Santa Humilitas († 22 de mayo de 1310)

También la vida de esta abadesa vallombrosana1 se vio honrada por apariciones angelicales, como se relata en su biografía (del año 1330).

Rosanna nació en la noble familia de Negusanti, en Faenza, el año en que falleció san Francisco; a los 15 años perdió a su padre; un año más tarde se casó con el noble Ugolotto dei Caccianemici. Tras la muerte de sus dos hijos, el joven matrimonio decidió ingresar al convento de Santa Perpetua, de los canónigos ‑más bien, canónigas‑ de Faenza, donde recibiría el nombre de Humilitas. Dos años después eligió la vida más severa de una reclusa con las vallombrosanas de Sant’Apollinare. Con la ayuda del abad general, Plebano, fundó el convento de Santa María alla Malta (entre 1262 y 1266) para monjas de la orden de los vallombrosanos y en 1282 el de San Giovanni, cerca de Florencia. Humilitas fue nombrada abadesa; en el desempeño de este su ministerio se convirtió para sus hijas espirituales en una madre cuidadosa, llena de bondad y santa piedad; sabía implantar en las jóvenes novicias las virtudes exigidas por la regla de san Benito y las constituciones monacales de san Juan Gualberto (padre fundador de los vallombrosanos). Al igual que estos dos padres de la orden, también la santa abadesa Humilitas vivió intensamente la fe en la existencia de los Ángeles, quienes la guiaron empíricamente en muchos de los acontecimientos de su vida.2

El biógrafo contemporáneo de santa Humilitas, un monje vallombrosano llamado Blasio, dedica un capítulo de su Vita exclusivamente a su trato con los santos Ángeles; ella misma lo refiere y explica en los Sermones, conservados hasta la fecha y muy semejantes, no tanto por el estilo sino por su contenido, a los escritos de santa Catalina de Siena.3

Sobre el contenido de estos Sermones, santa Humilitas confesó a su director espiritual y confesor: “Todo lo que escribí con respecto a la salvación de mi alma no me fue dado por un hombre cualquiera, sino por nuestro Señor Jesucristo, mi maestro y esposo. Él me inspiró, y me habló en sus apariciones, tal y como ahora yo hablo con usted.”4

En los Sermones se conoce que esta santa abadesa no vio únicamente a su Ángel de la guarda, colocado junto a ella a partir de su nacimiento, sino también, desde el momento en que comenzó, ya como religiosa, a ocuparse del cuidado espiritual de algunas personas, a un segundo Ángel a su lado, su guía y su consejero. Así se lee textualmente en el Sermón 4:

Amo a todos los Ángeles celestiales, pero dos constituyen para mí una especial alegría y felicidad, porque me fortalecen día y noche y me comunican los dones inmensurables de las riquezas celestiales. El Señor me los concedió como protectores, para que cuiden de mí en cada infestación del enemigo maligno. Esta su tarea en su relación conmigo la cumplieron hasta ahora con el mayor celo, porque por su fuerza fui fortalecida. Ambos Ángeles me sostienen, a la derecha y la izquierda, para que no caiga en un estado miserable. Cuando me apoyo en ellos, mis enemigos no pueden causarme daño alguno. El primero de estos mis dos protectores celestiales pertenece al coro de los Ángeles, del cual son tomados los protectores para la vida terrenal de todos los hombres; su nombre es Sapiel, que yo interpreto como “la sabiduría divina”. Cada vez que escucho este nombre, mi corazón comienza a cantar de alegría. Él está a mi lado en todo momento, desde que entré a la vida terrena […] El segundo Ángel de la guarda a mi lado se llama Emanuel y pertenece al coro de los Querubines. Fue colocado junto a mí cuando cumplí los 30 años y empecé de ocuparme de algunas tareas pastorales, al serme confiado por el Señor el cuidado de numerosas ovejas, aunque no tengo bastón de pastor ni la fuerza que requieren estas tareas. Él extiende sus alas sobre mí y me ayuda en mis trabajos o penas. En su bondad muchas veces me fortaleció y consoló, en cuanto me dio participación de la riqueza de sus gracias. En el Sermón 11 explicaré más detalladamente cómo me ayudan estos dos Ángeles que Dios me concedió; asimismo, interpretan para mí muchos misterios divinos.

