La Veneración de los santos Ángeles De la Teoría hacia la Práctica

 


Los fines principales de la vida espiritual

La primera finalidad de toda piedad cristiana y, por lo tanto, también la de una veneración auténtica a los santos Ángeles, es el crecimiento en el amor, para que amemos a Dios con un corazón puro, busquemos Su honra y vivamos en perfecta harmonía con Su santa voluntad. De
esta manera nos asemejamos a los santos Ángeles y podemos compartir
su alabanza: «Bendecid al Señor, todos sus Ángeles,
sus héroes fuertes…» (Sal 103,20-21).

La segunda finalidad de la
veneración a los santos Ángeles, es el aumento correspondiente
del amor al prójimo. El amor al prójimo (aquí están
también incluidos los santos Ángeles) no disminuirá
o perjudicará nuestro crecimiento en el amor a Dios, porque por
Dios amamos a nuestro prójimo.

Estas dos finalidades se relacionan
perfectamente con la misión de los santos Ángeles, quienes
nada desean más ardientemente, que guiarnos a Dios, hacia su divino
corazón, que será entonces el lugar que Él nos preparó
(cfr. Ex 23,20). Porque Jesucristo es el camino
hacia el corazón del Padre (cfr. Jn 14,1ss),
por eso, los santos Ángeles se empeñan arduamente en preparar
el camino para la venida de Cristo a nuestras almas. Como Juan Bautista,
también ellos se alegran de escuchar su voz y desean, que Él
crezca, en cuanto ellos alegremente le están disponibles como siervos
suyos, lo que también está indicado en el Catecismo: «Cristo
es el centro del mundo de los Ángeles. Los ha hecho mensajeros
de su designio de salvación» (CIC 331).

¡Cómo es importante,
entender esta característica fundamental de la vida espiritual!
Es necesario, que conozcamos bien a nuestros ‘con-siervos’, los santos
Ángeles, para poder co-actuar mejor con ellos; pero es igualmente
importante, que aprendamos, cómo debemos colaborar con ellos
en la oscuridad de la fe, ya que ellos, en general, actúan invisiblemente.
Aún así, son realmente nuestros ‘con-siervos’. Tenemos un
mismo Señor, una misma misión y un mismo destino. Esta unión
repercute en la misma liturgia común, la cual une a toda Iglesia,
y sobre la cual está escrito en el Catecismo: «En su liturgia,
la Iglesia se una a los Ángeles para adorar al Dios tres veces
santo; invoca su asistencia… Desde esta tierra, la vida cristiana participa,
por la fe, en la sociedad bienaventurada de los Ángeles y de los
hombres, unidos en Dios» (CIC 335,336).

Cuando
la vida espiritual se enfría

Los principiantes en la vida
espiritual recurren con gusto hacia cada libro que cae en sus manos, sea
sobre la vida espiritual o sea sobre los santos Ángeles; invocan
a los Ángeles para todos los auxilios y servicios posibles. Estas
actividades espirituales exteriores, sin embargo, no pueden dar una alegría
permanente y que sostiene, porque la alegría verdadera viene solamente
de la unión íntima con Dios. Por esta razón, después
de un celo inicial, el entusiasmo de tantos comienza a disminuir. La imperfección
del amor a sí mismo, que también mancha su amor y su servicio
para con Dios, no solamente son la causa de tristeza y confusión
que agobian a estas almas. También la falta de experiencia e ignorancia
en la vida espiritual son determinantes aquí.

Cualquier novedad tiene siempre
su sensación especial. Pero en breve, cuando la novedad perdió
su encanto, una vez que han pasado las consolaciones iniciales, los fieles
tienen que saber, cómo pueden hacer progresos en la monotonía
del día a día en la vida espiritual. Luego viene el momento,
cuando las almas deben abstenerse de la leche espiritual y necesitan tomar
un alimento más sólido. «Les di a beber leche y no
alimento sólido, pues no podían digerirlo, y todavía
no pueden hacerlo ahora. No aun lo soportáis al presente declara
san Pablo» (1 Cor 3,2). Y el autor de la carta
a los Hebreos escribe: «Pues todo el que se nutre de leche desconoce
la doctrina de la justicia, porque es niño» (Hb
5,13).

