Imitando a María en el ofrecimiento de sí misma, en este Adviento

A medida que nos acercamos una vez más al misterio del nacimiento del Verbo Encarnado, que llegó para cumplir la promesa de la Redención, la Iglesia dirige nuestra mirada hacia la figura de la Virgen María, mientras recorre en silencio el largo y solitario camino a Belén con San José, bajo la mirada vigilante de los Santos Ángeles. El Adviento es un tiempo de penitencia, de «enderezar» los caminos torcidos y «completar» lo que falta en nuestras propias vidas en el camino de la virtud y de la caridad. San José, junto a María, viajando en su noveno mes de embarazo, sin ninguna de las comodidades modernas, ciertamente sufrieron mucho en este camino, hecho en extrema pobreza y fatiga. Sin embargo, ¡también es un tiempo de esperanza, de gozosa expectativa al saber que nuestra Redención ha llegado y que pronto aparecerá ante nosotros ¡en el pesebre! Y por eso queremos recorrer este camino a Belén con María, José y los santos Ángeles, reflexionando sobre el misterio de su Corazón que late al unísono con el Corazón del Divino Niño en su seno, para llenar nuestras mentes y corazones con sus mismos sentimientos.

La primera luz del adviento: La pureza de María

Al comienzo del Adviento, la Iglesia celebra la Inmaculada Concepción de María. El Corazón de María es ante todo puro, abierto, listo para el llamado de Dios. Por su «Fiat», el Hijo de Dios se encarnó en su vientre e inició la obra de la Redención. Su corazón es fuerte, como el mensaje de Fátima, un mensaje para nuestros tiempos, que nos recuerda: «¡Al final, mi Corazón Inmaculado triunfará!» A nuestro alrededor, vemos las llamas del infierno ardiendo en la sociedad, con todos sus ataques contra la vida humana, el matrimonio y la familia. La anticoncepción, el aborto, la eutanasia, el matrimonio entre personas del mismo sexo, el divorcio, las personas transgénero, son epidemias particularmente frecuentes en nuestros tiempos modernos. Incluso dentro de la Iglesia misma, el «humo de Satanás» ha entrado; vean la vida escandalosa de algunos de sus pastores de más alto rango. Precisamente en tales tiempos de confusión y angustia, Dios interviene. Durante los tormentosos años en la historia de Israel, Dios envió a los jueces y a los profetas antes de la venida de Cristo. En nuestros tiempos, Dios nos envía a María, la Inmaculada y a los santos Ángeles.

Ella, que en su Semilla está destinada a «aplastar la cabeza de Satanás» (Gen 3,15) fue creada totalmente pura. El pecado, y por lo tanto, el diablo, no tienen poder sobre ella, pues ella ha ordenado todos sus afectos para Dios.

La pureza no es algo dulce y frágil, como una pequeña y delicada flor, sobre la que uno no se atrevería a soplar. De lo contrario, no se diría de María, la Más Pura, lo cual ella es, precisamente en su pureza, terrible como un ejército en batalla (cf. Cant 6,10). Esta poderosa fuerza para la batalla es la pureza, que obliga a los demonios a retroceder, rompe las llamas rugientes del ataque del infierno.

La personificación de la pureza es María y también los ángeles. La pureza en nuestros días es la fuerza y ​​el coraje para evitar cada pecado, aunque por ello fuésemos ridiculizados  o rechazados por considerársenos anticuados. Debemos tener el coraje de permanecer fieles a DIOS, coraje por la verdad, coraje por el amor. Ciertamente, el maligno no nos facilita las cosas; tampoco lo hizo fácil para los tres jóvenes en el horno ardiente en Babilonia. Pero igual que en aquel entonces, el Ángel fue enviado para salvarlos de las llamas, así el también hoy está presente. El Ángel nos espera para tomarnos de la mano. María irá delante de nosotros como la columna de fuego celestial, ante la cual se retirará la multitud de los impíos. (Madre Gabriela, Cartas a las monjas dominicas).