Santa Humilitas obedecía en todo momento a estos dos Ángeles ‑como relata expresamente su biógrafo, quien la conocía muy bien‑. Para honrarlos, redactó un tratado sobre la corte celestial (Tractatus de curia paradisi), en donde se lee:

Algo inestimablemente grande y maravilloso es para mí saber de la nobleza y la grandeza de mis dos Ángeles. Cuando pienso en su belleza, me siento elevada al éxtasis y fuera de mí en la abundancia de mi alegría, al pensar en que pueda gozar dos amantes de Dios tan perfectos que se hallan siempre en la presencia de Dios y, al mismo tiempo, dispuestos hacia mí con tan gran deseo. Constituyen dos rocas fuertes e invencibles, sobre las cuales, a pesar de mi miseria, está fundada la seguridad de mi salvación. Su fuerza es tan grande que no he de temer nada, incluso cuando son varios los enemigos que quieren acercárseme. Los dos Ángeles están preocupados de manera excepcionalmente sabia y prudente en introducirme cada vez más en la vida de las virtudes. Tan celosamente me protegen que aún antes de que sea necesaria su ayuda ya los siento muy cerca de mí para auxiliarme. Son como dos grandes columnas que soportan mi miseria y debilidad y me apoyan.

Esta santa abadesa encomendaba todas sus preocupaciones y necesidades a estos dos poderosos compañeros; así se descubre en su Sermón 11:

¡Oh, mis dos Ángeles fuertes, acompañadme en todos mis caminos y vigilad para que los enemigos no puedan acercarse a las puertas de mi corazón! ¡Empuñad ante mí vuestra espada para defenderme! ¡Cerrad mi boca, para que se mantenga sellada a toda palabra inútil y sin sentido! ¡A mis ojos imprimidles el sello del amor, para que no contemplen nada en este mundo perecedero que no agrade a mi amado! ¡Abrid mis ojos, para que no sean impedidos por la somnolencia en la oración del breviario y mi espíritu no esté cansado cuando es necesario estar atento en la alabanza a Dios! ¡Guardad atentos mis oídos para el nombre de Jesús y para todo lo que se refiere a Él y cuidad que no entre nada en ellos que sea veneno mortal para mi alma! ¡Atad mis pies con las cadenas del amor, para que no recorran el camino del pecado, sino que todos mis pasos sean para la mayor gloria de Cristo y de su gloriosa Madre! ¡Atad también con vuestras alas, dispuestas para todas las encomiendas de Dios, mis manos, para que no tomen nada que tenga el gusto de la vanidad terrenal; más bien, ayudadme a que mi alma se refresque en las fragancias celestiales! ¡Guardad todos los deseos de mi cuerpo, para que estén siempre orientados hacia las cosas del cielo y mi alma repose totalmente en Mi amado! ¡Proceded, para que estén consolidados los caminos del amor a Dios en mi con tanta firmeza, que cuando las aguas de las alegrías terrenales sin sentido entren en ellos, no se inunden y el alma sea preservada de ahogarse! Ángeles muy amados, os fui dada a vuestra protección y confiado por mi amado Señor Jesús, para que siempre me guardéis. ¡Me encomiendo a vosotros, Ángeles felices: implorad para mí la palabra eterna, que atraiga mi corazón hacia Él y no permita que se separe jamas de Él!

Al final de este sermón pide fervorosamente:

Oh, mi Ángel Emanuel; oh, mi Ángel Sapiel, a vosotros, que sois mis Ángeles de la guarda, os suplico: concededme con todas vuestras fuerzas ayuda y protección de manera eficaz, para que pueda, cuando me hayáis conducido hasta mi altísima y amada Señora, la reina María, contemplar y disfrutar y ver junto con la Madre a su Hijo divino.

El biógrafo de santa Humilitas observa al final de su Vita que sería demasiado laborioso citar todos los pasajes en donde mencionó a sus dos Ángeles de la guarda, a manera de alabanza y gratitud por toda la ayuda que recibió en su vida espiritual y en su aspiración a la perfección.

Muere el 22 de mayo de 1310 a la edad de 84 años, en Florencia, donde pronto fue venerada e invocada como santa. Aunque su cuerpo se enterró en contacto directo con la tierra, un año después fue encontrado incorrupto. Los textos litúrgicos aprobados por el Papa Clemente XI para la festividad de esta santa indican también de manera expresa su gran familiaridad con los santos Ángeles.5

1 Cfr. G. Cantagalli, Umilità, en Bi­bliotheca Sanctorum, vol. XII, pp. 818-822.

2 Cfr. Acta Sanctorum Maii, vol. V, pp.205-222.

3 Cfr. P. Zama, Santa Umiltà, la vita e le ‘Sermones’, Faenza, 1943.

4 Acta Sanctorum Maii vol. V, p.213.

5 Cfr. “Hymni et Orationes ex Officiis Vallumbro-sanis”, Acta Sanctorum Maii, vol. V, p. 222.