Pobreza

El silencio de María y su continua orientación hacia Dios se basaban en su pobreza de espíritu, su vacío de sí misma. Ella estaba «entre los pobres y humildes del Señor que confiadamente esperan y reciben la salvación de Él» (Lumen Gentium, 55). Nosotros también debemos esforzarnos por desapegarnos de nuestras posesiones, nuestro trabajo, nuestras propias opiniones o deseos, con el fin de ser libres para Dios y el llamado del ángel.

Educación en la Santa Pobreza

Señor mío y Dios mío, quítame todo lo que me aleja de Ti.
Señor mío y Dios mío, dame todo lo que me acerca a Ti.
Señor mío y Dios mío, despójame de mí mismo para darme todo a Ti.
San Nicolás de Flüe, Suiza

Jesús exhorta a sus discípulos a preferirle a Él respecto a todo y a todos y les propone “renunciar a todos sus bienes” (Lc 14, 33) por Él y por el Evangelio (cf Mc 8, 35). El precepto de desapego de las riquezas es obligatorio para entrar al Reino de los cielos. (CIC 2544)

INTRODUCCIÓN

Jesús comenzó su Sermón del Monte con la primera bienaventuranza: «Bienaventurados los pobres en espíritu, de ellos es el Reino de los Cielos«. Aquí es donde Él eligió comenzar, y por lo tanto, parece ser el lugar más apropiado para que comencemos nuestras cartas de formación. En esta primera conferencia trataremos las siguientes preguntas: ¿qué significa ser pobre en espíritu? ¿Y cómo podemos practicar esta virtud en nuestra vida diaria?  

Comenzaremos considerando en primer lugar, los cinco peligros involucrados en la posesión de riquezas, como se encuentra en la Sagrada Escritura. A partir de ahí consideraremos siete dimensiones de la virtud de la pobreza de espíritu.

I. LOS PELIGROS DE LAS RIQUEZAS

Pero ¡ay de ustedes los ricos, porque ya tienen su consuelo!”. (Lc 6,24)

Al revisar el testimonio de la Sagrada Escritura, encontramos que el tratamiento de la pobreza de espíritu, se presenta muy a menudo en forma de advertencia contra los peligros de las riquezas. Una de las declaraciones más memorables de Cristo es lo que conmocionó a sus discípulos y ha desafiado a las generaciones desde los tiempos apostólicos: «Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico entre en el reino de los cielos». (Mt 19,23) 

¿Por qué es tan difícil para los ricos entrar al Reino de los Cielos? En el Evangelio según San Lucas, nuestro Señor da una indicación del porqué los ricos reciben una advertencia tan severa: «¡Ay de ustedes que son ricos, porque ya tienen su consuelo!» (Lucas 6,24). Esta declaración corresponde a la parábola de nuestro Señor, acerca del hombre rico que estaba vestido púrpura y lino fino, y cada día hacía espléndidos banquetes, mientras que en su puerta cubierto de llagas, había un hombre pobre llamado Lázaro, que ansiaba saciarse con lo que caía de la mesa del rico. Cuando el pobre hombre murió, fue llevado por los ángeles al seno de Abraham. (Una indicación de la doctrina del Limbo, donde los justos del Antiguo Testamento esperaban la venida del Salvador). El hombre rico también murió y fue sepultado en el hades, en medio de los tormentos. Como explicación del porqué ocurrió esto, Abraham le dice al hombre rico: «Hijo, recuerda que has recibido tus bienes en vida y Lázaro, en cambio, recibió males; ahora él encuentra aquí su consuelo, y tú, el tormento». (Lucas 16, 19-31). Estas declaraciones de nuestro Señor indican que los ricos están en peligro, «porque ya han recibido su consuelo». Esto concuerda con lo que dijo nuestro Señor en otro lugar, donde advierte sobre orar, ayunar y realizar acciones de caridad en aras de recibir elogios por parte de los hombres. Él dice: En verdad les digo que ya tienen su recompensa y no recibirán ninguna recompensa del Padre Celestial. (Cf. Mt 6, 1-6). Esto presenta un principio importante en la vida espiritual, no se puede tener lo mejor de ambos mundos. 