Si las almas no están
dispuestas a abstenerse de la leche de la minoría de edad espiritual,
no llegarán a la perfección, ni podrán cultivar un
contacto fructuoso con los santos Ángeles. Y ya que esta abstinencia
es dolorosa, los fieles deben ser animados y movidos: «La caridad
es, por lo tanto, cumplir la ley en su plenitud. Y esto, teniendo en cuenta
el momento en que vivimos. Porque ya es hora de levantarse del sueño;
que la salvación está más cerca de nosotros que cuando
abrazamos la fe. La noche está avanzada. El día se avecina.
Despojémonos, pues, de las obras de las tinieblas y revistámonos
de las armas de la luz. Como en pleno día, procedamos con decoro»
(Rm 13,10-13).

En seguida queremos recorrer
el ABC de la vida espiritual, para que demos a nuestro esfuerzo una finalidad
y orientación, perseveremos aun en la oscuridad y podamos llegar
así a la unión con Dios y a una amistad íntima con
los santos Ángeles. Esto ahora, será el inicio de una serie
de Cartas Circulares sobre los fundamentos de la vida espiritual, que
nos enseñarán, como podemos crecer de la mano de los santos
Ángeles.

I. ¡Es posible un trato familiar con Dios!

Nuestra primera lección
se compone de tres consideraciones simples. Aún, siendo de importancia
fundamental para la vida espiritual, muchas veces son olvidados o ignorados.
El primer punto es el siguiente: Amistad y unificación con Dios
es posible para todos: «El Padre nos ha hecho aptos para participar
de la herencia de los santos en la luz» (Col 1,12).
Condición fundamental es la gracia santificante, por la cual hemos
sido transformados en templos vivos de Dios, en los cuales inhabita la
santísima Trinidad gozosamente. La inhabitación mutua es
la característica esencial para una amistad amorosa. El afecto
amoroso de Dios hacia nosotros no puede ser mayor de lo que es; existe
desde toda la eternidad. Dios nos amó primero y se inclinó
hacia nosotros: «Nos ha elegido en Él antes de la fundación
del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor»
(Ef 1,4). «Mas la prueba de que Dios nos ama
es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros» (Rm 5,8).

El amor de Dios es como el
sol brillante del mediodía. «Dios ha hecho brillar una luz
en nuestros corazones, para irradiar el conocimiento de la gloria de Dios
que está en la faz de Cristo» (2 Cor 4,6),
Quien es la luz verdadera que ilumina a todo hombre y que vino al mundo
(cfr. Jn 1,9). El profeta nos asegura: «Tendrás
a Yahveh por luz eterna» (Is 60,19). San Pablo
declara: «Porque en otro tiempo fueron tinieblas; mas ahora son luz
en el Señor. ¡Vivan como hijos de la luz!» (Ef
5,8).

La luz divina de la gracia
viene principalmente a través de los santos Ángeles, que
Dios hizo como llamas de fuego (cfr. Hb 1,7; Sal 104,4).
Así, «el Ángel del Señor apareció a Moisés
en una llama» (Ex 3,2). En el Nuevo Testamento
encontramos a un Ángel, «que baja del cielo, tiene gran poder,
y la tierra queda iluminada con su resplandor» (Ap
18,1; cfr 10,1). Dios envía a sus Ángeles como mediadores
invisibles de su luz y de su amor en nuestra vida: «Yo, Jesús,
he enviado a Mi Ángel para darles testimonio de lo referente a
las Iglesias» (Ap 22,16). Ellos adaptan para
nosotros la luz de la sabiduría divina e infunden este rayo de
la bondad divina en nuestros corazones. San Juan de la Cruz describe,
cómo la luz divina brilla a través del Ángel:

«Esta sabiduría


[que purifica e ilumina a estas almas]

sale de Dios y pasa de las jerarquías
más altas [de los Ángeles] hasta las más bajas,
los hombres. Así, las obras que realizan los Ángeles,
y las inspiraciones que dan, como se lee en la Sagrada Escritura, son
realizadas en sentido más verdadero por Dios y por ellos, porque
generalmente Él las dirige a través de los Ángeles,
y éstos del mismo modo del uno hacia el otro sin tardanza, así
como el rayo del sol se comunica por muchas ventanas de vidrio que están
en la misma fila. En cuanto el rayo del sol traspasa por sí mismo
cada una de las ventanas, éstas comunican respectivamente este
rayo, según la forma de cada una de ellas. El hombre es el último
miembro, hacia el cual se derrama esta visión amorosa…»
(Noche oscura, libro II, cap. 12, nn.3,4)

Si Dios envía a su
Ángel, éste recibe el poder de llevar a buen éxito
su misión. Porque Dios y el Ángel son fieles y confiables,
el suceso depende, por lo tanto, de nuestra colaboración. Si los
rayos del sol de la gracia divina no penetran profunda y regularmente
a nuestra alma -calentándonos e iluminándonos-, entonces
es, porque las ventanas de nuestro corazón están sucias,
y así impiden la penetración de la luz. Tenemos que limpiarlas,
y con toda seguridad, la luz entrará. San Pablo nos exhorta: «Teniendo,
pues, estas promesas, queridos míos, purifiquémonos de toda
mancha de la carne y del espíritu, consumando la santificación
en el temor de Dios» (2 Cor 7,1).