En Fátima, Nuestra Señora prometió que, a través de la devoción a su Inmaculado Corazón, las almas se salvarían. Ella les dijo a los niños: «Han visto el infierno, a donde van las almas de los pobres pecadores. Es para salvarlas, la razón por la que Dios quiere establecer en el mundo la devoción a mi Inmaculado Corazón» (13 de julio de 1917). La devoción al Inmaculado Corazón de María no es solo un conjunto de oraciones o un afecto especial por María, sino la imitación de María,  precisamente en la apertura de su Corazón a la voluntad de Dios, su pureza, su entrega, su reparación, su aceptación de los dolores y ofrecimiento de los mismos en unión con los sufrimientos de Cristo. El Papa Benedicto XVI escribió cuando todavía era cardenal: «Según Mateo 5,8, el ‘corazón puro’ es un corazón que, por la gracia de Dios, ha llegado a la unidad interior perfecta y, por lo tanto, ‘ve a Dios’. Por lo tanto ser devoto del Inmaculado Corazón de María significa abrazar esta actitud de corazón, que hace que el fiat «hágase tu voluntad», sea el centro definitorio de la vida entera de cada uno» (Comentario teológico. Sobre el tercer Secreto).

Reparación en el corazón de esta devoción

En el centro mismo de la devoción al Inmaculado Corazón está la reparación: «En a la palma de la mano derecha de Nuestra Señora, había un corazón rodeado de espinas que lo perforaron. Comprendimos que este era el Inmaculado Corazón de María, ofendido por los pecados de la humanidad y que busca reparación» (junio de 1917). No por coincidencia, en el centro de la Obra de los Santos Ángeles también está el concepto de reparación, es decir, de expiación, especialmente por los sacerdotes. Como mencionamos en la carta circular de verano del año pasado, la Iglesia ya aprobó en 2016 la consagración de la expiación para su uso en la Opus Angelorum. Los ángeles son una ayuda especial en nuestra vida espiritual. Nos facilitan la luz para discernir la voluntad de Dios y la gran fuerza de voluntad para llevarla a cabo. Nos ayudan a aceptar y cargar nuestra cruz en la imitación de Cristo. Pero no es solo para nuestro propio crecimiento personal en santidad que nos son enviados, Dios quiere usarnos como sus instrumentos para la salvación de muchos. Por lo tanto, Él nos envía Sus santos Ángeles para entrenarnos, fortalecernos y guiarnos, para que podamos convertirnos en instrumentos del amor misericordioso de Dios en el mundo, enviando gracia y ayuda a los demás a través de una expiación amorosa.

Muchas personas se asustan con la palabra «expiación» e inmediatamente piensan en las almas víctimas atadas a sus camas, sacudidas por terribles dolores y sufrimientos. Pero en realidad cada cristiano está llamado por el bautismo, a participar en la propia consagración de Cristo a la expiación por la salvación del mundo: «Yo me consagro por ellos, para que también puedan ser consagrados en la verdad» (Jn 17, 19). La participación en la obra redentora de Jesús es el camino de la caridad cristiana y la mayor obra de misericordia que podemos hacer por nuestro prójimo. El Papa San Pablo VI, que fue canonizado en octubre pasado, escribió:

“En el seguimiento de los pasos de Cristo, los fieles cristianos siempre se han esforzado por ayudarse mutuamente en el camino que conduce al Padre celestial a través de la oración, el intercambio de bienes espirituales y la expiación penitencial. Cuanto más se han sumergido en el fervor de la caridad, más han imitado a Cristo en sus sufrimientos, llevando sus cruces en expiación por sus propios pecados y los de los demás, seguros de que podrían ayudar a sus hermanos a obtener la salvación de Dios, el Padre de las misericordias”. (Pablo VI, Indulgentiarum doctrina n.5,  (1 de enero de 1967).

Convertirse en colaboradores en la Obra de la redención

María, la Corredentora, participó de una manera singular y gloriosa, compartiendo muy íntimamente el sacrificio de Cristo como su «compañera», la Nueva Eva al lado del Nuevo Adán. Así como Eva causó la muerte, María, con su «sí», se convirtió en «una causa de salvación» para ella y para toda la humanidad (cf. San Ireneo, Adv. Haer., III, 22, 4). En el Catecismo, está escrito que Jesús llama a todos sus discípulos a «tomar su cruz y seguirlo» (Mt 16,24), porque «Cristo también sufrió por nosotros, dejándonos un ejemplo para que podamos seguir sus pasos» (1Ped 2,21). De hecho, Jesús desea asociar con su sacrificio redentor a aquellos que sean  los primeros en beneficiarse de ello. Esto se logra absolutamente en el caso de Su Madre, quien fue asociada más íntimamente que cualquier otra persona en el misterio de Su sufrimiento redentor (cf. CIC 618).

