordenados, nos volveremos libres y vacíos; ¡Entonces el Señor nos llenará de Él y de Su Divino Amor! El Señor quiere que le amemos con todo nuestro corazón, con todas nuestras fuerzas, con toda nuestra mente y con todo nuestro ser (cf. Lc 10,27). Esto no quiere decir que podamos o no debamos amar a nuestro prójimo, a nuestro cónyuge o a la hermosa creación que nos rodea. Pero estos otros amores deben estar correctamente ordenados, es decir, no debemos amar a los demás junto con Dios, sino en Dios, por causa suya. Entonces es un amor ordenado. San Bernardo de Claraval escribe: “Quien ama a Dios correctamente, ama a todas las criaturas de Dios. Tal amor es puro y no encuentra carga en el precepto que nos ordena purificar nuestras almas, en la obediencia a la verdad por el Espíritu, para un amor fraternal no fingido (cf. 1Pd 1,22)” (Sobre amar a Dios, cap. 9). Por eso queremos esforzarnos por encontrarnos con el Señor con un corazón purificado y un amor ardiente, que quema todos los apegos desordenados.
Pero a la inversa, es especialmente a través de la Sagrada Eucaristía, como fuente y cumbre de la vida cristiana y de todas las gracias, que nuestro amor se purifica, se eleva y se ordena. “Así como el alimento corporal devuelve las fuerzas perdidas, así la Eucaristía fortalece nuestra caridad, que tiende a debilitarse en la vida diaria; y esta caridad viva borra los pecados veniales. Cristo, entregándose a nosotros, reaviva nuestro amor y nos permite romper nuestros apegos desordenados a las criaturas y arraigarnos en Él” (CIC 1394). Entonces amaremos justamente a las criaturas y ellas no impedirán en modo alguno nuestro amor al Señor. Al contrario, tendremos un anhelo aún mayor por el Señor y por Su amor, que supera a todos los demás amores en esta vida.
Puesto que Cristo murió por nosotros por amor, cuando celebramos el memorial de su muerte en el momento del sacrificio pedimos que el amor nos sea concedido por la venida del Espíritu Santo. Oramos humildemente para que, en la fuerza de este amor por el cual Cristo quiso morir por nosotros, nosotros, recibiendo el don del Espíritu Santo, podamos considerar al mundo crucificado por nosotros, y ser nosotros mismos crucificados para el mundo…. Habiendo recibido el don del amor, muramos al pecado y vivamos para Dios. (San Fulgencio de Ruspe, Contra Fab. 28)
Amor buscando unión
El amor busca la unión, y precisamente esto es lo que busca el Señor en la Eucaristía. Quiere entregarse, unirse cada vez más íntimamente a nosotros. Y este debe ser también nuestro anhelo: ¡la unión con el Señor, ser uno con Él por el amor! En efecto, el Señor dijo: “El que come Mi Carne y bebe Mi Sangre, permanece en Mí y Yo en él” (Jn 6,56). La Sagrada Comunión nos brinda la posibilidad existencial de cultivar esta unión viva y real de vida y amor con Jesús. “Como me envió el Padre vivo, y yo vivo por el Padre, así el que me come vivirá por mí” (Jn 6,57). En este momento no queremos estar mirando a nuestro alrededor ni cantando un canto de comunión. Queremos sumergirnos en Jesús que nos ha honrado con una visita y orarle en el silencio de nuestro corazón.
El corazón es el lugar de habitación donde estoy, donde vivo; según la expresión semítica o bíblica, el corazón es el lugar “al que me retiro”. El corazón es nuestro centro oculto, más allá de la comprensión de nuestra razón y de los demás; sólo el Espíritu de Dios puede sondear el corazón humano y conocerlo plenamente. El corazón es el lugar de decisión, más profundo que nuestros impulsos psíquicos. Es el lugar de la verdad, donde elegimos la vida o la muerte. Es el lugar del encuentro, porque como imagen de Dios vivimos en relación: es el lugar de la alianza. (CIC 2563)
Cuando Jesús entra en nuestro corazón, por tanto, en este “lugar de encuentro”, ¡queremos estar allí con Él!