Esta verdad se explica en un poema medieval inglés llamado Piers the Plowman, (Pedro el Labrador):

Porque aquellos sirvientes que toman su salario por adelantado están continuamente necesitados, y el hombre que come antes de haber ganado su comida, frecuentemente muere por las deudas. Primero debe cumplir con su deber y completar el trabajo de su día; pues hasta que un trabajador no haya terminado su trabajo, nadie puede ver lo que él se merece. Si toma dinero por adelantado, ¿cómo puede estar seguro de que su trabajo no será rechazado?. Por eso les digo, hombres ricos: está mal esperar el cielo en su vida presente, y otro cielo en el más allá, como un sirviente que toma primero su pago por adelantado y luego lo reclama nuevamente como si nunca antes lo hubiera recibido. Tal cosa no puede ser.

Como se dijo en el Libro de Sirácides, en el Antiguo Testamento: «Un hombre puede hacerse rico a través de su diligencia y abnegación, esta es su recompensa asignada cuando dice: ‘He encontrado descanso, ahora me deleitaré en mis posesiones«, no sabe cuánto tiempo le queda hasta el día de su muerte y que sus posesiones serán para otro. (Sir 11, 18-19) «Esta es su recompensa asignada», dado que ha «encontrado descanso» en los bienes materiales, no «entra en el descanso» preparado por el Señor. Su recompensa ya la ha obtenido, y no está claro cuánto tiempo podrá disfrutarla. Jesús hace referencia a esta misma situación en la parábola del Rico Insensato, que se siente seguro con su gran cosecha. Pero Dios dice: «Insensato, esta misma noche vas a morir. ¿Y para quién será lo que has amontonado?”. “Esto es lo que sucede al que acumula riquezas para sí, y no es rico a los ojos de Dios» (Lc 12, 16-21)    

Esta es la primera advertencia presentada por la Sagrada Escritura con respecto a la posesión de la riqueza: cuidado con que sea el fin último en el que el alma descansa y encuentra su deleite. Pues en tal caso, ya ha recibido la recompensa y no se puede esperar otra. Hablaremos de este punto nuevamente cuando lleguemos a la discusión sobre la pobreza de espíritu.

“No puedes servir a dos señores” (Mt 6,24)

La segunda razón por la cual las Escrituras advierten del peligro de las riquezas está relacionada con la primera. Se deduce de la oposición entre acumular tesoros para uno mismo en lugar de ser rico para el Señor, como se dijo en la última parábola mencionada. El corazón del hombre es pequeño y limitado en su capacidad. El que conoce el corazón y examina nuestras motivaciones, nos ha dicho: “Ningún hombre puede servir a dos señores, porque aborrecerá a uno y amará al otro, o bien, se interesará por el primero y menospreciará al segundo. No se puede servir a Dios y al Dinero”. Esto se ilustra en la parábola de nuestro Señor, en que el hombre sale al campo a sembrar la semilla. Se dice que la semilla que se siembra entre las espinas representa: “el que escucha la palabra de Dios, pero las preocupaciones del mundo y el deleite de las riquezas ahogan la Palabra y resulta infructuosa”. (Mt 13,22) Aquí vemos que la preocupación por la riqueza puede ocupar tanto los pensamientos de un hombre, que la preocupación por las cosas de Dios se ahoga. En este punto, el Catecismo de la Iglesia Católica enseña, que todos los fieles de Cristo deben “intentar orientar rectamente sus deseos para que el uso de las cosas de este mundo y el apego a las riquezas no les impidan, en contra del espíritu de pobreza evangélica, buscar el amor perfecto” (CIC 2545 (LG 42,3)).