Esto no quiere decir que el sacrificio de Cristo fue de alguna manera «insuficiente» y que Él necesita la ayuda de María o de cualquier otra criatura. Más bien, Cristo alcanzó la salvación de todos los hombres para siempre, sin embargo, Dios quiso que el hombre participara voluntariamente en su obra, que de alguna manera fuera el fruto de su propia acción. A menos que nosotros mismos de alguna manera consintamos de manera activa y voluntaria en la cruz, no es realmente nuestro propio acto, nuestra propia respuesta al amor de Dios. Santo Tomás de Aquino comenta sobre la declaración de San Pablo: «Ahora me alegro en lo que padezco por ustedes, y cumplo en mi carne lo que falta a las aflicciones de Cristo, por Su Cuerpo, que es la Iglesia» (Col. 1,24):

A primera vista, estas palabras pueden malinterpretarse  significando que la pasión de Cristo no fue suficiente para nuestra redención, y que los sufrimientos de los santos se agregaron para completarla. Pero esto es herético, porque la Sangre de Cristo es suficiente para redimir muchos mundos: «Él es la expiación por nuestros pecados, y no solo por los nuestros, sino también por los pecados de todo el mundo» (1 Jn 2,2). Más bien, debemos entender que Cristo y la Iglesia son una persona mística, cuya cabeza es Cristo, y cuyo cuerpo es todo justo, ya que cada persona justa es miembro de esta Cabeza: «miembros individuales» (1 Cor 12,27). Ahora bien, Dios en Su predestinación, ha dispuesto cuánto mérito existirá a través de toda la Iglesia, tanto en la Cabeza como en los miembros, tal como ha predestinado el número de los elegidos. Y entre estos méritos, los sufrimientos de los santos mártires ocupan un lugar destacado. Mientras que los méritos de Cristo, la Cabeza, son infinitos, cada santo muestra algunos méritos en un grado limitado. Es por eso que San Pablo dice: «Completo en mi carne lo que falta a los sufrimientos de Cristo», es decir, lo que falta en las aflicciones de toda la Iglesia, de la cual Cristo es la Cabeza. Completo, es decir, agrego mi propia cantidad; y hago esto en mi carne, es decir, soy yo mismo quien sufre. (Tomás de Aquino, Comentario sobre Col. 1,23b-29)

Pronunciando nuestro «Sí» de Fe: ¡ECCE!

El papel de María como Co-Redentora comienza con su Corazón Inmaculado. Si bien su Inmaculada Concepción fue un regalo puro de Dios, sin ningún mérito previo de su parte, su respuesta y uso de este don no lo fueron. La respuesta de María se expresó en su cooperación a través de su obediencia a la fe, la apertura a la palabra de Dios y la generosidad del alma. En todo esto, podemos imitarla. «El Corazón abierto a Dios, purificado por la contemplación de Dios, es más fuerte que los fusiles y que cualquier tipo de arma. El fiat de María, la palabra de su Corazón, ha cambiado la historia del mundo, porque ella ha introducido en el mundo al Salvador». (Card. Ratzinger, Comentario teológico sobre el tercer secreto).

A medida que nos acercamos a la Navidad, la Liturgia de la Iglesia recuerda el gran momento de decisión en la vida de María y en la historia del mundo, el momento de la Anunciación. Cuando el Ángel le llevó la invitación de Dios para convertirse en la Madre del Mesías, Dios requirió su completo consentimiento humano.

En efecto, en la Anunciación, María se ha abandonado en Dios completamente, manifestando ‘la obediencia de la fe’ a aquel que le hablaba a través de su mensajero y prestando “el homenaje del entendimiento y de la voluntad” (cf. Dei Verbum, 5). Ella respondió, por lo tanto, con todo su ‘Yo’ humano, femenino, y esta respuesta de fe incluyó tanto la cooperación perfecta con ‘la gracia de Dios que precede y asiste’, como la perfecta apertura a la acción del Espíritu Santo, quien ‘perfecciona constantemente la fe por medio de Sus dones’. (Juan Pablo II, Redemptoris Mater, 13).