Ninguna empresa es más
meritoria, y ninguna pena Dios recompensa con más gracia y ayuda
angelical que nuestra aspiración a la unión con Él.
En el esfuerzo sincero hacia la santidad podemos estar seguros de que
nuestra voluntad se conforma a la voluntad de Dios. La fe nos da la certeza,
de que Dios dirige y guía todas las cosas para que lleguemos a
ser santos. Por eso mismo, Dios creó el mundo, se hizo hombre y
murió por nosotros; por eso nos envió Su Espíritu
Santo y Sus Ángeles, porque «?de qué le servirá al hombre ganar el mundo entero, si pierde su alma?» (Mt
16,26).

Para disfrutar la amistad
con Dios en esta vida, Él debe ser buscado perseverante y sinceramente.
No basta, sólo esperar que llegemos a ser salvos justamente después
de la muerte (y, a través del purgatorio) y llevados hacia dentro
del cielo. Una aspiración auténtica hacia la unión
con Dios fortalecerá nuestra esperanza para la vida eterna. Una
aspiración intensa engendra la paciencia, «la paciencia, virtud
probada; la virtud probada, esperanza, y la esperanza no falla, porque
el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu
Santo» (Rm 5,4-5). Esperanza y amor se fortalecen
mutuamente, razón, por la cual los santos se destacan tanto de
los otros hombres: «Anhela
mi alma y languidece tras de los atrios de Yahveh, mi corazón y
mi carne gritan de alegría hacia el Dios vivo. Dichosos los que
moran en tu casa, te alaban por siempre. Dichosos los hombres cuya fuerza
está en ti,… De altura en altura marchan, y Dios se les muestra
en Sión» (Sal 84,3.5.6.8).

La amistad con Dios no solamente
es grata; la unión con Él anima también todas las
empresas de nuestra vida y da a ellos fin y dirección. ?Podría
un hombre, que después de larga ausencia regresa a su mujer amada,
quizá haber encontrado su paz o su placer, en haber desviado concientemente
sus pasos de su destino? Si su amor es grande, evitará todo desvío,
por importante que sea. Breves tardanzas causan grandes dolores, si el
amor es grande. Las cosas, que por sí mismas son agradables, pierden
su dulzura, pensando en la tardanza que están provocando.

Al contrario, las dificultades
y penas son dulces para el hombre, en cuanto son medios aptos, para llevarlo
más cerca de sus amados. ?Qué Madre, que perdió a
su niño, interrumpiría su búsqueda preocupante, para
irse de compras? En su amor agitada olvidará cualquier otra preocupación
o vanidad. Cuanto más fuerte es el amor, tanto más directo
y de prisa fluirá. El amor es como la fuerza de gravedad, hace
notar santo Tomás de Aquino, porque la fuerza atrayente aumenta
la velocidad (intensidad) en la medida, que los objetos (los amantes)
se acercan a su destino.

 

 

II.
La seguridad del destino

 

 

Los teólogos dicen,
que la última causa -el fin último- es la causa de todas
las causas. Significa prácticamente, que el saber, la convicción
y la firme esperanza de llegar al fin, es la clave para el éxito
en la vida espiritual. Aquí, poco nos sirven los conceptos abstractos.
Si no estoy realmente convencido de que la unión amorosa con Dios
es también para mí posible, mi vida espiritual permanecerá
estancada. Ni siquiera un loco se sometería a algunas penas, si
no tuviera la esperanza de gozar los frutos de sus esfuerzos. Si Jacob
no hubiese tenido la esperanza de casarse con Raquel, ¿para qué
habría trabajado siete años por ella? Si un campesino no
espera una cosecha buena, ¿cultivaría y sembraría
la tierra? Si un pescador no espera una gran pesca, ¿echaría
sus redes?