Deja en lo más posible las oraciones obligatorias y conversa con el Señor con deseo, seriedad y entusiasmo como un niño. Esto es lo que más le gusta oír… Sumérgete en Su mirada, en Su majestad y grandeza, ahora que esta Divina Majestad se hace prisionera de tu amor. (Madre Gabriele, Una Instrucción)
Esta comunicación íntima y amorosa con Jesús en el corazón no debe terminar al final de la Santa Misa. Debe fluir hacia la vida, hacia una conciencia amorosa de la presencia de Jesús dentro de mí: cuando me despierto por la mañana, cuando preparo el desayuno o cuando voy a trabajar, en las conversaciones que tengo con los demás, especialmente las de mayor importancia. El beato Carlo Acutis (fallecido en 2006 a la edad de 15 años y ya beatificado en 2020) escribe: “Cada día vivo la Sagrada Comunión como un diálogo constante con Jesús, una auténtica esperanza. ¡La Eucaristía es mi camino al cielo!” Queremos hablar con Jesús dentro de nosotros, y Él a su vez hablará personalmente con cada uno de nosotros, iluminándonos en todas nuestras pruebas, inquietudes y desafíos, en toda buena obra y acto de caridad. Esta conciencia de Jesús en nuestro interior puede volverse habitual cuando practicamos exclamaciones breves pero amorosas, dirigiéndonos una y otra vez a Él en nuestro corazón. Podemos decir con gratitud: “¡Por amor a Ti que te hiciste Pan para mí!” en cada alegría, en cada prueba, en cada sacrificio, en cada renuncia por amor. María es nuestro modelo, ella que guardó todas sus palabras en su corazón (cf. Lc 2,51) y dijo “Fiat” en cada prueba. En la fe, en los dones del Espíritu Santo, ella fue consciente de la presencia de Jesús en ella, incluso después de haber ascendido al Padre.
Ofrecernos y ser transformados por Cristo
Jesús vino como modelo de todo lo auténticamente humano, como modelo del hombre perfecto a nuestra imitación (cf. Vat. II, Gaudium et spes 22). En la Eucaristía Él nos une y configura progresivamente cada vez más consigo mismo en todos los aspectos de nuestro ser, para gloria de Dios. El Papa Benedicto escribe: “La gran tradición litúrgica de la Iglesia nos enseña que la participación fructífera en la Liturgia requiere que uno se conforme personalmente al misterio que se celebra, ofreciendo la vida a Dios en unidad con el sacrificio de Cristo por la salvación del mundo entero”. (SCa 64). Ya en el ofertorio, por tanto, queremos unir conscientemente, nuestra vida, nuestro trabajo, nuestros sufrimientos y nuestras alegrías, al sacrificio de Cristo. Nos ponemos sobre la patena y colocamos en el cáliz a nosotros mismos y a todos los que nos son queridos, todos por quienes debemos orar, el mundo, la Iglesia, el Santo Padre, los Obispos y los sacerdotes, para que en la Santa Consagración puedan ser misteriosamente transformado por el sacrificio de Cristo. El Papa Benedicto escribió,
No hay nada auténticamente humano –nuestros pensamientos y afectos, nuestras palabras y obras– que no encuentre en el Sacramento de la Eucaristía la forma que necesita para ser vivido plenamente… El culto agradable a Dios se convierte así en una nueva manera de vivir nuestra vida por toda la vida, de la cual cada momento particular es exaltado, ya que se vive como parte de una relación con Cristo y como ofrenda a Dios. La gloria de Dios es el hombre vivo (cf. 1 Cor 10,31). Y la vida del hombre es la visión de Dios. (Cf. San Ireneo, Adv. Haer., IV, 20) (SCa 71)
Cuando somos conscientes y seguimos en oración los misterios que se celebran – la realización de la Crucifixión-sacrificio de Cristo y la participación de Su Cuerpo y Sangre en la Sagrada Comunión – Dios nos llena de Su gracia y, a través del Espíritu Santo, nos transforma cada vez más. más a la imagen de Su Hijo.
“El que me come, vivirá por mí” (Jn 6,57). Estas palabras de Jesús nos hacen darnos cuenta de cómo el misterio “creído” y “celebrado” contiene una fuerza innata, que lo convierte en principio de vida nueva en nosotros y forma de nuestra existencia cristiana. Al recibir el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo nos hacemos partícipes de la vida divina de manera cada vez más madura y consciente. (SCa 70)
Participando consciente y orantemente en la Sagrada Eucaristía, poco a poco nos configuramos sobre todo a la caridad de Jesús. “Como yo os he amado, así también os améis unos a otros” (cf. Jn 15,12). “Especialmente en la Eucaristía: al compartir el sacrificio de la Cruz, el cristiano participa del amor abnegado de Cristo y está preparado y comprometido a vivir esta misma caridad en todos sus pensamientos y acciones” (Juan Pablo II, Veritatis Splendor, 107). De hecho, “la Comunión Eucarística incluye la realidad tanto de ser amado como de amar a su vez a los demás. Una Eucaristía que no pasa a la práctica concreta del amor está intrínsecamente fragmentada” (Benedicto XVI, Deus Caritas est, 14). Por eso queremos no sólo participar semanalmente o incluso diariamente en la Sagrada Eucaristía, sino también hacer de ella una forma de vida, como María y con los santos Ángeles, “vivir la Eucaristía” en una vida de amor a Dios expresada en palabras concretas: caridad para con el prójimo, ¡para gloria de Dios!