Hay una buena analogía de esta verdad que se encuentra en la historia temprana de la conquista de México. En el año 1520, Cortés y sus hombres experimentaron un serio revés mientras estaban en lo que hoy es la Ciudad de México. Su pequeño ejército de unos cien españoles y algunos indios amigables, tuvieron que retirarse rápidamente de la ciudad. Para esto, tuvieron que hacer uso de una calzada elevada que conducía al otro lado del lago. Cortés advirtió a sus hombres que tuvieran cuidado de no cargar con las enormes cantidades de oro y joyas que estaban disponibles en la ciudad. Pero algunos no escucharon, llenaron de oro sus bolsas, billeteras y cajas con avidez. En la retirada hubo una serie de rompimientos en la calzada, que terminaron siendo llenados por los vagones, cajas y por los cuerpos de aquellos que estaban cargados de oro. Sólo unos pocos de los españoles escaparon. Un historiador registró: “Aquellos que obtuvieron los mejores resultados, fueron los que viajaron más livianos; y fueron muchos los infortunados miserables que, aplastados  por el oro fatal que tanto amaban, fueron enterrados con él en las aguas saladas del lago”.

Esta historia parece ser un cumplimiento de la advertencia de San Pablo contra las riquezas, en su carta a Timoteo: “porque nada hemos traído a este mundo, y al irnos, nada podremos llevar. Contentémonos con el alimento y el abrigo. Los que desean ser ricos se exponen a la tentación, caen en la trampa de innumerables ambiciones, y cometen desatinos funestos que los precipitan a la ruina y a la perdición. Porque la avaricia es la raíz de todos los males, y al dejarse llevar por ella, algunos perdieron la fe y se ocasionaron innumerables sufrimientos”. (1 Tim. 6, 7-10).

San Pablo enseñó que cada cristiano es Templo de Dios (1 Cor 3,16). La vez en que Cristo reveló de forma radical su justa ira, fue en aquel momento en que el Templo es profanado por los negociadores y los cambistas. “Si alguno destruye el templo de Dios, Dios lo destruirá a él. Porque el templo de Dios es sagrado, y ustedes son ese templo”. (1 Cor 3,17). Entonces debemos tener cuidado de no contaminar el templo del Señor, dando nuestro corazón y mente a la preocupación por la riqueza. El Santo Padre Pío dijo una vez: “Tengamos en cuenta que en nuestro bautismo nos convertimos en templos del Dios viviente y que cada vez que volvemos nuestra mente a las cosas mundanas, al diablo y la carne, renunciamos al bautismo, estamos profanando este sagrado templo de Dios”.

Esta es la segunda advertencia presentada en la Sagrada Escritura, con respecto a las riquezas: tengamos cuidado de no permitir que las riquezas se conviertan en el maestro de nuestros pensamientos y vidas.

La Concupiscencia de los ojos (1 Jn 2,16)

El Libro del Génesis nos dice: “Y Dios miró todo lo que había hecho, y vio que era muy bueno…” (Génesis 1,31). El problema no es que los bienes de la creación sean malos, sino que son muy buenos. Es porque son tan buenos que pueden desviarnos de nuestras mentes y corazones lejos de lo que es mejor y lejos de Aquel que es lo mejor. San Juan Evangelista habla del poder seductor de los bienes de la creación, llamándolo: concupiscencia de los ojos. Esta concupiscencia conduce a una esclavitud del alma, un tipo de esclavitud no muy diferente de la concupiscencia de la carne (lujuria). “El Seol y el Abadón nunca se sacian; así los ojos del hombre nunca están satisfechos” (Prov. 27,20).

El poeta inglés Francis Thompson, describe la huida del alma de Dios y la consecuente inquietud del alma:

Cerca y más cerca aparece la persecución

Con ritmo imperturbado,

velocidad deliberada, majestuoso apremio,

Y más allá de esos ruidosos pies

una voz viene, mejor aún flota –

“¡No, nada te contenta a ti, quién no me contente a mí!”

Un ejemplo perfecto de la concupiscencia de los ojos, la podemos encontrar en los anuncios y comerciales de hoy. El arte de la publicidad usa todos los métodos de manipulación posibles, con el fin de despertar una falsa sensación de necesidad, o tratar de convencer a la gente, de que a través de la posesión de tal o cual producto, se encontrará la felicidad. Dando así como resultado, en  aquellos que ceden a esta seducción, una inquietud del alma hasta que posea el objeto deseado. Esto es particularmente evidente en los niños. Ven algo en la televisión y luego aburren a sus padres hasta que lo consiguen.