La forma en que María respondió al Ángel, quien acudió a ella en nombre de Dios, es el estándar y el prototipo para cada uno de nosotros. María era versada en las profecías; ella sabía que el Mesías sería «un hombre de dolores», que llevaría sobre si la culpa de todos los hombres (cf. Is 52,13 – 53,12). Sin embargo, no dudó en decir sí a Dios a través del Ángel. La madre Gabriela comenta:

¿No estamos constantemente, enfrentando decisiones imprevistas? Por supuesto, estas son muy pequeñas en comparación con la decisión que San Gabriel le exigió a María; pero también somos niños muy pequeños en nuestro crecimiento espiritual hacia Dios en comparación con María, la sin pecado, la Reina de los Ángeles. El Ángel siempre se pone del lado de Dios, incluso cuando se sitúa delante de María. Él es el mensajero de Dios, por lo tanto, está de pie; ella es la receptora, se arrodilla ante DIOS, que se inclina sobre ella en las palabras del Ángel. Entonces, si escuchamos al Ángel en nuestros corazones como amonestador, es porque no tenemos un «pequeño y lindo ángel » ante nosotros, a quien podemos tratar como a un niño, sino más bien a un enorme poder de Dios, y a Dios mismo que se inclina sobre nosotros, cuando el Ángel apunta hacia Él. «No seas rebelde… Mi nombre [autoridad] está en él», dice el Señor (Ex 23,21).

Y por lo tanto, se debe tomar en serio si el Ángel nos dice: «hagan este sacrificio» o «callen, oren y amen» o «dejen atrás sus pensamientos y comentarios despectivos». Dios está detrás de estas palabras, así como en aquel entonces estaba detrás de las palabras de Gabriel, Él espera nuestra decisión. No para que se haga nuestra voluntad y sea lo normal, sino para que se  haga la voluntad de Dios sobre nosotros. Y esto en sí mismo es decisivo: para que aprendamos a decir ECCE y FIAT MIHI, tan incondicional como claramente y en sumisión a la voluntad de Dios tal como lo hizo María: con fe ciega, con confianza incondicional, en un amor que se entrega totalmente a Dios.

Llevando en silencio la carga de Cristo con María y José

El tiempo de Adviento, también es un tiempo penitencial en la Iglesia. Este tiempo de silencio, ayuno y reflexión no debe reducirse al color morado de las vestimentas en la Santa Misa, ni a ciertos cantos navideños. ¡Tampoco debe olvidarse en medio de todos los preparativos (o “fiestas previas a la Navidad”) que conducen a la gran fiesta de Navidad, que también el Niño Jesús quiere que participemos en Su obra, ya que Él nos necesita! Frente a tan grande crisis en la Iglesia actual, sin mencionar todos los desórdenes y el mal en el mundo que nos rodea, queremos hacer nuestra parte para ayudar a purificar y renovar la Iglesia. María y José caminaron en silencio durante el camino a Belén, escondidos del mundo, desconocidos para todos. Sin embargo, soportaron la carga del mundo entero, asumiendo voluntaria y conscientemente todas las dificultades y el trabajo, necesarios para lograr el cumplimiento de la promesa de Dios, ¡por el bien de toda la humanidad!

Así también, en nuestra vida diaria, si vivimos con buena voluntad, con todos nuestros esfuerzos puestos en hacer la voluntad de Dios, en vivir una buena vida cristiana y cargar nuestras propias cruces, debemos recordar que también nosotros estamos trayendo a JESÚS a este mundo, que estamos fortaleciendo a los miembros de su cuerpo. Ofrezcamos voluntaria y conscientemente todas nuestras dificultades por el bien de la Iglesia, por sus sacerdotes, por nuestros seminarios y seminaristas. Los santos ángeles están aquí con nosotros; ellos quieren fortalecernos. Invoquémoslos, hagamos expiación, ayudemos a soportar la carga de aquellos que están siendo tentados o se han caído. El Papa Juan Pablo II  lamentó el hecho de que tan pocos se tomaran en serio el llamado de Nuestra Señora: «¡Cuán adoloridos estamos de que la invitación al arrepentimiento, a la conversión, a la oración, no haya tenido la aceptación  con la que debía haber sido recibida! ¡Qué adoloridos estamos de que muchos participen tan fríamente en la obra de redención de Cristo! Que ‘lo que falta en las aflicciones de Cristo’ (Col 1,24) se completa tan insuficientemente en nuestra carne» (Acto de Consagración al Inmaculado Corazón, 13 de mayo de 1982). No seamos de los que se olvidan, sino de los que construyen y apoyan a nuestros fieles y santos sacerdotes. De esta manera, seremos soldados activos en el ejército de la Inmaculada, la Reina de los Ángeles y contribuiremos a su triunfo. Este es un camino de misericordia, un camino de generosidad desinteresada, un camino de amor. Si caminamos de esta forma, JESÚS, que viene como el niño Dios, Rey del Amor, morará en nuestros corazones y encontrará allí Su consuelo, calor y alegría a pesar de toda la pobreza de Belén. ¡Oh qué alegría para nosotros! ¡Estar tan cerca de Él, sentir el latido de Su Corazón en nuestro propio corazón!