 

 

Debido a que muchas personas
consideran la santidad solamente como una posibilidad teórica,
no se cuentan a sí mismas entre los candidatos para la unión
con Dios. «Esto, solamente es algo para los santos», dicen, y desanimadas
por su propia miseria y debilidad, están tentadas, a ignorar el
hecho, de que la salvación es imposible para los hombres, pero
no para Dios, porque todo es posible para Dios (cfr. Mc
10,27). En la vida sobrenatural, Dios viene a nuestro encuentro
mucho más allá de la mitad del camino, «pues Dios es
quien obra en Ustedes el querer y el obrar, como bien le parece»
(Fil 2,13). Es su voluntad para que traigamos muchos
frutos (cfr. Jn 15,8). Envió a sus Ángeles,
para llevarnos a aquél lugar que Él nos preparó.

 

 

Muchas almas también
están abrumadas, porque hasta ahora hicieron tan pocos progresos
en conseguir la santidad, y por lo tanto, su pronóstico para el
futuro lo consideren bastante sombrío. Sin embargo, no deberían
dejarse desanimar. ¿No
fue llamado Abrahán y Moisés (por un Ángel), cuando
ya tenían más que 70 años? Un alma, que por mucho
tiempo había estado afligida por la sequedad y perturbación,
hasta el punto de dudar del amor de Dios hacia ella, por sus muchos pecados,
recibió de su director espiritual esta firme promesa: «Es una verdad
inmutable de fe, que Dios la ama con un amor infinito y siente un deseo
infinito de unirse con usted. Esta fe, en su respuesta amorosa a Dios,
es un fundamento más firme y más seguro, que miles de consolaciones
que pasan, incluso siendo tan sublimes!» Estas palabras fueron como una
luz que penetró el alma, y ella pasó varios días
de intimidad rebosante con Dios. Ella lo había buscado en las consolaciones,
pero ahora lo encontró en la pureza de la fe. Y esta fe, Dios la
contestó con una plenitud de consolaciones, para que esta verdad
de fe se impregnara más inextinguible en ella.

 

 

La invitación de Dios
a la santidad comprende a todos. Todos son invitados al banquete nupcial.
Los Ángeles serán enviados a las calles y caminos, para
buscar a los pobres entre los pobres y los vagabundos. El Señor
mismo ordenó a los siervos, que forzaran a los huéspedes
de venir al banquete (cfr. Lc 14,22). La iniciativa
está totalmente en Dios. No necesitamos dinero, para sentarnos
a la mesa:

 

 

«¡Oh!, todos los
sedientos, id por agua, y los que no tenéis plata, venid, comprad
y comed sin plata, y sin pagar, vino y leche! Aplicad el oído y
acudid a mí, oíd y vivirá vuestra alma. Pues voy
a firmar con vosotros una alianza eterna; las amorosas y fieles promesas
hechas a David» (Is 55,1-3).

 

 

Según san Agustín,
Dios no nos puede engañar. Nunca colocaría un deseo en nuestro
corazón, que Él no quisiera satisfacer. En Dios de plano
no hay discriminación o exclusión. Incluso el hijo pródigo
será vestido de nuevo con el esplendor de la gracia. Dios mismo
provee el vestido nupcial. ¿No fueron todos esclavos del pecado?

 

 

«Porque en Él
nos ha elegido antes de la fundación del mundo, para ser santos
e inmaculados en su presencia, en el amor… destinados por naturaleza,
como los demás, a la cólera. Pero Dios, rico en misericordia,
por el grande amor con que nos amó, estando muertos a causa de
nuestros delitos, nos vivificó juntamente con Cristo -por gracia
habéis sido salvados- y con él nos resucitó y nos
hizo sentar en los cielos en Cristo Jesús» (Ef
1,4; 2,3-6).ȃl
que no perdonó ni a su propio Hijo, antes bien le entregó
por todos nosotros, ¿cómo no nos dará con Él
graciosamente todas las cosas?» (Rm 8,32).

 

 

Cómo se esconden los
hombres ante estas manifestaciones innumerables del amor divino: unos
solamente por una especie de tristeza espiritual, que viene del maligno
y siempre les deja pensar en su propia impotencia y miseria, en vez de
mirar hacia el amor todopoderoso y misericordioso de Dios; otros, al contrario,
tienen disculpas, aunque siendo agradable la llamada, también trae
consigo un compromiso: «Todos los fieles de cualquier estado, son
llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de
la caridad (Lumen Gentium 40; cfr. IEC 2013). ¡Ahí
está el punto determinante! Francisco de Osuna, un místico
español del siglo XVI nos presenta la siguiente argumentación:

 

 

«Me imagino que usted
todavía persiste, en que su edad o su posición, su temperamento,
su enfermedad o sus talentos, le dispensan o excluyen de la unión

 


[con Dios]

 