Me han contactado sobre la moda de Pokémon en Estados Unidos. Los padres preocupados me han mostrado listas de nombres de los monstruos de Pokémon y me preguntan si son nombres de demonios. No es una mala pregunta, pero es importante no perderse lo evidente mientras se busca en el campo de lo esotérico. La perversidad más llamativa de esta locura, como es el caso de todos los fenómenos similares que han ocurrido en los últimos años, radica en el simple hecho de que presenta la formación perfecta en la concupiscencia de los ojos. Es la formación en la codicia, el deseo desordenado de poseer cosas. El permitirse ser seducido repetidamente, por la noción de que la felicidad, de alguna manera, se encuentra en la posesión de algo. El tema de Pokémon es: “¡Tienes que atraparlos a todos!” Este es sólo un ejemplo entre miles. El pensamiento del niño es, que si tan solo pudiera conseguir ese nuevo par de zapatillas de tenis, entonces sería feliz. El pensamiento del  adulto es que una vez que pueda obtener la nueva piscina, será feliz, etc, etc. La concupiscencia de los ojos es la seducción del corazón, con la esperanza de encontrar la felicidad en los bienes materiales. Este es el tercer peligro de los bienes materiales.

“Porque tú dices: Yo soy rico, yo me he enriquecido, y de ninguna cosa tengo necesidad…” (Apocalipsis 3,17)

El Libro de Apocalipsis también describe el estado de los ricos a los ojos de Dios, en términos muy claros. Lo siguiente se encuentra en la Carta a Laodicea: “Conozco tus obras: no eres frío ni caliente. ¡Ojalá fueses frío o caliente! Entonces, como eres tibio, y ni frío ni caliente, te vomitaré de mi boca. Porque tú dices: Soy rico, he prosperado y no necesito nada; sin saber que eres desdichado y miserable y mendigo y ciego y desnudo. Te aconsejo que para enriquecerte de mí compres oro refinado en fuego y vestidos blancos para que te cubras y no aparezca la vergüenza de tu desnudez, y colirio para ungir tus ojos a fin de que veas”.

De manera similar, San Pablo en su carta a Timoteo hace una exhortación práctica:

A los ricos de este siglo exhórtalos a que no sean altivos, ni pongan su esperanza en lo inseguro de las riquezas, sino en el Dios vivo, que nos da abundantemente todas las cosas para que las disfrutemos. Que hagan el bien, que sean ricos en buenas obras, dadivosos, generosos; atesorando para sí un buen fondo para lo porvenir, a fin de alcanzar la vida eterna”. (1 Timoteo 6, 17-19)

Ambos pasajes de las Escrituras señalan el cuarto peligro de las riquezas: la arrogancia y el falso sentido de autonomía y seguridad. Están cegados ante su verdadera miseria y a su completa dependencia de Dios, a todo lo que tiene un valor duradero. Tal es el cuarto peligro de la riqueza.

“He aquí, que clama el salario de los trabajadores” (Sant 5, 4)

En el poema ya mencionado, Piers the Plowman , se plantea la pregunta: “¿La pobreza del hombre paciente es más agradable para nuestro Señor que la riqueza ganada y utilizada con honestidad?” ¿Qué es más agradable para el Señor, que seamos pobres, o que seamos ricos, y usemos bien nuestras riquezas? A esta pregunta, el poema responde: “Bueno, muéstrame tal hombre rico y justo, y seré el primero en alabarlo. Pero creo que puedes leer hasta el Día del Juicio Final y nunca encontrar a alguien que no esté aterrorizado al acercarse a la muerte, y quién no se haya endeudado en el momento del último juicio”. Esto plantea el siguiente peligro de la riqueza: la verdadera dificultad que implica la adquisición y el uso justo de las riquezas.