La consagración como participación en la redención

Por lo tanto, cuando miramos las grandes necesidades de nuestro tiempo y de la Iglesia, debemos recordar que nosotros somos la Iglesia, miembros del Cuerpo Místico de Cristo. Cada uno, estamos llamados a «cargar con las cargas del otro, y así cumplir la ley de Cristo» (Gal 6,2). El Papa San Juan Pablo el Grande destaca esto especialmente en la Consagración al Inmaculado Corazón de María, que hizo en unión con todos los Obispos del mundo el 25 de marzo de 1984. Esta consagración, aunque llegó tarde, fue aceptada, según al testimonio de sor Lucía, como el cumplimiento de las condiciones básicas que Nuestra Señora solicitó en Fátima. En esta oración, el Papa expresa el papel esencial que desempeña cada uno de los fieles en la batalla contra el pecado y el mal, la indispensable necesidad de penitencia y expiación por parte de la Iglesia, para el bien de la Iglesia y del mundo. De la mano de los santos Ángeles, nosotros también queremos unirnos y consagrarnos firme y decisivamente al Inmaculado Corazón de María y su gran misión en el mundo.

Aquí estamos ante ti, Madre de Cristo, ante tu Inmaculado Corazón, deseamos, junto con toda la Iglesia unirnos con la consagración que por amor a nosotros, tu Hijo hizo al Padre: «Por ellos, dijo Jesús, me consagro a Mí mismo, para que ellos también sean consagrados en la verdad’ (Jn 17, 19).Deseamos unirnos con nuestro Redentor en esta Su consagración por el mundo y por la raza humana, por la que, en Su divino Corazón, tiene el poder de obtener el perdón y asegurar la reparación.

El poder de esta consagración… Sobrepasa todo mal que el espíritu de las tinieblas es capaz de traer y que ya ha traído en nuestros tiempos al corazón del hombre y en su historia. ¡Cuán profundamente sentimos la necesidad de la consagración de la humanidad y el mundo, nuestro mundo moderno, en unión con Cristo mismo! Para que la obra redentora de Cristo sea compartida por el mundo a través de la Iglesia.

¡Salud a ti, que estás totalmente unida a la consagración redentora de tu Hijo! ¡Madre de la Iglesia! ¡Ilumina al pueblo de Dios por los caminos de la fe, la esperanza y el amor! … ¡Inmaculado Corazón! ¡Ayúdanos a conquistar la amenaza del mal, que tan fácilmente se arraiga en los corazones de las personas de hoy, y cuyos inconmensurables efectos ya pesan sobre nuestro mundo moderno y parecen bloquear los caminos hacia el futuro! … Ayúdanos con el poder del Espíritu Santo a vencer todo pecado: el pecado individual y los ‘pecados del mundo’, el pecado en todas sus manifestaciones. ¡Que se revele, una vez más, en la historia del mundo el infinito poder salvador de la Redención: el poder del Amor misericordioso! ¡Que ponga fin al mal! ¡Que transforme las conciencias! ¡Que tu Inmaculado Corazón revele a todos la luz de la Esperanza!

En su esencia, el camino de la expiación es un camino de amor. El Discípulo amado Juan, el Apóstol del Amor, resume esta dimensión esencial de la vida cristiana diciendo: «Él (Jesucristo) entrego su vida por nosotros, y en esto hemos conocido el amor; ahora también nosotros debemos dar la vida por los hermanos». (1Jn 3,16). «En esto está el amor: no es que nosotros hayamos amado a Dios, sino que Él nos amó primero y envió a Su Hijo como expiación por nuestros pecados. Queridos, si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos los unos a los otros» (1 Jn 4, 10- 11) ¡Que este tremendo amor de Dios llene sus corazones y se desborde a otros, a toda la Iglesia, en esta Navidad!