. Yo no
sé, qué otra respuesta debo dar, sino las palabras del
sabio: El que vive apartado, busca su capricho, se enfada por cualquier
consejo (Prov 18,1). Yo no sé, si sus disculpas
le satisfacen, pero, por lo que a mí me toca, los encuentro inauditos
y, para hablar con las palabras de san Agustín, no le creo de
ninguna manera, porque nada puede extinguir la capacidad para amar.
Si usted me dijera, que no es capaz de ayunar, de llevar ropa ruda,
de trabajar o incluso de ver, yo le creería, pero decir, que
usted no puede amar, es simplemente inaceptable. Si san Agustín
dice esto acerca del amor hacia el enemigo, cuanto más entra
en vigor en relación al amor a Dios, ¿Quien nos da razón
incomparablemente más grande para amar?» (El tercer
alfabeto. Clásicos de la espiritualidad occidental. Paulist Press,
NY 1981, pp. 47-48).

III.
Para la unión con Dios, hay solamente un camino:
dirigir
nuestro corazón totalmente hacia El

 

 

Esta verdad simple, que para
algunos también es dura, es la siguiente: sin dar importancia a
la espiritualidad, que decidido seguir y vivir, en un punto, todas las
diversas corrientes son unánimes: La unión con Dios solamente
puede darse, cuando como los Ángeles, hayamos fijado la mirada
de nuestro corazón totalmente en Dios, «porque yo os digo
que sus Ángeles, en los cielos, ven continuamente el rostro de
mi Padre que está en los cielos» (Mt 18,10).

 

 

Podemos comprender mejor esta
verdad con una simple comparación: La búsqueda del reino
de Dios, ¿acaso debería costarnos menos esfuerzo que el
buscar un dracma extraviado, una oveja perdida o una perla preciosa? Si
los hombres no se disponen con una actitud correspondiente y decisión
firme, nunca podrán hacer progresos mayores en la vida espiritual.
Es la vigilancia del corazón, la mirada continua a Dios, lo que
por último, distinguirá a aquéllos de corazón
puro – los verdaderos amigos de Dios.

 

 

Queremos dirigir nuestra atención
a dos formas de celo atento, que deberíamos poseer en el correr
hacia la unión con Dios. Una es infundida por Dios, la otra resulta
de nuestros propios esfuerzos. La primera es como el fuego, que llamea
del bastón del Ángel, para consumir el sacrificio de Gideon (cfr. Ju 6,21); es una gracia especial que viene
del Ángel. Respecto a tales gracias escribe san Ignacio:

 

 

Se le llama consuelo, cuando
en el alma está causando un movimiento interior, por el cual
ella empieza a arder de amor hacia su Creador y Señor, y cuando
por esta causa, no amará ninguna cosa creada sobre la faz de
la tierra, excepto en el Creador de todo. Lo mismo cuando uno derrame
lágrimas, que lo mueven hacia el amor de su Señor… (Ejercicios
espirituales N. 316).

 

 

Hay gracias muy grandes, principalmente
dadas para este fin de mantener vivo el fuego, de fortalecer la fe, y
no, porque serían un gran placer. Muchas almas se alegran solamente
en las consolaciones, y olvidan guardar y alimentar el fuego del amor
divino por su propio esfuerzo. Como consecuencia disminuye el fuego o
se apaga totalmente. La exhortación de Francisco de Osuna es muy
clara: Aquéllos, que poseen este don [del celo infundido] o disfrutaron
de este alimento, son llamados para apropiarselo más, porque el
ardor y el deseo para Dios normalmente no duran mucho tiempo (El
tercer alfabeto. p .49).

 

 

Las almas deberían
usar correctamente este don del celo vigilante, como las vírgenes
prudentes, que habían comprado suficiente aceite, para que sus
lámparas no se apagaran anticipadamente. Las consolaciones no tienen
la finalidad en sí mismas, sino son un medio para inflamar el alma
con una ansia ardiente, para que ésta no disminuya en el servicio
de Dios y en el ejercicio de las virtudes. Esta resolución es una
doble forma del celo. Tanto en el avanza espiritual, como en medio de
sequedad, estas personas ya no se dirigirán a las consolaciones
del mundo, sino permanecerán inmutables en su ansia de contemplar
el rostro de Dios y no descansarán, sino solamente en Él. «Mi
alma tiene sed de Dios, del Dios vivo. ¿Cuándo podré ver la faz de Dios?
¡Oh Dios,
Tú eres mi Dios yo te busco, mi alma tiene sed de ti!» 
(Sal
42,3; 63,1)
.

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