Este es el problema al que se enfrenta el apóstol Santiago cuando escribe:

Ustedes, los ricos, lloren y giman por las desgracias que les van a sobrevenir. Porque sus riquezas se han echado a perder y sus vestidos están roídos por la polilla. Su oro y su plata se han herrumbrado, y esa herrumbre dará testimonio contra ustedes y devorará sus cuerpos como un fuego. ¡Ustedes han amontonado riquezas, ahora que es el tiempo final! Sepan que el salario que han retenido a los que trabajaron en sus campos está clamando, y el clamor de los cosechadores ha llegado a los oídos del Señor de los ejércitos. Ustedes llevaron en este mundo una vida de lujo y de placer, y se han cebado a sí mismos para el día de la matanza. Han condenado y han matado al justo, sin que él les opusiera resistencia” (Sant 5, 1-6)

El primer peligro obvio es cuando la riqueza se obtiene mediante cualquier forma de injusticia: con opresión, fraude, salarios injustos, etc. Esto se describe en algunos de los Salmos: “El pobre se consume por la soberbia del malvado y queda envuelto en las intrigas tramadas contra él”. (Sal 10, 2) “Porque los pobres son despojados, porque los necesitados gimen, yo mismo me levantaré, dice el Señor; les concederé la salvación que anhelan”. (Salmo 12, 6)  

Pero también existe la dificultad que implica el uso justo de la riqueza. En esto somos desafiados por el principio social de la Iglesia llamado el “destino universal de los bienes”. Si bien la Iglesia siempre ha defendido el derecho a la propiedad privada, también ha mantenido el principio “primordial” que establece que los bienes de la creación están destinados a toda la raza humana. El Catecismo de la Iglesia Católica explica lo que esto significa: “El hombre, al servirse de esos bienes, debe considerar las cosas externas que posee legítimamente no sólo como suyas, sino también como comunes, en el sentido de que puedan aprovechar no sólo a él, sino también a los demás”. La propiedad de un bien hace de su dueño un administrador de la providencia para hacerlo fructificar y comunicar sus beneficios a otros, ante todo a sus próximos” (CIC 2404). El Catecismo además especifica: las personas que poseen bienes de producción como tierras o fábricas, habilidades profesionales o artísticas, están moralmente obligados a usar estas cosas de manera que beneficien al mayor número de personas. Contrariamente a la predominante noción de que aquellos que son ricos, pueden simplemente usar sus bienes para enriquecerse en su propio beneficio, están más bien obligados a usar estas cosas para el beneficio de los demás. Además de esto, el Catecismo agrega que las personas que poseen bienes para su uso y consumo, deben usarlos con moderación, y deben reservar la mejor parte de ellos para los visitantes, enfermos y pobres (Cf. CIC 2405).

Ésta obligación de proveer a los pobres desde nuestra abundancia, es tan necesaria que San Juan Crisóstomo concluyó: “No hacer participar a los pobres de los propios bienes es robarles y quitarles la vida; […] lo que poseemos no son bienes nuestros, sino los suyos”. San Gregorio Magno también dijo al respecto: “cuando atendemos las necesidades de los despojados, les damos lo que es suyo, no nuestro. Más que realizar una obra de misericordia, lo que hacemos es cumplir un deber de justicia”. La consecuencia de lo que dicen estos Padres de la Iglesia, es que si no atendemos las necesidades de los pobres cuando podemos, estamos cometiendo un acto de injusticia.

Esta es la enseñanza de la Iglesia: es una obligación en la justicia, y no simplemente una opción voluntaria, satisfacer las necesidades de los pobres. Por lo tanto, la persona que adquiere riqueza a través de medios perfectamente honestos no está exenta del peligro de cometer una injusticia. En este caso, no está pecando por encargo, sino por omisión. Es aquí donde las riquezas presentan el más difícil desafío y quizás el mayor peligro, puesto que  se encuentra tan oculto y sutil: en términos prácticos, estos bienes se utilizarán sin comprometer las demandas de justicia hacia los pobres.